miércoles, 3 de septiembre de 2014

BRAÑUELAS



BRAÑUELAS

Mi recuerdo de Brañuelas es el de un cielo enmarañado por cientos de cables que dibujaban sobre nuestras cabezas, sobre los tejados de las casas una intrincada red, la tela de araña metálica y poderosa que parecía querer defendernos de los odios de algún dios violento o del sol que penetraba en nuestro suelo partido en mil pedazos por la fuerza ciega de los hilos. El tendido eléctrico de una de las estaciones principales de la línea Palencia-La Coruña (proyectada en 1856 y que llegó a Brañuelas en 1868 deteniéndose allí, a los pies del puerto de Manzanal durante varios años) y los alambres de los teleféricos por los que se deslizaban continuamente las vagonetas que traían el carbón de la cuenca de Tremor a través de las líneas que desde los cargues de la estación buscaban una salida fácil al mundo, eran la imagen del primer firmamento que tuvimos.

Corrían los años sesenta. Hoy la estación ha perdido su protagonismo y de las “líneas” solo quedan los esqueletos rotos y vacíos de lo que un día fueron los terminales de un viaje aéreo humilde pero eficaz, y los caballetes de “Alto Bierzo” que solos, desconectados unos de otros simulan poderosos hombres de hierro bien plantados, supervivientes testarudos de un desastre que no se resisten a abandonar el trozo de tierra donde quemaron su juventud.

Este pueblo de semblante áspero y mordaz que se levanta y esconde a la sombra de los fríos inviernos que le vienen del Manzanal muestra su piel curtida con esa severidad que dan el brezo y los matorrales pero guarda en su interior viejos secretos que los antiguos pobladores supieron aprovechar. En lo que hoy es el barrio de Mediavilla tuvo el conde Gatón una braña para que sus ganados pudieran beneficiarse de los favorables pastos que la abundante agua ferruginosa de aquella zona lograba en las praderías (este poderoso conde repoblador de buena parte del territorio leonés durante la Edad Media disponía de uno de sus palacios a tres quilómetros de aquí, en Villagatón, y debía pasar necesariamente por Brañuelas en sus viajes desde tierras del Bierzo). Años después los pastos irían animando a distintos pobladores a establecerse en ese lugar y en torno a él, por el Esterdiecho y el Fontanón donde fuentes generosas regalaban sus aguas magníficas, configurando poco a poco lo que hoy conocemos como “el pueblo”.

En los montes próximos crecen arándanos, genciana, ruda, malvas, manzanilla, menta, poleo, diente de león, morga con bolas negras que si se tiraban al río ponían tontos a los peces, sanguinaria, sauce, cola de caballa, carqueixa o el tomillo que mezclado con vino caliente, orégano y miel batidos en una vasija también caliente proporcionaba un irresistible bebedizo de gran poder seductor, emparentado muy de cerca con la ambrosía, aquella bebida propia de los dioses que tomaban los romanos para conseguir la inmortalidad.

Pero el discurrir lento, humilde y laborioso de unas gentes que decidieron extraerle la vida a un terreno difícil en medio de un clima hostil sufrió un cambio vertiginoso con la llegada de los trenes.

Los carbones extraídos en la zona de Tremor comenzaron a buscar la estación de Brañuelas desde principios del siglo XX. Me cuenta Antonio Suárez cómo gentes de Almagarinos subían las Bárcenas con un carro tirado por una cuartia que no podía más que con media tonelada hasta el alto de cueto Gallina donde completaban la carga para el descenso con el mineral que se había ido acarreando a la cima en serones de caballerías.

En los años veinte “Antracitas de Brañuelas” trazó el tendido de la primera línea de teleférico como harían más tarde “Carbonífera”, “Alto Bierzo”, “Heras y García Nieto”. Otros “cargues” más modestos, como el de Rodriguez Ollé, se instalaron en los muelles aledaños a las vías, originando un cambio revolucionario en el transporte del carbón. Ellos y el 
                                                                                                      -foto de Cristina Pedreira-
 ferrocarril fueron llenando el pueblo de vida y forasteros. Llegaban gentes de todas partes, andaluces de Motril, castellanos, gallegos como mi padre, hombres de los pueblos cercanos, Requejo, Valbuena, Villagatón y otros lugares de La Cepeda que veían en la posibilidad de un jornal el alivio para sus economías agrícolas de subsistencia.

Brañuelas se convirtió durante años en punto esencial de la línea Madrid-Coruña, nudo de transbordo y parada obligada en el trayecto. Además del transporte de antracita, la situación estratégica del pueblo al pie del puerto de Manzanal también le ayudará a jugar un papel importante en el transporte de viajeros. Llegaban estos desde cualquier rincón de España y aquí debían apearse para cubrir en diligencia el tramo hasta Torre del Bierzo donde el tren recobraba de nuevo su camino. Pasar de Brañuelas supuso en aquellos años de finales del siglo XIX una auténtica odisea. Como lo supondría salvar el desnivel hasta La Granja, lo que provocó incluso leyendas en torno a la muerte de un pastor en lugares próximos a la zona y a quien se atribuye la autoría de una ingeniosa idea: vencer la montaña formando un lazo con los raíles. Los ingenieros -celosos de su iniciativa- pudieron haberlo asesinado para atribuirse el proyecto del que iba a ser famoso túnel del Lazo. Pero leyendas aparte, la travesía del Manzanal originó sudor, lágrimas y sangre, sin tener en cuenta la tragedia del ferrocarril que figura en el libro Guiness de los récords y se produjo en el túnel 20 al estrellarse un mercancías que subía de Bembibre contra el correo abarrotado de pasajeros que pocos minutos antes había partido de la estación de Brañuelas, donde el maquinista había alegado serios reparos a seguir viaje aunque luego fuese el único condenado por el accidente. Aquellos viejos vagones de madera ardiendo dentro de los muros del túnel se convirtieron en un crematorio infernal. Estamos a 3 de enero de 1944, día de feria en Bembibre por lo que muchos vecinos de la zona viajaban en ese tren, además de gente conocida del resto de España, como el equipo de fútbol de Betanzos que regresaba de jugar en Palencia.

Con la electrificación del ferrocarril sucedió algo parecido a los tiempos de la diligencia. Brañuelas se convirtió en núcleo esencial de la línea, electrificada en dirección a Galicia pero no a León (sin tendido eléctrico hasta el año 1955), por lo que las “chocolateras” que llegaban de la meseta debían efectuar en el pueblo el cambio de máquinas. Se estableció en la estación un “cuarto de gentes” para que las brigadas de mozos de tren pudieran pasar la noche. Aunque parece ser que muchos de ellos preferían los bares (llegaron a coexistir once, incluyendo la cantina de la estación) que no cerraban. Aquellos hombres alejados de sus casas, empresarios del carbón, representantes de material para las empresas mineras, carboneros de Valladolid a bordo de sus flamantes camiones, ferroviarios de Monforte de Lemos que trajeron a Brañuelas el primer contrabando de tabaco americano y orujo gallego, se reunían en bulliciosas juergas nocturnas que se prolongaban hasta la madrugada. En el bar Herrera o Gonzalo se jugaban el dinero a la garrafina o el gilé estas gentes altivas que vivían un nuevo esplendor mientras al otro lado de las vías los obreros de “los cargues” se disputaban al tute, en la cantina de Angel Cabezas, libras de chocolate. Y los festivos, los más jóvenes bailaban en la sala de Sabino y más tarde en “El Resbalón”, hoy reconvertido en casa rural con el nombre de “Cumbres Borrascosas”, nombre literario que obedece a la condición de escritor de su dueño, Javier Pérez (premio Azorín de novela entre otros).

Tanta actividad trajo un movimiento desconocido y extraordinario al pueblo. Llegaron hombres entrañables, emprendedores, esforzados como los burreros que primero transportaron en los serones de sus burros el balasto para asentar los caballetes de las líneas en los lugares más inaccesibles de los montes y después el menudo de las empresas; personajes curiosos, extraños, vividores o simpáticos como el señor Eustaquio que trabajaba de guardabarreras, era natural de las Rozas y se ufanaba contándonos a los chiquillos cómo de chaval salía en grupos por los bosques de su pueblo a cazar conejos para Alfonso XIII. Sólo en torno a la estación llegaron a trabajar cerca de doscientos empleados. En esos tiempos también se amplió la fábrica de ovoides que perteneció a Carracedo y después a “Voltaire”. Se levantó la escuela unificada para “el pueblo” y “la estación” que hasta entonces habían vivido como dos mundos distintos y enfrentados, con cuatro aulas (dos para niñas y dos para niños) en una época en que la educación primaria solo se cursaba entre los seis y los diez años..

