lunes, 10 de mayo de 2021

 LA BAÑEZA


La Bañeza igual que Astorga ha sido y es -a pesar de la muerte del tren de la Ruta de la Plata, acaecida en 1983 después de casi cien años de vida- un importante nudo de comunicaciones en el que se entrelazan los caminos que conducen a Galicia y a Madrid, al resto de León y por Sanabria a Portugal. Y también, como la capital maragata con la que siempre ha mantenido una noble rivalidad incluso en el arte, contratando maestros arquitectos que habían trabajado en importantes obras de Astorga para que dejaran sobre su piel las huellas de sus dedos, guarda en sus piedras, en su origen y en su memoria el recuerdo de antecedentes astures y romanos.


Los beduinos o bedunenses, tribu de los astures, fueron los primeros pobladores de este lugar al que decidieron dar el nombre de Bedunia en un punto próximo al que hoy ocupa San Martín de Torres. Integrado en el que se denomina Conventus asturiciensis con capital en la vecina Asturica Augusta, tras años de abandono y despoblamiento, parece ser que fue el conde Gatón quien avanzando con sus tropas desde tierras bercianas en su tarea repobladora, decidió volver a situarla en el mapa, allá por el siglo IX. Un siglo después adquiría el nombre de Vanieza que por diferentes modificaciones lingüísticas daría en la actual La Bañeza, aunque hay quien busca el origen de su nombre en Bani Eiza, un asentamiento primitivo ocupado por mozárabes cordobeses durante la Alta Edad Media. 

Sea como fuere, lo cierto es que La Bañeza hoy es un nombre que identifica a un pueblo comercial, laborioso, divertido y abierto, convertido en ciudad por Real Orden del año 1895 bajo el reinado de Alfonso XIII, y centro de una comarca que gracias en gran mediada los regadíos y las aguas que les llegan del Órbigo, el Tuerto, el Duerna y el Eria ha conocido épocas de merecido esplendor. Mucho antes, otro rey, Alfonso VIII, le había concedido ya el título de muy leal después de la Batalla de las Navas de Tolosa en la que algún o algunos bañezanos ilustres y guerreros colaboraron con encomiable entrega a la derrota de los almohades. Y en 1556 uno de los herederos de la Casa de Zúñiga recibió el marquesado de La Bañeza. 

Como se ve, acumula este pueblo leonés años, tradiciones e historia. Ambicionado por astures, godos y romanos, recibiendo los ataques de moros y franceses, nunca se ha permitido desfallecer. A sus puertas se cuenta que recibió Napoleón el último día del año 1808 la noticia de que el emperador de Austria había roto las hostilidades. Iba camino de Astorga persiguiendo a los bárbaros ingleses del general Moore y decidió regresar de inmediato a Francia, lo que pudo cambiar de manera notable el curso de la guerra de la Independencia.


Esos y otros sucesos similares han hecho de La Bañeza un pueblo singular y diverso, a veces emprendedor, a veces inmóvil, pero siempre diferente, pues si todos los pueblos tienen dos caras como la luna, La Bañeza además tiene dos almas. El alma recatada y sobria que pasea las mañanas soleadas de domingo bajo los soportales de la Plaza Mayor, juega en las primeras horas de la tarde al tute en el café Pasaje, en el Círculo, en el Casino o en el Isla, cultiva legumbres y remolacha en ese campo generoso bañado por el Órbigo y sus afluentes que ya citamos, y puede rezar o deleitarse contemplando la iglesia de Santa María (que nos sitúa en el centro del casco urbano y se encarga desde el siglo XVI de la imagen más identificativa del pueblo), la de San Salvador (la más antigua, erigida en la zona alta, a las afueras, nos ofrece detalles románicos, platerescos o barrocos como rasgos distintivos de su prolongada existencia, y se ampara en una torre majestuosa e imponente que pretende defenderla de los avatares de los tiempos), la capilla de Jesús o la iglesia de la Piedad. Perdón, ésta ya no. Desde hace algunos años, este templo que perteneció a la Cofradía de Clérigos de la Piedad desde el siglo XVI -llena por tanto de tradición e historia viva- ya no es más que un montón de escombros gracias a la desidia de unas administraciones que muy pocas veces saben situarse a la altura de los pueblos que los consienten.


