domingo, 23 de enero de 2022

 

MANSILLA DE LAS MULAS

Una muralla de chopos altísimos en la ribera del Esla esconde la muralla antigua de piedra edificada en tiempos medievales y defiende al pueblo con una nueva fortificación de color verde que llegando por el Norte solo permite ver con claridad las torres majestuosas de las iglesias de santa María y san Martín, donde establecen sus nidos las cigüeñas sin robarle solemnidad a las cruces que coronan las picotas. Es Mansilla una estampa original del tiempo en la que juegan sin estridencia la tradición, la hospitalidad, el comercio, la ruta, la añoranza y un horizonte libre que se abre inmenso, prudente y amarillo camino de Castilla.

Los romanos de la Legio VII Gémina establecieron aquí -“a un día de viaje” de León y a poco más de una hora a pie de Lancia, la más importante de las ciudades “astur-romanas”-, una mansión militar para descanso y reposo de los guerreros en una de las vía principales de Roma a España, y la llamaron Villalil. Ellos levantaron las primeras fortificaciones y los Cubos que situados en lugares estratégicos y precisos lograron entenderse con el río para defender en solidaria armonía a un pueblo que comenzaba a escribir una larga historia sin ser consciente de ello. Aun así los godos de Witiza y más tarde los moros de Almanzor acabarían llegando a devastar todo aquello que había erigido Roma.

Sin embargo, cada siglo, cada imperio ha dejado sus huellas, sus heridas. La mansión se convertiría en Mansilla, y Fernando II puede que levantara o reconstruyera primitivas murallas, lo cierto es que la repobló con gentes traídas de diversos lugares y le concedió fueros. Tarea repobladora que por cierto continuó su hijo, el gran Alfonso IX. Otros reyes y señores se acercaron a ella con distintos talantes e intenciones. Pero a todos ha sobrevivido y de cada uno guarda memoria.

Yo no accedí a Mansilla de las Mulas por el Norte a través del puente que cabalga el Esla como un amante tranquilo que parece exhausto, lo que resulta comprensible después de más de ocho siglos abriendo sus ocho ojos a las aguas del más impetuoso de los ríos leoneses. Al visitarla en año jacobeo, opté por rodearla entrando al estilo de un peregrino cualquiera por la Puerta de Santiago o del Castillo, de la que ha desaparecido no solo el castillo sino también el arco y solo permanecen dos brazos poderosos de piedra dañados por el tiempo y el vacío. En cambio en la plaza a que da acceso pude encontrarme con el típico crucero de la Ruta Compostelana sombreando una base escalonada en la que descansan del duro camino tres peregrinos jóvenes esculpidos a tamaño natural. Mansilla rinde tributo al Camino que conduce a la tumba del apóstol en Santiago porque gracias a él ha recogido también algunos de sus mejores frutos.

Varias sorpresas pueden aguardarte a la vuelta de cada esquina. Pero lo que a mí más me sorprendió de esta villa tranquila que huele a viento seco y placidez en las tardes de verano, fue el hecho de que la adornen diez plazas que son como diez matices distintos de un mismo rostro pleno de expresividad y de esa belleza apacible y espontánea que conceden los años. La plaza de la Cebada, pequeña, recogida y austera, un caño y tres bancos de color verde en los que reposa el silencio. La plaza del Pozo, en el centro del pueblo y presidida por el edificio del Ayuntamiento, los antiguos soportales, el comercio y el bullicio de gente de todas las edades que por esa zona se mueve, se ve, se cruza, se habla o, simplemente, se contempla.

Aquellos a quienes pregunto añoran el esplendor de los años pasados cuando acudían en masa los veraneantes a disfrutar de su clima, de su río, de sus comidas, de una hospitalidad ganada a base de empeño y tradición como punto de descanso y refugio obligado en el Camino. El Año Santo no ha hecho el milagro. Los peregrinos son aves de paso que ennoblecen el paisaje y muchos de los asturianos que tanto fervor demostraron siempre por la villa, han preferido buscar nuevos destinos. Sin embargo, y aunque aún nos encontramos a media tarde, la Calle del Puente, sombreada, tranquila y serena, muestra una vida y un ambiente inesperados. Al final de la calle se divisa a tres niños jugando en los columpios de la Plaza del Grano. La tarde allí crece y se apodera de otras calles próximas y se esconde en los soportales y se desborda por la hermosura abierta en el hueco íntimo del Postigo, que como un sentimiento hondo busca las inmediaciones del río. 

Un hombre subido en un andamio endeble trata de fijar en la fachada de su casa un farol y compone una estampa de antiguos tiempos. Se siente en esa plaza una mezcla confusa de placidez y de desgana. En la fuente que la preside, apoyada sobre cuatro leones recostados con gesto humilde, las gotas de agua que rebosan la pileta superior de la fuente saltan a las piletas inferiores como niñas diminutas que se lanzaran de cabeza a una piscina.

Aprieta el calor y decido sentarme en uno de los bancos de esa plaza del Grano, a la sombra de uno de los árboles. El mismo en que se sientan Silvia, Lorena y Conchi, unas chiquillas encantadoras que estudian en el colegio “Pedro Aragoneses” y que con su gracia y la espontaneidad que solo se tiene a los catorce años, me hablan del pueblo como si hablaran de algo mágico. Sus palabras, silenciadas a veces a causa de la risa, adquieren tonos delicados y muy bellos e irradian esa magia literaria propia de la fantasía adolescente. Mansilla, entonces, a través de sus ojos me parece un sitio nuevo casi desconocido, mucho más hermoso. Me indican que visite las plazas que no he visto todavía, que suba a lo alto de los Cubos (si me atrevo) para contemplar desde allí, como un rey antiguo -lo del rey lo pienso yo-, una privilegiada panorámica del pueblo. Pero no se limitan a las recomendaciones. Me acompañan hasta el río, a la fuente “Los Praos”, donde turistas en bañador descansan en el verde y toman el sol a orillas del Esla. 

Siguiendo sus consejos me acercaré hasta El Merendero en la calle del Peregrino, que extendiéndose sobre una explanada de praderas verdes al lado de la muralla conserva en sus bancos de madera, en su entorno y en la rana de hierro con la boca abierta al cielo, todo el sabor de las tardes de pueblo en los meses de verano. 

En ese punto las chicas se despiden amablemente de mí, pero antes me hablan de las fiestas, de los bailes en las plazas, de la feria del tomate en que se exhibe y se honra el más típico de sus productos, del “Descenso del Esla” en el que embarcaciones de todo tipo, construidas por los propios participantes con imaginación e ingenio se hacen al agua en una competición que se remata una vez en tierra firme con otro original concurso de tortillas en el que se premiará la mejor hecha. Recuerdo que me hablaron de otras curiosidades y anécdotas a las que puede que no prestara la debida atención. Lo más importante, sin embargo, es que enriquecieron de una manera extraordinaria la imagen que yo me había formado de Mansilla, porque este pueblo antiguo cercado por murallas de chopos y de piedra, pletórico de historia y parada obligada en el Camino, aunque hermoso, gana un sabor distinto, una esperanza nueva cuando se puede ver como lo ven los ojos sabios de unas adolescentes. Ellas atesoran el milagro que necesitan los pueblos viejos para poder mantenerse vivos.