En las calles bullía la vida y en el corazón de todos esperanza, el sueño inalcanzable de que aquello no solo no terminaría nunca sino que sin duda debía ser la antesala de un florecimiento mayor. Pero si las vías de comunicación le dieron parte de su vida Brañuelas, ellas mismas se la quitaron.

Los tiempos comenzaron a cambiar. Los combustibles derivados del petróleo iban ganando espacio a otros recursos fósiles. Se arreglaban los despiadados caminos que conducían a la zona de Tremor y el tren perdía protagonismo en favor del transporte por carretera. Llegaban los años setenta, años de incertidumbre y cierta “locura”, pórtico de una gran crisis. El país y el mundo cambiaban a velocidad de vértigo. En Brañuelas se comenzaron a levantar las líneas de baldes. Día a día se iban suprimiendo empleos y servicios ferroviarios. El pueblo había iniciado su declive.

Muchos pobladores, sin arraigo familiar en el pueblo y, sobre todo, sin trabajo, fueron haciendo sus maletas. Recuerdo cómo los amigos nos despedían con lágrimas en los ojos y un billete en la mano que los llevarían en tren lejos de su tierra, de esa tierra que como canta Gloria Estefan, “te da en medio del alma cuando tú no estás”. Aquellas casas insuficientes para albergar a todos los vecinos, en las que varias familias compartían vivienda con derecho a cocina, se fueron quedando vacías, abandonadas, y el presente volvió a recobrar el ritmo lento de las épocas primeras.


Nadie sabe lo que deparará el futuro. Por eso, Brañuelas espera ahí, en el mismo sitio de siempre, sereno, con los pies firmes, la piel dañada por el tiempo y la frente fría pero la esperanza intacta. ¿Qué sería de los pueblos si les quitasen la esperanza?

jueves, 5 de junio de 2014

LEYENDAS

Todos los tiempos han sido propicios a la leyenda, pero en el medievo, cuando se juntaban con tanta pasión la fe, la magia, la superstición y a veces la incultura con el deseo de trascender sus propias fuerzas, ésta encontraba cualquier motivo para hacerse notar.

Curiosamente la palabra leyenda carecía en la Edad Media del sentido actual que le confiere la tradición y la inventiva. Se refería, de modo exclusivo, a las vidas de los santos leídas en los conventos. Eso sí, con cierto aire de exageración que ennobleciese la figura.

Con el espíritu posterior donde entra en juego la fantasía en toda su ambición nos hacemos eco de algunas de esas tradiciones legendarias. Nada más propio a una catedral como la de León donde casi todo es magia y lo que no es magia es fe, que las leyendas. En su momento se habla de la del Foro y Oferta, del Tributo de las Cien Doncellas. Hay otras. Pero aquí queremos referirnos a dos de las que gozan de mayor prestigio en la memoria de la gente.

LEYENDA DEL TOPO DE LA CATEDRAL

Se necesitaron años, sacrificios y maestros para completar este milagro que tanto jugó con lo imposible. Pero no solo el desafío a volúmenes y altura, a las fuerzas incontroladas de la Naturaleza, lo frágil que es su cuerpo, la sutileza de sus líneas... han supuesto obstáculos para el final feliz de la obra.
A pocos meses del comienzo de las obras en el subsuelo, en los cimientos mismos de la catedral empezaron a producirse temblores extraños y corrimientos de tierra que ponían en peligro su estructura. Los canteros trabajaban sin apenas descanso desde la salida del sol hasta el ocaso y luego se acostaban. Una mañana al levantarse pudieron comprobar que gran parte de lo construido durante el día se había desplomado por la noche. En un principio lo atribuyeron a algún fallo en la construcción, posible accidente o inclemencia. Pero según pasaban los días se iba repitiendo el desastre, retrasando considerablemente las obras, poniendo en peligro el proyecto y sin que pudieran encontrarse explicaciones lógicas a tanta ruina.

Es sabido que lo topos son animales nocturnos que excavan con sus patas profundas madrigueras bajo tierra, destrozando de ese modo las raíces de las plantas y los árboles. Los canteros, sorprendidos e impotentes ante la burla que estaba sufriendo su trabajo, empezaron a sospechar que algún animal extraño -quizá un topo gigante-, pudiera estar construyendo su guarida precisamente allí, donde antes se habían asentado las termas y los hornos que empleaban los romanos para calentar el agua de los baños, y con esa labor de sabotaje fuera el auténtico culpable de la destrucción de “las raíces” del templo como si se tratara de las de un árbol.

Se puede intuir que alguno de ellos se mostrara escéptico, pero ante el rumbo que estaban tomando los acontecimientos y desesperados, “dictaron sentencia”, seguros de la causa de sus males, y decidieron por unanimidad diseñar un plan que pusiera fin a aquella pesadilla. Idearon una trampa que tendieron al animal para cazarlo. Y ya en la primera noche, mientras el gigantesco topo excavaba una nueva gruta que hubiera supuesto otro estropicio en la obra, le dieron alcance y a palos acabaron con su vida. Muerto, secaron su piel al sol y una vez curtida decidieron colgarla en el interior de la iglesia, sobre la puerta de san Juan por la que habitualmente se accede a la catedral. Pretendían que elemento tan poco sagrado permaneciera como recuerdo y testimonio de aquel suceso que mantuvo en vilo a canteros, clérigos y al pueblo de León.

Desde que los canteros lo colgaron, allí ha permanecido siempre y permanece aún. Pero en 1996 se bajó de su lugar y fue enviado a Cataluña para que presuntos expertos despojaran de residuos y recuerdos de años el famoso pellejo del topo. Esos hombres, tal vez provistos de técnica y razón pero no de fantasía ni sensibilidad suficientes para entender la memoria colectiva y ancestral de la gentes, no solo se atrevieron a limpiar a fondo la pieza y analizarla sino que también osaron negar que perteneciera a un topo y afirmaron que quizás pertenecía al caparazón de una tortuga.

Aun después de aquello, de sus extrañas maniobras, sigue pareciendo más un topo que una tortuga. Y por si ello no fuera suficiente aseguramos que las pruebas frías de unos técnicos nunca tendrán tanto valor como la tradición de siglos y la leyenda cincelada en la memoria de un pueblo.

El topo sigue hoy en su lugar de siempre y la catedral en pie, firme, sin sobresaltos mientras el topo permanezca donde debe. Que no lo toquen ni lo molesten.