Tal vez también para olvidar afrentas semejantes, dispone La Bañeza de esa alma alegre, festiva y transgresora con que celebra sus fiestas y, de manera muy especial, unos Carnavales llenos de vida, de color, de ingenio y de belleza. Hay que remontarse a épocas medievales para encontrarles un origen lejano en los teatros y comedias que organizaban las cofradías religiosas, de donde surgió el Carnaval “como un rebrote o mimo más popular y callejero del teatro” según escribe Albano García Abad en “La Bañeza y su historia”.


En los años duros y difíciles, mientras los Carnavales estaban prohibidos en el resto de España, los bañezanos los seguían celebrando con jolgorio, alegría, colorido y una auténtica explosión que contagia las ganas de vivir. Carnavales que en la provincia de León son todo un símbolo y una verdadera fiesta llena de disfraces imaginativos y originales que recrean grupos travestidos de príncipes y princesas, de flores, de payasos, de chulos, de todo aquello que el talento de las gentes ha conseguido idear con sumo secreto a lo largo de todo el año. Cuando lo indica el calendario, las calles se llenan de charangas y comparsas alegres y ruidosas, acompañadas por todos los vecinos y los forasteros más divertidos. En resumen, de vida. Celebran un “entierro de la sardina” como un rito tan sagrado como lúdico. Se divierten y divierten. Esa es la alma festiva que siempre se ha preocupado de crear lugares agradables para el ocio, el deleite y el baile, como la Sociedad Nuevo Casino que funciona desde finales del siglo XIX, o el Círculo Mercantil o la Sociedad Recreativa Bañezana, y en el último cuarto del siglo XX las modernas discotecas en las que la mayoría de los jóvenes leoneses de entonces hemos bailado alguna vez.

La Bañeza es, además, una ciudad abierta y cosmopolita que no admite complejos en sus fiestas y por eso no rechaza en ellas al extraño. Abre sus cuatro costados por carreteras y por ríos a través de los cuales no sólo entran la gente o el agua sino también la vida y un aire especial que se respira cuando se trata de beber, de comer o de cantar, o sea, de gratificar el cuerpo, a esa parte más festiva del alma. La Bañeza siempre ha contado con un número importante de restaurantes, bares, hoteles, pensiones y confiterías. Allí se pueden degustar las exquisitas ancas de rana que en pocos lugares más del país se encuentran. Y los mejores dulces. 


Aunque hay quien piensa que la instalación en su término de la “Azucarera” en la segundo década del siglo XX propició la aparición de los sabrosos productos que precisan del azúcar como los campos de la lluvia, lo cierto es que ya desde el siglo XIX venía funcionando con éxito la confitería Conrado, donde hoy se pueden adquirir los roscones de Reyes “más generosos” y famosos de España. O “La Dulce Alianza”, en la que los imperiales comenzaron a ganar merecida fama más o menos por la misma época y en un curioso cartel publicitario de entonces presume de sus “mantecados, bizcochos, chocolates elaborados a brazo” y de haber sido premiados en París en el año 1900. En ellas y otros establecimientos más modernos pueden hoy satisfacerse con agrado los paladares más exigentes.





sábado, 24 de abril de 2021

 

PONFERRADA

Ponferrada es una ciudad casi sagrada, tocada por los espíritus de los dioses y los embajadores encargados de descifrar sus misterios. Fue un obispo quien unió sus dos partes rotas de forma cruenta por un río (el Sil) al mandar construir un puente de hierro que le concedería además de unidad y cohesión, un nombre. A ese obispo (Osmundo) se le ha erigido una escultura en la glorieta de Correos acompañando a su rey Alfonso VI, el gran benefactor del Camino de Santiago y como consecuencia impulsor decisivo en el surgimiento de esta población allá por el siglo XII.


