lunes, 12 de mayo de 2014

LA CONSTRUCCIÓN

A dos obispos, Manrique de Lara y Martín Fernández corresponde un protagonismo decisivo en el impulso de las obras de la que iba a ser la nueva catedral gótica de la capital leonesa. Ellos no sólo atesoraban la fe, el dinero y las ideas, sino que se encargaron de traer de Francia a los mejores canteros, arquitectos y artesanos formados en los prestigiosos talleres de Reims, Amiens, París...

Manrique de Lara, ilustre miembro de una familia noble, lideró en los últimos años del siglo XII el ideal de la nueva fe que llevaría a derribar la aún magnífica iglesia románica para iniciar sobre sus ruinas la ambición que demandaba el gótico. Reinaba entonces Alfonso IX y, aunque lejos el reinado del esplendor de años precedentes, en los más de cuarenta años que duraría el mandato del que iba a ser el último rey leonés, “nunca fue vencido en el campo de batalla, permaneciendo siempre victorioso en las guerras que sostuvo frente a cristianos y sarracenos”, según Lucas de Tuy. En 1188 le alcanzó la gloria de convocar en san Isidoro de León las que pueden ser consideradas primeras cortes democráticas en la vieja Europa. Obispo y rey se comprendieron y apoyaron siempre, pudiendo así iniciar el primero un sueño que se detuvo con su muerte en 1205. Berenguela, la reina, compartía ese sueño.

Años de pobreza y mal gobierno siguieron en la diócesis, las ilusiones tuvieron que atemperarse y las obras esperar otro impulso que las elevara a donde ambicionó Manrique.

Martín Fernández ocupó el trono episcopal en 1254, en medio de una crisis general que había afectado también a la iglesia, sobre todo a la iglesia. Hombre de confianza de Fernando III, el rey santo que unió de manera definitiva los reinos de León y de Castilla y a quien se atribuye el honor de haber colocado la primera piedra de la catedral leonesa tras el largo y oscuro paréntesis que inició la muerte de Manrique de Lara, sería, sin embargo, en tiempos de su hijo Alfonso, coronado en 1252, cuando llegaría a la diócesis con todas las bendiciones también del nuevo rey. Alfonso X el Sabio, hombre de letras sensible y culto, amigo personal del obispo Martín, le concedió su ayuda moral y económica propiciando la exención de deudas, la afluencia de tributos y privilegios que jugarían a su favor. Su largo episcopado iba a significar una inflexión notable en aquella decadencia. Cuatro años después de ser entronizado, los obispos del reino congregados en Madrid decidieron la concesión de indulgencias a los fieles que contribuyeran según sus posibilidades en la construcción de la catedral de santa María. Acto que se repitió en 1274 con motivo del concilio general celebrado en Lyon.

Martín Fernández compartía las ambiciones del gótico para esta iglesia y supo mover, sin duda, entre prelados y reyes, los hilos que hicieran posible el sueño que ambicionaba. Pero también el pueblo -todo el pueblo- se volcó, cada uno en la medida de sus posibilidades, para lograr que su fe, tan grande, fuera acogida en un templo a la medida de esa fe.

Así, con ese ánimo, aquellos donativos, la buena gestión espiritual y económica del obispo leonés y la generosidad comentada de los reyes en una labor que les asegurase el cielo (Alfonso X, además de la buena sintonía y el apoyo personal a Martín Fernández, entregaba 500 maravedíes cada año en su codicia por ganarse el paraíso), se pudo ir conformando a lo largo de ese siglo XIII resplandeciente, intelectual y culto, el núcleo esencial de la iglesia. Los últimos años de la centuria querían resarcirse de la parálisis sufrida en los primeros y surge así, con la explosión de quien ha estado esperando con ansiedad, una labor frenética que unida al entusiasmo del pueblo irían conformando piedra a piedra una de las ambiciones más altas que ha concebido el ser humano. Se puede decir, sin miedo a exageraciones, que la catedral de León es el final feliz de todos, nobles y plebeyos, clérigos, obispos, reyes, peregrinos, miserables en busca de amparo, de fantasmas...

Llegaron el maestro Enrique y años después Juan Pérez. Llega también con ellos el nuevo espíritu que inunda Europa. Son años de influencias e intercambios. Artesanos y arquitectos son tan cosmopolitas como pueden serlo y lo que aprenden en un lugar enseguida lo aplican en otro. Santa María se despereza definitivamente del prolongado letargo. Se inician y se acaban las capillas de la girola, la capilla mayor, las torres... Arcos, bóvedas y ventanas se abren, se elevan y se comunican entre ellos antes de dirigirse a dios. Lo hacen temerarios pero seguros porque afuera, donde el peligro pudiera amenazar, ya arbotantes y contrafuertes les prestan el auxilio que necesitan. Tan larga espera empieza a dar sus frutos y lo sueños se van convirtiendo poco a poco en realidad.

Aunque la dirección del maestro Enrique se detuvo en 1270 y la de Juan Pérez en 1296, el proyecto es imparable. Se quiere entrar en el nuevo siglo con la obra concluida, con ese sueño que empezó a fraguarse en la anterior centuria tan virgen como el primer día pero también concreto a los ojos de los hombres que desean compartirlo. En 1302 el obispo Gonzalo Osorio, que había accedido a la silla episcopal un año antes para sustituir a don Fernando, un obispo oscuro entre dos obispos brillantes, declara que la catedral se halla en buen estado y un año después afirma: “la obra ya está hecha gracias a Dios”. Y a pesar de que aún han de seguir épocas de dedicación y esfuerzo en una catedral eterna que no ha dejado de hacerse a lo largo de los siglos, se pueden considerar sus palabras el ramo de laurel que corona el éxito.


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