LEYENDA DE LA VIRGEN DEL DADO

La Virgen del Dado, que lógicamente no se llama así sino María como las otras Vírgenes, debe su nombre popular a una leyenda.
    En tiempos en que la portada norte de la catedral y donde se efigia la imagen de la Virgen con el Niño sobre el brazo izquierdo no estaba aún protegida por el claustro sino que se abría directamente al exterior, gentes de toda condición pasaban por la estrecha rúa que la rodeaba y también a su sombra prescindible se sentaban a matar el tiempo con el juego o con los chismes esas mismas gentes.
    Tales circunstancias han dado pie a que se nos cuenten dos versiones distintas de una misma historia. Una versión dice que un jugador, después de haber perdido su dinero en una partida de dados celebrada en otro lugar de la ciudad, regresaba cabizbajo y enfurecido por la derrota camino de su casa. Debía ser más de media noche. Cabe imaginar aquella miserable calleja medieval solitaria y oscura. El jugador, al pasar ante la imagen de la Virgen elevó la vista hacia la puerta del templo como si buscara una respuesta tranquilizadora y al ver los ojos de su propia conciencia en aquellos ojos serenos de piedra que lo estaban contemplando, sufrió tal acceso de ira que después de blasfemar y con toda la fuerza posible lanzó uno de los dados causantes de su desgracia de modo que fue a estrellarse en el rostro del Niño que descansa en el brazo de su madre. Sonó el impacto y al instante se abrió una herida en la frente de ese niño y por ella empezó a fluir la sangre. El infeliz, al contemplar atónito lo que sin duda consideraba un milagro, se asustó, se puso de rodillas y pidió perdón por su injuria.
    A la mañana siguiente contó asustado a sus amigos y familiares cómo la Virgen, comprobando su sincero arrepentimiento, no solo quiso otorgarle su clemencia sino también el sueño fallido de todo jugador tras perder una partida: asumir el máximo riesgo en un nuevo envite con el fin de recuperar anteriores apuestas y luego abandonar el juego para siempre.
    El afortunado jugador que nos ocupa parece ser que regresó sobre sus propios pasos, llegó a la mesa donde los vencedores disfrutaban de sus ganancias y los retó a una última mano, recuperando en una sola jugada todo su dinero. Merced que atribuyó a su arrepentimiento y al “auxilio” de la Virgen que desde entonces es conocida como Virgen del Dado.
    La otra versión nos cuenta que cuatro jugadores disputaban su fortuna apaciblemente sentados ante ese portal norte de la catedral, que uno de ellos desesperado tras perder... El resto ya se sabe. La historia a partir de aquí, coincide con lo dicho anteriormente.
    Esta segunda versión es la que Nicolás Francés quiso inmortalizar en su dibujo para la vidriera que precisamente ante los mismos ojos del Niño y de la Virgen del Dado comunica con el claustro.







martes, 3 de junio de 2014

LAS VIDRIERAS

Si algo puede convertir en sublime a una catedral -ya de por sí grandiosa como la de León-, ese algo es las vidrieras. En ellas la luz, ambición del hombre y de los dioses por ser eternos y brillar siempre como el sol y como él ser fuente inagotable de vida se transforma en realidad y magia.

Todos los símbolos, todos los sueños encuentran amparo en esa fuerza capaz de confundir nuestros sentidos. “Aunque entré dentro de la iglesia, yo cierto que pensé que aún no había entrado, sino que todavía estaba en la plaza, y es que como la iglesia está vidriada...”, dice la Pícara Justina después de visitar el templo. Cielo y mundo se aúnan, crean el color y, transparentes, penetran en las capillas o las naves adaptados a la hora del día, época del año y ánimo de las gentes. Por eso la variedad cromática es tan amplia como puedan serlo los ojos y la sensibilidad que las contemplan. Las vidrieras buscan transmitirnos la belleza y una fe que durante siglos ha perdurado y aún perdura en el corazón de seres de toda edad y condición, pero también crear un ambiente místico propicio para el reencuentro de esa fe en un lugar sagrado. Son, por tanto, medio y fin, símbolo y soplo que prepara el ánimo de los fieles para recibir la verdad de su Dios.

En la catedral de León mil ochocientos metros cuadrados de cristal reemplazan los muros y desafían la fuerza de la gravedad e incluso de la razón (eso pretenden). En ninguna otra catedral del mundo las vidrieras encuentran un protagonismo tan amplio, tan sublime... Acaso en Chartres...

La vidriera gótica nace en España de la inspiración francesa, decisiva durante el siglo XIII en toda Europa, donde se introduce de la mano del nuevo estilo que pretendiendo ensalzar hasta el éxtasis el espacio interior necesitaba la magia de la luz y los colores para alcanzar sus objetivos. Tal vez por ello encuentre en esta obra -tan fiel al espíritu que venía de Francia- el ejemplo más claro de aquel sueño.

Aquí se establecieron talleres, se instalaron maestros y se fue aprendiendo un arte que no solo pretendía jugar con la luz o convertir lo material en incorpóreo, sino también competir con la escultura y la pintura. La vidriera medieval adopta formas simples y colores fuertes y logra así una plasticidad muy bella. Artistas posteriores de estilos diferentes buscarán el duende de su genio en esos colores y esas formas que alcanzan la máxima expresión en algunos de los mejores cuadros de Paul Gauguin.
Las primeras vidrieras de la catedral de León se remontan a sus inicios en la segunda mitad del siglo XIII bajo el impulso del obispo Martín Fernández y su rey protector Alfonso X, inmortalizados ambos también en los cristales. Se encendía así la llama de un fuego que no ha cesado aún. Hasta el siglo XVII siguieron condensando épocas y estilos, flexibles a las modas pero fieles al espíritu que trasciende su materia. A finales del XIX, cuando se encuentran en su estado más crítico, Juan Bautista Lázaro, auxiliado por pintores como Marcelino Santamaría que le ayudan a recobrar el espíritu antiguo, las salva con un ambicioso programa de restauración en el que, sin embargo, no se privó de dejar su impronta, cuestionada por algunos. Y también ahora, desde los últimos años del siglo XX, se ha emprendido una nueva labor que quería, y tal vez quiere, dotarlas de la larga vida que estamos obligados a otorgarles. Bajo la dirección del vidriero leonés García Zurdo y coordinada por Angeles Robles, con el asesoramiento de una comisión europea de expertos, la ayuda económica de instituciones y el buen hacer del taller de vidrieros de la catedral empezó a caminar lentamente pero con constancia. Una tarea precisa que, sin embargo, y a pesar de esa buena voluntad primera se encuentra a veces con serias dificultades que amenazan la valiosísima herencia.

La historia de la vidriera de los siete últimos siglos ha escrito (escribe) aquí, en los vitrales leoneses, un capítulo imprescindible, necesario, al que solo le sobran esas páginas que intentaron entonces y hoy intentan proyectar sombras donde únicamente debe reinar la LUZ.

Tres rosetones, multitud de rosas y ventanales conforman esta sinfonía de luz y color que estalla en las paredes. Al sur, al norte y al oeste se abren los tres grandes rosetones. Cuando el último, de casi ocho metros de diámetro, recibe el sol en las horas de la tarde e incendia los vestidos de los ángeles que tocan sus trompetas en torno a una Virgen con el Niño y se proyecta sobre la puerta de cristal del trascoro para coronar con su reflejo la capilla mayor, nuestros sentidos se confunden aún más, si ello es posible, y entonces la magia es absoluta. Resultan increíbles los prodigios que estos cristales coloreados pueden provocar y así también las sensaciones en nosotros.

En las naves bajas son diez las vidrieras con cuatro huecos cada una y sobre ellas tres rosas lobuladas. El azul, el rojo, el amarillo y el verde se rozan y se mezclan con intensidad en una recreación más vegetal que humana aunque en las rosas podemos ver cuerpos o rostros de mujeres que representan virtudes, vicios (la ira, la pereza, la lujuria, la gula..., todos femeninos), artes y trabajos de aquel tiempo, en definitiva, escenas llenas de vida y colorido. Es la naturaleza, sin embargo, quien nos asombra con la sencillez de largas ramas y hojas típicas de los árboles de nuestros montes que les nacen y se elevan, se abren, se besan os e comban en actitud tan simple como una puesta de sol o la cascada de un río. Nos maravillan. Son naturales y divinas a la vez. No se marchitan nunca. Lejos del bosque tienen su fuerza. Diminutas cabezas de bestias, de bichas, asoman entre la espesura.

El triforio, espacio decisivo en la consecución de luminosidad, lo recorren setenta y cuatro ventanales cegados hasta el siglo XIX, por lo que sus vidrieras son de entonces. Las correspondientes al presbiterio las ocupan santos y el resto rinden culto a nobles, benefactores, clérigos y casas importantes con un despliegue de escudos que portaron reyes, aristócratas y obispos. De tamaño reducido y evidente modestia no se ocultan tras la fina elegancia de los arcos que recorren la galería sino que, generosos, le conceden a estos el privilegio de ennoblecer su luz para que así resulte el conjunto excelente.