Desde entonces no le han faltado a Ponferrada personajes, leyendas ni organizaciones interesadas en participar de su historia. Perteneció en sus orígenes al Temple, la orden militar que se encargaba de proteger a los peregrinos que viajaban a tierra santa y a quien le entregó su dominio el monarca leonés Fernando II con el mandato de que la repoblaran y protegieran también a los peregrinos que se dirigían a la tumba del apóstol Santiago en Compostela. Aunque además de con guerreros contaban con miembros no militarizados que se encargaban de menesteres relacionados con las mercaderías y el dinero, no menos rentables. Aquellos caballeros ataviados con hábito blanco y cruz roja sobre el pecho restauraron el castillo (símbolo de la ciudad) que se levanta sobre un altozano que algunos identifican con un castro celta, para convertirlo en su morada. Y su impronta nos llega a los días de hoy en numerosas manifestaciones, celebraciones y recuerdos. A los Reyes Católicos (con tanto carácter místico como terrenal) correspondió incorporarla a la corona. Y hablando de vírgenes, que tanto gustan a los pueblos, se dice que la “suya” la encontraron los templarios en un tronco de encina, aunque hay quien le busca un origen más remoto varios siglos antes en Jerusalén, y los técnicos tratan de desbaratar ambas versiones atribuyéndole un origen más reciente. Hija de la leyenda y los misterios, no quedaba otro remedio que convertirla en patrona del Bierzo. En su honor se celebran fiestas el 8 de septiembre y su imagen se custodia en la basílica ponferradina de su mismo nombre.


Antes -mucho antes- Ponferrada no era más que un inmenso bosque de encinas, esos árboles de copas tan frondosas que apenas permiten ver el tronco y transforman el espacio en que se asientan en una selva mágica y misteriosa que nadie se atrevería a profanar. No en vano la encina era el árbol sagrado de Zeus y los sacerdotes emitían los oráculos interpretando el ruido del viento en su follaje. Y para los celtas -que anduvieron cerca de aquí también era un árbol divino, hasta el extremo de que los druidas residían siempre en bosques de encinas y si en el tronco había muérdago creían que eso revelaba la presencia del dios supremo.


La magia y el misterio siempre han ayudado a los hombres aunque a veces sea contra otros hombres. Pero Ponferrada dejó pasar el tiempo sin inmutarse demasiado para que éste jugara a su favor y cuando consideró que la situación le era favorable dio un paso decidido hacia el futuro.


Ahora Ponferrada es una ciudad nueva y vertiginosa que ha sabido subir por la pendiente de este último siglo con la celeridad de un rayo. En el siglo XVIII -ayer como quien dice- no era más que una pequeña villa sin la menor importancia. Fue a finales del siglo XIX y en los primeros años del XX cuando con la inauguración del ferrocarril de Galicia y más tarde con la explotación de las cuencas carboníferas y la puesta en marcha de la línea férrea a Villablino para el transporte del carbón se convierte de pronto en un importante centro ferroviario y minero. 


Algunos años después, en la década de los cincuenta, la ciudad va a conocer un esplendor aún más intenso que llenará de vida calles, plazas, casas nobles y tugurios. En poco más de diez años (de 1940 a 1950) el municipio prácticamente duplica el número de habitantes. Comienzan a explotarse entonces los yacimientos de wolframio a los que Raúl Guerra Garrido -con hondas raíces bercianas- dedica una interesante recreación en su novela “El año del wolfran”. Se descubre una de las reservas más importantes de hierro del país explotadas bajo la dirección de Coto Wagner. También se inicia la construcción del pantano de Bárcena, lo que supuso que un número importante de obreros y técnicos llegaran a la ciudad (como fue el caso de Juan Benet, que aunque no llegó precisamente para escribir sobre la belleza de esta tierra, seguro que se ha llevado con él al otro mundo un recuerdo imborrable) quedándose muchos de ellos definitivamente en Ponferrada. Pero sobre todo el hecho más trascendente para el despegue definitivo de la ciudad lo supuso la instalación de la Central Térmica que colocaría a la provincia leonesa en el sexto puesto en la producción de energía.