Doce metros de altura miden los treinta y un ventanales que iluminan la parte más elevada de la iglesia. A ella corresponde el mayor protagonismo pero han de compartir la glria. Profetas, reyes, apóstoles, evangelistas y santos se encumbran a los vidrios y allí permanecen regalando a través de sus vestidos, sus coronas, sus rostros serenos, sus instrumentos o caballos, el festival de color que acerca la alegría del paraíso a los hombres de la tierra. Los personajes principales se sitúan en la parte superior y en la inferior los secundarios. Cuatro huecos que se reducen a tres y dos en el presbiterio configuran estas inmensas ventanas, aún ampliadas cuando cuatro, a dos finas bandas laterales que ascienden hasta confluir en las rosas con el auxilio de pequeños triángulos irregulares para otorgar a las vidrieras la armonía del arco apuntado al que se integran.

Como es tradicional en el arte gótico, el lado norte, aquel que no recibe la luz del sol, también se reserva en las vidrieras para personajes del Antiguo Testamento. Pertenecen la mayoría de esta zona al siglo XIV y su discreción es tan valiosa como el lucimiento de otras más brillantes. La colocación de las figuras y los símbolos no es caprichosa sino que obedece a un programa iconográfico trazado según los deseos medievales y el espíritu de aquella Iglesia. Pero no se trata de idnetificar a santos, apóstoles, reyes y clérigos conocidos en todas las imágenes, cuando alguna de ellas tal vez tan solo sea el rostro anónimo de algún prohombre de la época inmortalizado como modelo o tributo a su generosidad. Además no importa tanto su imagen auténtica como la gracia de acercarnos una luz divina.

Todas las vidrieras altas cumplen su función y tienen su belleza, pero por motivos diversos alguna acaparan un protagonismo especial. Por ejemplo, la del árbol de Jesé o la de La Cacería. La primera, que recoge el mítico tema de las escrituras sagradas sobre el origen de Cristo, no es casualidad que se encuentre en el lugar más oriental, el primero que recibe la luz del sol cuando amanece. De finales del siglo XIII, es de las más antiguas y aunque no siempre estuvo en el centro del ábside, ese emplazamiento le conviene. Sus figuras son pequeñas como es querido por las zonas bajas, pero su significación grandiosa. En lugar de un tronco es una rama la que se eleva sobre fondo azul para confirmar la naturaleza humana de Jesús. No es una ascensión huidiza sino armónica. En lo más alto, la rosa corona la escena acogiendo en su interior un Pantocrator salvador del mundo y poderoso Dios. Todo es tan sublime como demanda la fe.

Sobre al vidriera de La Cacería han corrido ríos de tinta alabando su hermosura y tratando de explicar su origen y su significado. Algunos autores le atribuyen un origen profano, tanto por el tema como por la procedencia. Sostienen estos que habría sido hecha para el palacio real de doña Berenguela, destruido en el siglo XIV, y que solo a partir de entonces pasó a la catedral. Para ellos el rey que preside la escena principal se trata, sin duda, de Alfonso X y los hombres a caballo, los perros que los siguen, el halcón o el águila que acompañan a los caballeros, la liebre, el halconero... e incluso el mono montado en un camello son personajes de una cacería.

Para otros, sin embargo, ni la obra es profana ni procede de ningún palacio. Estos dicen que vidrieras con temas parecidos figuran en otras catedrales del siglo XIII como la de Chartres. Apoyan su teoría en que el emperador central no es Alfonso X, sino Carlomagno a caballo y con la corona de espinas de Jesucristo que en sueños le entregó Constantino, y los ángeles músicos y las representaciones de las artes y las ciencias harían alusión a su interés por tales temas, así como su afición por la caza justificaría las escenas que la evocan. Idealizado por entonces, héroe de los primeros cantares de gesta franceses y santo, su presencia era muy grata a la cristiandad del siglo XIII.

Estas versiones y las controversias que provocan otorgan más fama a la vidriera de La Cacería, aunque ella no la necesite. Le basta su belleza, la fuerza intensa de su color, la resistencia tenaz al paso de los años (es de las vidrieras más antiguas) y la multitud de figuras y evocaciones que la vitalizan aún en ausencia de la luz del sol. Situada en el ventanal quinto del lado norte en la parte alta, también se discute su ubicación por el tamaño de las imágenes al lado de hieráticas figuras más grandes y más claras. Pero ella sigue ajena a todo, proporcionando más contraste que inconveniencia a su serie, tanto enigma como claridad, prestigio y gozo a quien la contempla. Íntima, densa y feliz, la dominan tonos azul y rojo, los colores del cielo y de la sangre. Si es dueña de su destino también es dueña de su misterio. Tan solo se supone que Pedro Guillelmo pudo participar en su diseño y configuración. Pues tampoco la fecha de su origen está clara. Mientras unos apuntan al siglo XII, otros aseguran que pertenece a la centuria siguiente.

La catedral se inició por las capillas de la girola y sus vidrieras fueron las primeras en colocarse, allá por los últimos años del siglo XIII, tan citado, tan ambicioso para la iglesia y tan espléndido. Algunos de los vidrios más antiguos, situados ahora en otras partes, pueden proceder de aquí.

En esas vidrieras se recogen figuras pequeñas como corresponde a la serie baja y su objetivo es representar escenas de la vida de Jesús, de la Virgen y de los santos a cuya memoria estaba dedicadas las capillas.

Por ser más viejas que ninguna otra han sufrido más los estragos del tiempo, los elementos y los hombres. Se conservan de las originales solo escenas parciales, restos de vidrios que se han aprovechado en la nueva configuración que le han dado las sucesivas restauraciones, en la propia girola y en otros lugares, como ya se ha dicho.

Su espíritu particular, su aroma, su carácter imprimen a las capillas una personalidad determinada que sin ella sería de otra forma. Dentro del estilo gótico que las domina, en la de la Virgen Blanca el naturalismo y la libertad renacentistas se adueñan del color para hacerse más humanas y más libres. Pero todas son íntimas y serenas como la luz tenue.
Fuera del recinto interno de la catedral merecen nuestra atención las cuatro vidrieras de la capilla del Santísimo o Santiago o Virgen del Camino, antigua Librería. Realizadas por Diego de Santillana en los primeros años del siglo XVI también gozan de influencias flamencas y del Renacimiento. Severos prelados, evangelistas, santas y santos exhiben sus mejores atuendos y una solemnidad grandiosa que no palidece nunca.
Y sobre la puerta que da acceso al claustro, la vidriera de la Virgen del Dado adaptándose dúctil al espacio que le conceden representa a María con su hijo sobre el brazo izquierdo, amparados ambos por un doselete gótico, a un obispo que pudiera ser Cabeza de Vaca y a cuatro hombres que juegan a los dados: uno los tira, otro observa y los otros dos se pelean. Los vidrios han perdido nitidez y su colorido es débil pero fuerte la tradición que representa. Fue realizada en 1454 por el maestro Anequín siguiendo el modelo de los cartones de Nicolás Francés.

Nicolás Francés, tan identificado con esta iglesia como se ve, no solo dejó muestras de su genialidad en el retablo mayor, en frescos y pinturas sino también en las vidrieras para las que realizó varios cartones, dibujados con su maestría, completos los colores y las formas. Algo que parece obvio pero no siempre era así, pues en la restauración del XIX Juan Bautista Lázaro pudo descubrir cómo algunos vidrieros medievales para ahorrar tiempo y pintura utilizaban unos simples signos que situados en cada parte del cartón indicaban el color que correspondía a tal o cual espacio. Así el signo V representaba al amarillo, X al rojo, L al azul...

   Además de Nicolás Francés y Anequín, citados en las últimas líneas, o Diego de Santillana también citado, se tiene constancia de otros artistas y vidrieros que dejaron la impronta de su sueño en la luz y el color de estos cristales. Entre los primeros en llegar durante la dirección del arquitecto Juan Pérez, se cita a Fernán Arnol, Adam y Pedro Guillelmo. Ya en el siglo XV a Juan de Arquer, Valdovín, otro Juan y Gonzalo de Escalante. Un siglo después a Rodrigo de Herreras, autor de la Natividad en la capilla de la Virgen Blanca. Ellos, los actuales, los restauradores Lázaro y Torbado, todos importan por su pericia y por su ingenio pero sobre todo por la función de transmisores entre una ambición de locos y el delirio que hoy nos maravilla, apóstoles de una fe que quiso bajar el paraíso a las naves de una catedral y lo ha logrado.





jueves, 15 de mayo de 2014

EL EXTERIOR

Aunque en la catedral la vida y el milagro se manifiestan dentro, también el exterior ha sabido recrear la dulzura de un estilo que cuanto más divino quería ser más humano nos parece.

Las torres se elevan firmes y solemnes. La del Sur, altiva, se corona con un rico chapitel calado y se ha quedado con el reloj. La del Norte acoge las campanas. Son similares aunque conservan su propia personalidad y la manera peculiar de presentarse al mundo. Compiten entre sí pero se llevan de maravilla y por eso han permanecido juntas tantos siglos. Las dos se independizan del pórtico que da acceso a las naves y así conceden al hastial el privilegio de mirar a la plaza y a occidente luciendo el rosetón y su armonía. Con ese recurso -casi trampa-, la vanidosa iglesia no sólo parece más bella y elegante sino que además ya empieza a engañarnos, coquetea y juega con nosotros abriendo espacios de vértigo en los que delicados arbotantes le confieren un aspecto frágil que no tiene. Animales ágiles como gacelas o poderosos como tigres sostienen sus pesados cuerpos en finas patas. Así los arbotantes de esta catedral que también quería imitar a la Naturaleza nos recuerdan esas bellísimas imágenes donde miembros delgados pero duros como piedras velan por el equilibrio de esos cuerpos. Y no inmóviles siempre aunque a alguno lo parezca. Con un poco de imaginación se pueden ver pináculos que levitan y gárgolas que se enfurecen con la lluvia y muros y contrafuertes que se aproximan o se alejan en una alarde de suprema libertad.

El ábside se encarga de recibir el sol cada mañana y por eso ofrece tantos espacios para la luz. Pletórico de armonía y sublime se encumbra a la muralla y la desborda. Sin estridencias. Quiere ser cabecera de un “reino” y se corona con pináculos que volarían al cielo si no fuera porque tienen muy asumida su misión. En él no todo el espíritu es ascendente y delicado sino también práctico, funcional, dentro de esa belleza a la que no se renuncia en ningún caso, bajo pretexto alguno. Los arbotantes transmiten fuerzas de sujeción y equilibrio pero sin perder tampoco un ápice de elegancia conectan con las gárgolas para servir de desagüe al edificio. El ritmo que adoptan sus posturas no es, por tanto, gratuito. Nada lo es.

A la fachada Norte, oculta por la serenidad del claustro y la sombra permanente, ese apartamiento del mundo le ha permitido conservarse más pura, más auténtica, con la policromía que en el siglo XVI le concedió León Picardo y de la que las otras disfrutaron también pero han perdido, tanto por efectos del tiempo como por vergüenza de los hombres, pues en los arcos de la puerta occidental el color resaltaba cuerpos desnudos de mujeres que el pudor del siglo XVIII no podía consentir. Aún pueden apreciarse, sin embargo, restos de azul y rojo en la puerta del Juicio Final que pintara Nicolás Francés.

La Virgen del Dado (nombre debido a la leyenda) que preside la fachada Norte llenando de orgullo el parteluz, ya nos transmite esa serena elegancia de la escultura gótica, la túnica y el manto plegándose naturales a voluntad del cuerpo, la postura digna y la expresión del rostro esperanzada ante el mundo que la rodea. Una corona y un velo cubren su cabeza y todo en ella es armonía aunque haya quien reniegue de esos pies libres que se adelantan como si quisieran volar, vulneren o no otras lógicas. En la mano derecha sostiene una rosa y en el brazo izquierdo al Niño. El Niño, aún feliz en su inocencia, porta un libro y también nos saluda o nos bendice. Parecen invitarnos los dos a una ceremonia donde se regala paz a cambio tan solo de gratitud.

San Pedro, san Pablo, Santiago, san Mateo y una Anunciación, donde es tan bello el Ángel como la Virgen, adornan con elegancia las jambas que custodian la puerta. Además, sean jóvenes o viejos, dulces o severos, sus gestos transmiten lo que quieren: profundas emociones. Bajo sus pies, castillos y leones conmemoran el nuevo reino. Por amplios que sean los espacios no queda resquicio inútil alguno. El tímpano lo preside un Dios en majestad rodeado de ángeles que parecen sostenerlo, y otros ángeles que no son ángeles sino evangelistas con alas y los símbolos correspondientes al Tetramorfos.

En las arquivoltas siguen el color y el ritmo dorando los arcos que decoran hombres y mujeres. Los primeros son clérigos o artesanos. Las segundas, vírgenes. Hay un ángel alegre, pleno de felicidad y gracia como corresponde a su categoría, Ángel de la Anunciación o Ángel de Reims por el gran parecido con ese ángel francés. Tal vez incluso se trate del mismo ángel que ha venido a visitarnos y no va a cambiar de rostro solo por cambiar de país.

La fachada meridional nos ofrece tres portadas. Sobre ellas se levanta un hastial perfecto y renovado pero fiel, y a su izquierda la famosa “silla de la reina” que realizara Jusquín en el XV. En la portada central, llamada de la Revelación, un Cristo severo y sentado sostiene sobre la rodilla izquierda un libro y nos bendice o revela la Doctrina a los aplicados evangelistas que la escriben acompañados por el ángel, el buey, el león y el águila, símbolos y personificación de los cuatro (san Mateo, san Lucas, san Marcos y san Juan), configuración del Tetramorfos, tema medieval que con tanta frecuencia se repite en el arte gótico cristiano, por lo general en torno al Pantocrator. Bajo ellos, aquí se mueven los apóstoles. Sobre ellos vuelan ángeles protectores y piadosos en cuyas alas, a veces, se posa una paloma. Pero no acaba el ensueño. Siguen ascendiendo los arcos. Y ángeles, más ángeles, venerables ancianos y reyes optimistas que, sentados, perseveran en arrancar algunas notas a sus duros instrumentos, llenan de ilusión las arquivoltas. También recibe el nombre de Apocalipsis, ese libro “profético” de san Juan que trataba de infundir esperanza sobre el destino último del mundo de los cristianos en un momento de la historia en que les era necesaria.
La escultura gótica se empeñó en escribir la Biblia en piedra y en esta catedral a fe que lo consigue. La intención era reflejar en el Sur, que recibe el sol, el Nuevo Testamento, y en el Norte, siempre en sombra, el Antiguo. Todo adquiere un significado al que ha de servir. Otros motivos, otras disculpas y otros personajes irían también ampliando la propia personalidad del monumento.

San Froilán, patrono de la diócesis, insigne obispo que gobernó la iglesia legionense del 900 al 905, preside el parteluz de esta portada meridional y es su gesto, aunque severo, muy humano. La Virgen de la Anunciación, los reyes Magos y el profeta Samuel descansan adosados a las ajambas, menos verticales, menos firmes, con una cortesía y una suavidad que anuncia a los fieles que no teman el rigor del viejo obispo. Las esculturas góticas se comunican con la amabilidad que para sí quisieran algunas personajes. A la izquierda, jambas y tímpanos exentos de figuras no pierden armonía y su sencillez, tan sólo decorada en los arcos por una sucesión continua de castillos y leones y una parra con las hojas y las uvas, la hace más profunda. Es una puerta limpia y serena como la propia catedral que aquí renuncia a otras ambiciones. Sólo en la sencillez de la madera se nos revela la muerte.
A la derecha, el mismo san Froilán que antes presidiera el parteluz de la central cobra nuevo protagonismo en el tímpano donde se representa el traslado de sus reliquias desde el monasterio cisterciense de Moreruela a la catedral leonesa en que estuvieron antes de que Almanzor atacara la ciudad. Las imágenes de piedra donde vemos el cortejo fúnebre, a pesar del daño de tiempo y la erosión que les han robado presencia a las figuras, nos dan fe de la majestuosidad de aquel traslado que Lucas de Tuy describe como de “grandísima pompa, y aparato” y cuando la emoción lo domina: “acaeció una cosa maravillosa... en todo el camino por donde trahian aquellos huesos sacratísimos et por allí alderredor llovía miel en tanta abundancia que de los árboles et de los cabellos de los hombres, et de los animales corrían arroyos de miel”. Bajo el tímpano, la puerta tapiada es un símbolo más que sostiene esa escena tan dulce y piadosa.