Tantas iniciativas de progreso y tanto desarrollo económico se iban a notar en la ciudad, y ejercieron su influencia de una forma también vertiginosa y espontánea. La gente trabajaba por el día y trataba de divertirse por la noche. Se abrieron locales para el negocio y la diversión. Las monedas corrían por los mostradores, repicaban sobre el mármol de las mesas y chasqueaban entre los dedos de los chulos, los alegres y todos lo que después de media noche se habían dejado embriagar por una cocina fuerte con olor a caldos y a botillo y un alcohol tan puro que les permitía llegar despiertos hasta la mañana siguiente y acudir al trabajo si era preciso sin tener que descansar. La calle respiraba los alientos de una vida muy bulliciosa. Como escribe el escritor ponferradino César Gavela en la premiada novela “El puente de hierro”, “mercaderes, ferroviarios, clérigos, ancianos de fantasía. Almacenistas, torturadores, hombres de ambición. Mujeres vertiginosas, libres y arrojadas. Amores inocentes o mercenarios, cárceles y conventos...”, convierten a Ponferrada en una de las ciudades más activas y dinámicas en el ecuador del siglo XX, en “la ciudad del dólar”. En el Edesa, en el Caballero, en La Obrera, se hablaba, se bebía y se jugaban el sueldo los empleados de tantas industrias y negocios. En el Casa Blanca se confundía la noche con el deseo. Y en burdeles como El Bosque o El Chigrín se buscaban aquellas mujeres listas y maternales que guardaban en las yemas de sus dedos y en el estremecimiento pícaro de su piel el secreto intransferible de una antigua pasión. 


Nadie veía entonces que tanta fiesta, tanto trabajo y tanto “chollo” pudieran acabarse algún día. No solo los optimistas o los voluntariosos sino hasta los organismos oficiales esperaban un progreso constante y apostaban por un desarrollo económico sin límites que se vería notablemente impulsado por la implantación de “altos hornos” que ya se proyectaban, con la repercusión que ello tendría en las demás industrias, en el comercio y en la vida de la ciudad.


La realidad no confirmó precisamente las expectativas creadas. Pero tal vez tampoco importa. Nadie va a lamentarse ahora por eso. Una ciudad que ha gozado de un instante de gloria puede seducir a cualquiera. Ponferrada lo vivió. Y no en tiempos inmemoriales, sino ayer mismo, cuando ya se habían consolidado definitivamente sus dos barrios (el de la Encina y el de la Puebla) como dos núcleos distintos o como las dos caras de una misma moneda. El barrio de una ciudad vieja en la que se ubican el castillo, el consistorio, la basílica de su patrona, las callejuelas estrechas típicas y antiguas que recuerdan otros tiempos, el museo del Bierzo en la calle del Reloj, o el museo de la radio, iniciativa de Luis del Olmo, el popular locutor a quien la ciudad ha distinguido con una plaza por los encendidos elogios y las atenciones que siempre le ha dedicado. Y el barrio nuevo con sus avenidas amplias y rectas donde se asientan el comercio, hoteles como el Temple, el Bérgidum, el Ponferrada Plaza o el Madrid (que ya vivió la época dorada), las cafeterías y los locales nocturnos de más ambiente, como el Bellas Artes un bar con buena música y un nombre atractivo en el que los más “progres” del lugar entretienen con alcohol a los demonios que interfieren con el sueño. También este barrio dispone de su museo, El Museo del Ferrocarril, ubicado en la antigua estación de la M.S.P. (Minero siderúrgica de Ponferrada).