La luz del sol no se detiene en el Sur.

El pórtico que mira a occidente atesora la solemnidad de un elevado recibimiento. La imagen de la Virgen Blanca (cuya figura original realizada por autor anónimo en el siglo XIII, descansa en su capilla) nos recibe bajo un fino doselete gótico. Su rostro joven y bello transmite la emoción de la madre que sostiene en brazos a su hijo. No es altiva pero sí elegante. Cubre su cabeza una corona y un fino velo que antes de descansar sobre sus hombros nos descubre las ondas ocultas de su melena. La túnica se adapta a su postura y la del Niño, un niño alegre que saluda aunque algunos quieran pensar que los bendice (una vez más la generosidad expresiva nos confunde) y sostiene en la otra mano una bola que igual pudiera ser una pelota que el globo del mundo a una escala asequible. Ella es la protagonista de esta portada. Si su boca quisiera hablar no nos diría más de lo que dicen sus cerrados labios juveniles. Por eso siempre que nos acercamos a la catedral nos roba la atención. Ha sabido quedarse y transmitirnos esa imagen de esperanza tan querida a las vírgenes del gótico. Andrés Seoane volcó todo su ingenio en esta copia. Una vez admirada su dulzura se ofrece a nuestra vista el resto de la puerta del Juicio Final, escena representada en el tímpano. Momentos del paraíso y el infierno, cuerpos llenos de gozo o devorados por fieras monstruosas o las calderas completan la representación dramática. Podemos cerrar los ojos unos segundos y trasladarnos al espíritu que animaba aquellos tiempos. En la parte superior un Cristo en majestad, dos ángeles... Sobre firmes pilares, en las jambas a ambos lados de la puerta, los apóstoles solemnes dan testimonio de una ilusión que ellos vivieron y desean compartir. Finos doseletes góticos los coronan. Y a lo largo de las arquivoltas, ángeles, reyes, príncipes y una vez más seres monstruosos ávidos de sangre y carne humana siguen contándonos la historia que iniciara el tímpano. Hay rojos, azules y restos de trazos en dibujos florales en el intradós de los arcos, recordando la vieja policromía.

Las otras dos puertas de este pórtico son las correspondientes a san Juan y san Francisco. En la primera volvemos a ver, como en la Sur, a reyes tocando arpas, violas, laudes... encaramados a las arquivoltas con gran naturalidad. Otras molduras también muestran personajes y escenas conocidos de la Biblia, ministros de la Iglesia. La central revive momentos de la vida de san Juan. En el dintel hay ángeles que miran, sueñan o se mueven. Y en el tímpano escenas prodigiosas de la vida de Jesús y de la Virgen: la Adoración de las Reyes, la Visitación, el Nacimiento, la Huida a Egipto, la Matanza de los Inocentes en el ángulo superior del arco... Todo natural como un episodio cualquiera de la vida. En las jambas un rey más pequeño que los otros reyes y los santos a quienes ha de hacer compañía y exhibiendo una poderosa espada en su mano derecha y una balanza fiel en la izquierda aporta un toque de inquietud al sereno equilibrio de la portada. Él es más joven, más nuevo, “más justo” y más grave, sin embargo. Ni san Pedro ni David ni san Juan, ni siquiera Salomón se sorprenden. Lo respetan pero ni lo miran. Realismo y piedra para contar una historia leída entonces con la fidelidad que se le debe a un libro sagrado.

En la puerta de san Francisco se viven la gloria y la tragedia: Coronación y Exequias de la Virgen. Figuras principales con gran fuerza y ángeles que se adaptan a la armonía del triángulo. En la parte inferior la Virgen yace sin vida y los apóstoles le rinden el último tributo. Nubes cubren sus cabezas para acceder a un cielo donde Dios hecho hombre y rey bendice la coronación de su madre. Y fuera ya del tímpano, en los laterales que rodean la puerta y completan la serie que recorre el pórtico, Isaías, Juan, la reina de Saba, Simeón, la sibila Eritrea, Jesucristo, cada uno fiel a su temperamento, nos contemplan con una humanidad y una paciencia dignas de elogio, posados en firmes pedestales. Por las curvas suaves de los arcos vuelan ángeles y las vírgenes prudentes y las necias nos recuerdan la parábola de san Mateo en que se invita a un celo y una prudencia permanentes apara acceder al paraíso, pues mientras las prudentes estaban vigilantes, las necias, debido a su descuido, debieron ir a la tienda en busca de aceite para sus lámpara, “llegó el esposo y las que estaban prontas entraron con él a las bodas y se cerró la puerta...”. Todo es místico y mágico a la vez.

En esta rica fachada que mira la plaza de Regla, no podemos olvidar una columna llena de historia. Más pequeña entre las demás columnas, la inscripción Locus Appellationis rememora el sitio donde los cuatro jueces del rey, de la iglesia, de los nobles y del pueblo resolvían los casos de apelación como recuerda el fuero leonés. Fue colocada allí en el siglo XV.
Ni tampoco debemos olvidar las figuras más expuestas al viento y la intemperie, ni los ricos follajes que adornan muros y arquivoltas, ni los pequeños arcos ciegos inferiores, ni la madera tallada de las puertas, ni el silencio y la magia que las inunda y entra y se posa y sale en los rostros y los ojos de la gente como un regalo más de este misterio.

Pero debemos aclarar que no sólo las esculturas, los hastiales o las torres le dan belleza y armonía exterior a la catedral. Todas las piedras se encuentran, se encumbran y se contorsionan o se besan en un equilibrio temerario que busca el más difícil todavía. En cada espacio conformado, en cada filigrana, en cada vacío se vive el vértigo que nos seduce y nos invita a ascender. Pináculos, chapiteles, agujas o desagües, contrafuertes, arbotantes, cruces, arcos o figuras, huecos, campanas, el reloj y hasta el tejado, las nieves del invierno o el viento que la sopla o las cigüeñas que la habitan o los ojos sorprendidos que la miran son imprescindibles. Nada es superfluo o arbitrario en esta sinfonía inacabada y sublime, de un blanco ligeramente tostado por el sol, débil y enfermiza, lo que le confiere más belleza, esa frágil y encantadora feminidad de una dama romántica que sufre y bajo sus ojos que lloran y una piel que se lamenta vemos el deseo de una mujer que quiere que la quieran. Tan dolida y a la vez tan elegante y arriesgada, quién no va a quererla.



lunes, 12 de mayo de 2014

LA CONSTRUCCIÓN

A dos obispos, Manrique de Lara y Martín Fernández corresponde un protagonismo decisivo en el impulso de las obras de la que iba a ser la nueva catedral gótica de la capital leonesa. Ellos no sólo atesoraban la fe, el dinero y las ideas, sino que se encargaron de traer de Francia a los mejores canteros, arquitectos y artesanos formados en los prestigiosos talleres de Reims, Amiens, París...

Manrique de Lara, ilustre miembro de una familia noble, lideró en los últimos años del siglo XII el ideal de la nueva fe que llevaría a derribar la aún magnífica iglesia románica para iniciar sobre sus ruinas la ambición que demandaba el gótico. Reinaba entonces Alfonso IX y, aunque lejos el reinado del esplendor de años precedentes, en los más de cuarenta años que duraría el mandato del que iba a ser el último rey leonés, “nunca fue vencido en el campo de batalla, permaneciendo siempre victorioso en las guerras que sostuvo frente a cristianos y sarracenos”, según Lucas de Tuy. En 1188 le alcanzó la gloria de convocar en san Isidoro de León las que pueden ser consideradas primeras cortes democráticas en la vieja Europa. Obispo y rey se comprendieron y apoyaron siempre, pudiendo así iniciar el primero un sueño que se detuvo con su muerte en 1205. Berenguela, la reina, compartía ese sueño.

Años de pobreza y mal gobierno siguieron en la diócesis, las ilusiones tuvieron que atemperarse y las obras esperar otro impulso que las elevara a donde ambicionó Manrique.