Mientras tanto, el pueblo, como casi todos los pueblos en este final de siglo, vive un momento de confusión, de inmensa duda, rodeado de lugares hermosos como Peñalba de Santiago, Compludo (con su herrería), Toral de Merayo, Molinaseca... y bajo la atenta mirada de los montes Aquilanos. Los jóvenes buscan proyectos nuevos para el futuro y los más viejos recuerdan con orgullo un pasado que les ennoblece la nostalgia. Se peatonalizan calles, se abren nuevas plazas y avenidas, se siembran sueños y a veces se recogen tempestades. Pero la verdad total (la que incluye realidades e ilusiones) no encontrará un sitio en Ponferrada porque ya no quedan bosques de encinas ni sacerdotes sabios que puedan interpretarla por el ruido que hacía el viento en su follaje.










miércoles, 14 de abril de 2021

 MOLINASECA



Un pueblo no es nada sin sus gentes y éstas no son otra cosa que el fruto de esa tierra igual que lo pudieran ser el trigo, la uva o las cerezas. “Las frutas de Molinaseca se distinguen por su riquísimo sabor”, me dice con más entusiasmo que orgullo don Daniel, el maestro de siempre de Molina. Por eso a mí me ha gustado ver este pueblo cálido y entrañable reposando con el gesto humilde y suficiente de un sabio tranquilo a la sombra de montes serenos como El Soto, el Castro, Las Cembas o La Escrita, que lo cobijan en una especie de protección maternal que él ha sabido aprovechar y agradecer a través de los ojos de esas gentes que lo habitan. De esas mujeres cordiales que a la puerta de unas casas bellísimas de piedra rodada, tejados de pizarra y corredores de madera rebosantes de geranios, se entretienen pelando almendras para elaborar los dulces de los días de fiestas que celebran en Agosto en honor del Agua y de san Roque, y que te las ofrecen como quien ofrece algo de sí mismo, una caricia, una sonrisa o una gota de la propia sangre. A los ojos de don Daniel que, a la sombra del verano, me habla con nostalgia de los tiempos en que él tenía 60 niños en la escuela, el pueblo rebosaba actividad con 50 parejas de bueyes, más de 30 rebaños de ovejas que disfrutaban de las muchas y buenas praderías y de las fiestas citadas, unas fiestas pletóricas de sol, de espera y de alborozo a las que acudía Sapín, el mejor tamborilero del Bierzo, con su dulzaina y el tamboril para animar los bailes.


El pueblo por entonces era un auténtico vergel sin necesidad de recurrir a las aguas embalsadas de un pantano como se veían obligados otros pueblos de la comarca. Y es que ellos contaban con un RÍO. El Meruelo inundaba de vida la vega, y las huertas, los viñedos, los frutales se mostraban fértiles y nos ofrecían sus frutos con suma naturalidad.


Hoy el río se utiliza como piscina fluvial para que se bañen en él los veraneantes y se refresquen los peregrinos que en Año Jacobeo llegan en avalancha al pueblo sin poder creerse del todo que un solo lugar se concentren de tal manera la belleza, la armonía, la majestuosidad y los efectos de un espíritu superior que los recibe con los brazos abiertos -como a todo el mundo- para irlos estrechando en un abrazo amigo cuando, tras sortear el puente románico que lleva su nombre, acceden a la calle Real (la calle más hermosa del Camino de Santiago). En esa calle se conserva la casa en que pernoctaba doña Urraca en sus viajes a Galicia, que para eso Molina pertenecía a uno de los principales señoríos de su padre, el gran rey y conquistador de Toledo, Alfonso VI. También nos encontramos el palacio de los Balboa, una mansión esbelta y sobria que se deja proteger por inmensos torreones como brazos poderosos de un gigante. Con el nombre de “La Casa de las Torres”, los hermanos Rojo, descendientes de los Balboa, la han acondicionado como hostelería. Pepe Rojo me recibió, como es tradición en este pueblo, con una amabilidad espontánea y natural y me contó algunos detalles de la casa. Comí el menú del peregrino “en la misma sala que servía de albergue y hospital a los caminantes de otros siglos, bajo las mismas bóvedas de piedra”, donde, según las letras impresa en un sencillo folio por la mano del periodista de la familia, Alfonso Rojo, “podrás comer caliente, beber buen vino y reponer fuerzas para llegar a Santiago de Compostela”.


Molinaseca, un pueblo que enamora por su magia, por su luz, por los sonidos de sus aguas y el color de las plantas y las flores que adornan los balcones de las casas, debe, en gran medida, su origen y su vida al Camino. El párroco actual, don Maximino, me comenta que no se explica de otro modo que como fruto de las peregrinaciones el que se levantara aquí un templo dedicado a san Nicolás de Bari, en torno al cual se estableció sobre el siglo XIII una colonia franca. La basílica actual se erigió en el XVII. Hoy ejerce como iglesia parroquial amparando la robusta torre un edificio solemne y altivo (la perla del Bierzo) que guarda en su interior la emoción contenida de otros años y en sus bodegas el aroma inapreciable y amargo del trigo de los diezmos que los humildes labradores debían de pagar al clero. Cada una de las tres naves culmina en un retablo.


Pero no es éste el único edificio descollante en un pueblo que contó con siete molinos, siete ermitas y tres hospitales para peregrinos. El santuario de las Angustias dignifica el pórtico solemne a la magia y la elegancia de Molina. Puerta obligada en el Camino que nos abre el acceso las mejores tierras bercianas, se refugia desde tiempos muy antiguos en la falda de un monte que le sirve de cobijo en lugar de acoso como algunos llegaron a creer al comprobar las grietas que se abrían en su bóveda y en sus muros. Llevados por ese error, en 1931 se procedió a levantar la actual torre de piedra labrada, con el propósito de impedir que el edificio siguiera “patinando” ante el empuje de la cumbre. No lo consiguieron porque el fallo radicaba en los cimientos aunque, a cambio, se ganó la torre. Recientemente, ya en los años ochenta, se pudo acometer una rehabilitación integral del templo, orientada a otorgarle garantías que eviten sustos futuros.


Sin embargo, aunque se haya perdido parte del esplendor pasado como en tantos y tantos pueblos leoneses, Molinaseca conserva en su espíritu y en su piel lo mejor de aquella herencia y proporciona motivos a los tiempos -a todos los tiempos- para que no le vuelvan la espalda. Las edificaciones nuevas, bajo la protección de Bellas Artes, deben guardar el máximo respeto al entorno, la tradición y la cadencia que poco a poco van convirtiendo sus calles y sus plazas en una inacabable sinfonía. Pero las gentes no solo piensan en pasado. Se han abierto nuevos restaurantes, bares y hospederías que priman el trato exquisito a los clientes. Y varias fábricas de embutidos funcionan a pleno rendimiento y consiguen ganar fama y prestigio más allá de sus fronteras.


Los fines de semana el pueblo tranquilo y apacible se transforma. Cientos de automóviles llegados de Ponferrada y otros puntos cercanos toman materialmente el pueblo como si se tratara de una invasión pacífica y la calle Real y demás rincones se convierten en un río alegre de personas que van y vienen a través de la serenidad y la historia como si la quisieran romper, y comen en sus mesones y entran en sus bodegas. Hasta diez pude contar. Cabanas, un personaje auténtico y natural como el vino que sirve, me relata con detalle cómo diez años atrás, recogiendo el vino de su cosecha, se encontró con varios cántaros más de los previstos a causa de un fallo (él asegura que fortuito) en la prensa de su suegra, lo que a punto estuvo de acarrearle un serio disgusto. No encontrando salida para tanto vino -“y eso que yo soy un bebedor de primera”, me asegura-, decidió venderlo directamente en su bodega. Fue tal el éxito de la iniciativa, que otros la secundaron. Y hoy contribuyen a dar vida a esos increíbles fines de semana que muchos definen, “el milagro de Molina”.


Como se ve, todo es posible en este bello pueblo. La magia, la luz y los milagros. Los ojos sabios de sus gentes. La cordialidad, la sencillez y la melodía inextinguible de sus piedras. Pero nada es comparable, sin embargo, a una noche de verano con los faroles encendidos y la luna reflejándose en el río Meruelo a la vera del puente de los Peregrinos, con la iglesia de san Nicolás y el Santuario elevándose al fondo igual que mansiones de dioses muy altivos o muy sabios, y sentir en la piel erizada por la emoción que todo aquello te acaricia.


Era una noche de verano.