Martín Fernández ocupó el trono episcopal en 1254, en medio de una crisis general que había afectado también a la iglesia, sobre todo a la iglesia. Hombre de confianza de Fernando III, el rey santo que unió de manera definitiva los reinos de León y de Castilla y a quien se atribuye el honor de haber colocado la primera piedra de la catedral leonesa tras el largo y oscuro paréntesis que inició la muerte de Manrique de Lara, sería, sin embargo, en tiempos de su hijo Alfonso, coronado en 1252, cuando llegaría a la diócesis con todas las bendiciones también del nuevo rey. Alfonso X el Sabio, hombre de letras sensible y culto, amigo personal del obispo Martín, le concedió su ayuda moral y económica propiciando la exención de deudas, la afluencia de tributos y privilegios que jugarían a su favor. Su largo episcopado iba a significar una inflexión notable en aquella decadencia. Cuatro años después de ser entronizado, los obispos del reino congregados en Madrid decidieron la concesión de indulgencias a los fieles que contribuyeran según sus posibilidades en la construcción de la catedral de santa María. Acto que se repitió en 1274 con motivo del concilio general celebrado en Lyon.

Martín Fernández compartía las ambiciones del gótico para esta iglesia y supo mover, sin duda, entre prelados y reyes, los hilos que hicieran posible el sueño que ambicionaba. Pero también el pueblo -todo el pueblo- se volcó, cada uno en la medida de sus posibilidades, para lograr que su fe, tan grande, fuera acogida en un templo a la medida de esa fe.

Así, con ese ánimo, aquellos donativos, la buena gestión espiritual y económica del obispo leonés y la generosidad comentada de los reyes en una labor que les asegurase el cielo (Alfonso X, además de la buena sintonía y el apoyo personal a Martín Fernández, entregaba 500 maravedíes cada año en su codicia por ganarse el paraíso), se pudo ir conformando a lo largo de ese siglo XIII resplandeciente, intelectual y culto, el núcleo esencial de la iglesia. Los últimos años de la centuria querían resarcirse de la parálisis sufrida en los primeros y surge así, con la explosión de quien ha estado esperando con ansiedad, una labor frenética que unida al entusiasmo del pueblo irían conformando piedra a piedra una de las ambiciones más altas que ha concebido el ser humano. Se puede decir, sin miedo a exageraciones, que la catedral de León es el final feliz de todos, nobles y plebeyos, clérigos, obispos, reyes, peregrinos, miserables en busca de amparo, de fantasmas...

Llegaron el maestro Enrique y años después Juan Pérez. Llega también con ellos el nuevo espíritu que inunda Europa. Son años de influencias e intercambios. Artesanos y arquitectos son tan cosmopolitas como pueden serlo y lo que aprenden en un lugar enseguida lo aplican en otro. Santa María se despereza definitivamente del prolongado letargo. Se inician y se acaban las capillas de la girola, la capilla mayor, las torres... Arcos, bóvedas y ventanas se abren, se elevan y se comunican entre ellos antes de dirigirse a dios. Lo hacen temerarios pero seguros porque afuera, donde el peligro pudiera amenazar, ya arbotantes y contrafuertes les prestan el auxilio que necesitan. Tan larga espera empieza a dar sus frutos y lo sueños se van convirtiendo poco a poco en realidad.

Aunque la dirección del maestro Enrique se detuvo en 1270 y la de Juan Pérez en 1296, el proyecto es imparable. Se quiere entrar en el nuevo siglo con la obra concluida, con ese sueño que empezó a fraguarse en la anterior centuria tan virgen como el primer día pero también concreto a los ojos de los hombres que desean compartirlo. En 1302 el obispo Gonzalo Osorio, que había accedido a la silla episcopal un año antes para sustituir a don Fernando, un obispo oscuro entre dos obispos brillantes, declara que la catedral se halla en buen estado y un año después afirma: “la obra ya está hecha gracias a Dios”. Y a pesar de que aún han de seguir épocas de dedicación y esfuerzo en una catedral eterna que no ha dejado de hacerse a lo largo de los siglos, se pueden considerar sus palabras el ramo de laurel que corona el éxito.


sábado, 10 de mayo de 2014

ANTECEDENTES HISTÓRICOS

El lugar donde se asienta la catedral de León es el más alto de la ciudad.

Despejado y sereno, privilegiado receptor de luz y vientos favorables, aquí estuvieron las termas romanas cuando la Legio VII Gemina, Pia, Felix, fundada por Augusto, ya en España, decidió crear esta población en “sitio llano, fértil y delicioso”, en medio de dos ríos y a una distancia prudente y accesible de las dos regiones más rebeldes al poder de Roma (Cantabria y Asturias), cuyo dominio también pretendía el Imperio. Corría por entonces el año 74 de nuestra Era.

La legión le dio nombre a la ciudad y en ella vivieron caballeros notables, desde el Legado Augustal, ”cuya jurisdicción -como dice Manuel Risco- era inmediata a la potestad del emperador, y comprehendía todos los negocios militares y provinciales”, hasta los nobles que acompañaban al ilustre Presidente de Provincia o los que componían la corte del Prefecto, y por supuesto, los soldados que formaban el ejército más poderoso de entonces.

Las termas para los romanos ostentaban una condición social de primer orden y todas sus ciudades las tenían e, incluso, los campamentos militares. Salubres, plácidas y bellas eran decoradas con motivos que reproducían escenas alusivas a los baños y las aguas. En 1884 fue hallado en el crucero de la Iglesia de León un mosaico donde algas y peces le otorgan vida a un mar sereno. En las excavaciones de 1996, con el fin de peatonalizar el entorno de la catedral, han aparecido valiosos restos, unos correspondientes a las letrinas y otros a muestras tanto del pavimento de ladrillo que discurría entre canales y muros formando espinas de pez (opus spicatum) como del realizado con argamasa de cal y ladrillo machacado y que recibe el nombre de “opus signium” por ser originario de la ciudad de Segni, antigua Signia. También en la cripta abierta y ahora visitable (?), al lado de estas huellas de aquel tiempo, se pueden contemplar algunas piedras y un murete de la primitiva muralla romana del siglo I.

Restos todos que nos hablan de los hijos de un pueblo contradictorio, lleno de sombras pero también de luces y una enorme ambición. A ellos corresponde el mérito de descubrir este magnífico emplazamiento para las obras más emblemáticas de la ciudad.
“Esta es la cima de León. Solemos
subir de la ciudad hombres cansados
a beber cada noche esta frescura
y sentir en silencio las estrellas”
(Gamoneda)

Se cuenta que los godos en su época de dominio contaron allí con aula regia. Y algunos siglos después, mientras los moros ascendían buscando ansiosos el norte de la península, Ordoño II llegó de Galicia para recoger la corona del nuevo reino libre tras la muerte de su hermano García sin descendencia.
El que iba a ser gran monarca para León, padre de cinco hijos -más o menos-, esposo de tres mujeres : Nuña Elvira “a quien amaba tiernamente”, Aragonta, a la que repudió, imaginamos que porque no la amaba tanto y además “porque no era de su gusto” según Sampiro, y Sancha de Navarra; rey activo y emprendedor de “corazón bravo y colérico”, más amigo de la guerra que del descanso, sin embargo contó en el mismo lugar que los romanos dedicaron en su día al cuidado de la piel y los sentidos, el palacio donde buscaba sosiego y paz tras las batallas.

Ese palacio, residencia de reyes desde antes de ser León reino pero ya residencia favorita de los monarcas asturianos, fue el germen primero de la catedral antigua y por tanto también de la que sobre ella se iba a iniciar trescientos años después.

El rey leonés que iniciaba un siglo de esplendor en los años oscuros del milenio, ganó gloria en su guerra contra los moros pero también hizo partícipe de ella a la capital legionense, engrandeciendo su diócesis, enriqueciendo la corte, las iglesias, llevando su trono a otro palacio y dotando a la ciudad y al reino de un orgullo difícil de igualar.

La historia, el rumor y la fantasía se mezclan con descaro en el recreo de aquellos tiempos y como tan válidos y queridos nos pueden resultar unas como otro nos importa hacernos eco de todos ellos. Dice Cabrera, el escritor cubano: “Plutarco, el biógrafo más importante de la antigüedad, se fiaba más de los rumores que de las fechas”. Y John Ford aconsejaba -no sé si también lo escribió Cabrera-: “entre la historia y la leyenda siempre hay que elegir la leyenda”.

Procuraré, sin embargo, atender la voz de los historiadores. Algunos de ellos afirman que Ordoño II a su regreso victorioso de la primera campaña militar a Mérida como rey de León contra los musulmanes, agradecido a Dios por la suerte en el conflicto, decidió donar su palacio real para que sobre esas piedras y esa leve ondulación magnífica que se eleva y se comba como la grupa de un caballo en la zona más noble de la ciudad, se levantara un templo en honor a la Virgen. Hay quien asegura que vendió parte de sus joyas y tierras para sufragar la obra. Otros dicen que el generoso gesto le sobrevino tras liberar de asedio el castillo de san Esteban de Gormaz. “Concluida esta expedición se volvió don Ordoño á León rico de despojos, y alegre con el triunfo; y deseando mostrarse agradecido a Dios por el beneficio que acababa de recibir..., pensó luego en ordenar y aumentar el culto divino en la Iglesia principal de su corte” (Sampiro). Y hay incluso quien sostiene que ni siquiera llegó a ser el rey quien donó el palacio, sino que un antiguo abad del Monasterio de san Pedro de Eslonza, que servía a sus órdenes como Mayordomo, fue el osado que tomó tan arriesgada decisión.
Partía Ordoño para una de sus múltiples expediciones cuando sugirió al clérigo levantar una gran iglesia en la ciudad y éste, apreciando la ubicación y trazas del palacio, se le ocurriría elegirlo como emplazamiento. Suntuoso, bien situado, con tres grandes salas como tres naves de techos abovedados, el Mayordomo pensó que todos eran designios de un poder supremo para que intercediera de forma definitiva en el cambio de espíritu de un lugar que desde el subsuelo de los baños y la horizontalidad del lujo y el recreo elevara su condición como símbolo máximo de fe, aun a expensas de dejar al rey sin morada. Con una rapidez asombrosa facilitada por la particular estructura del edificio, con sólo colocar los altares y algunos arreglos más, el atrevido Mayordomo conseguiría el cambio de uso y condición con un resultado tan espléndido que el sorprendido Ordoño, visceral, tras la ira del primer momento, supo comprender e incluso aplaudir la nueva obra y, auxiliado por su espíritu cristiano, perdonar tamaña osadía.

Versión fantástica y por tanto muy querida y tan posible como cualquiera otra, sin duda es arriesgada, máxime teniendo en cuenta el bravo carácter del rey y el eco de otros rumores y escritos que no sólo contradicen esta hipótesis sino que abundan en el carácter voluntario de la donación por parte del monarca y significan su gran enojo contra el Mayordomo, llegando a amenazarlo de muerte, no por lo dicho sino por lo contrario, la tenaz resistencia que oponía a la decisión de donar el palacio real para iglesia mayor.

Sea como fuere, lo cierto pudiera ser que bajo el reinado de Ordoño II se inicia la construcción de la primera catedral leonesa. Y si o fue así, otros autores sostienen que ya en el siglo IX, su abuelo Ordoño I donó el palacio para levantar la iglesia y que al ambicioso nieto sólo le cupo la gloria de falsificar las escrituras para inscribirse en la historia como autor del generoso gesto.

Prerrománica o románica, de ladrillo y ambiciosa, a engrandecer su espíritu llegaron pronto las reliquias de san Froilán, eremita durante años en el monte Curueño y más tarde obispo de León y santo. También sus piedras gozarían el honor de contemplar y ennoblecerse con las coronaciones respectivas de reyes tan queridos y admirados como Ramiro II o Alfonso V. Cuando en 924 Ordoño muere en Zamora, sus restos son trasladados a la catedral donde aún descansan con todo el honor que se merecen.

Así, con esa dignidad y otras más humildes con esfuerzos, gracias, “milagros” y un afán infinito ha ido sosteniendo la seo leonesa la creencia de los fieles a pesar de las feroces acometidas que le iría tocando en suerte vivir. Gobernaba entonces la diócesis el obispo Frunimio, quien en 928 decidió dejar en herencia a la catedral joyas, valiosos objetos de plata, libros, vino y una huerta recibida de sus padres para él retirarse al monasterio de santa María de Bomba en la provincia de Valladolid y dedicar su vida a la meditación y el diálogo íntimo con Dios.

Después de haber salido León con empuje del siglo IX y gozar la gloria en el décimo -Sánchez Albornoz escribe: “el rey Magno, en un salto de tigre, extendió sus estados hasta el Mondego, el Duero y el Pisuerga; León dejó de estar amenazada; al desplazarse hacia el Sur la raya fronteriza, pasó a ser centro político del reino, y en adelante se convirtió en la capital de la joven y fuerte monarquía, en que se fundieron sangres, ideas, costumbres, normas jurídicas, instituciones y formas artísticas de abolengo romano, de raigambre visigoda y de origen árabe. Durante el s. X, León fue la población más importante de la España cristiana”-, los últimos años del siglo, sin embargo, no resultaron en absoluto positivos para la ciudad ni para su principal templo.

Gobernaba el reino leonés un debilitado Vermudo II a quien hostigaban sus propios nobles, especialmente bajo la inspiración o el mando directo del conde de Saldaña, ambicioso de la corona para su nieto. Esa circunstancia favorable fue aprovechada por el ejército musulmán que a las órdenes de Abi Amir (el Almanzor de las crónicas cristianas) sitió León en 986 y tras duros meses de asedio emprendió violentas incursiones que dañaron sus puertas, sus murallas y sus edificios más queridos, intentando arrasar cuanto encontraba a su paso. La iglesia, sin embargo, fiel al pueblo y su carácter, resistió con valentía aunque quedaron las huellas terribles de la guerra grabadas en sus muros. Y no cesaron ahí los ataques de los invasores. Alguna crónica nos habla de una ciudad muerta, casi fantasma tras la ofensiva del heredero Abd al-Malik en los primeros años del siguiente siglo.
No obstante, las diferentes ofensivas la dejaron al borde de la destrucción, malherida, abocada a una miseria que a duras penas paliaban los generosos esfuerzos y las donaciones en que los fieles se volcaron tras el desastre que siguió a las sucesivas incursiones de Almanzor y su hijo. “Las capillas amenazaban ruina, los altares estaban descompuestos, las paredes desnudas y maltratadas con las copiosas lluvias, los Canónigos sin casas, y oficinas y el templo sin los libros y ornamentos necesarios”, nos cuenta el Padre Risco en “España Sagrada”.
Tiempos difíciles aquellos. El abismo a los pies y aún tanta grandeza. Pero resistir es vencer. Y las cenizas no se apagaron totalmente. Ni la fe de los sufridos ciudadanos. Pronto soplarían otros vientos. Llegó la paz, años de sosiego y toda la esperanza imaginable, y con ellos don Pelayo, un obispo que desde que en 1073 (ya con el gran Alfonso VI en el poder) se hizo cargo de la diócesis leonesa, se se enamoró de la ciudad, de su templo y del futuro que querían. Y como el amor obra milagros, él, generoso y decidido, no sólo puso las riquezas de que disponía al servicio de una ambiciosa restauración, sino que usó de su influencia para que los fieles, los nobles, los señores, todos aquellos que tuvieran medios y devoción cristiana (de eso no faltaba) los pusieran también al servicio de causa tan solemne. Logró aunar voluntades y reunir una buena suma de bienes y dinero. Con ellos acometió la rehabilitación de los muros y altares, dotó una rica biblioteca y alrededor de la basílica hizo levantar claustros y dependencias donde los canónigos pudieran desarrollar su vida con la dignidad que les regalaban los tiempos. Así quedaba definitivamente configurada la iglesia románica que daba continuidad a la primitiva de Ordoño II y se preparaba para encarar el futuro.

Y también de ese modo sereno y eficaz, con esas trazas, esa ilusión, ese silencio y ese esfuerzo que ayudaron a vencer las peores aventuras y los años más difíciles, se iría entrando en el siglo XII que iba a traer nuevos aires para una fe que crecía y un anhelo que buscaba con fervor la luz tras surgir de las tinieblas.

Todo será distinto desde entonces, más vertical, más sublime y ambicioso.