A
dos obispos, Manrique de Lara y Martín Fernández corresponde un
protagonismo decisivo en el impulso de las obras de la que iba a ser
la nueva catedral gótica de la capital leonesa. Ellos no sólo
atesoraban la fe, el dinero y las ideas, sino que se encargaron de
traer de Francia a los mejores canteros, arquitectos y artesanos
formados en los prestigiosos talleres de Reims, Amiens, París...
Manrique de Lara, ilustre
miembro de una familia noble, lideró en los últimos años del siglo
XII el ideal de la nueva fe que llevaría a derribar la aún
magnífica iglesia románica para iniciar sobre sus ruinas la
ambición que demandaba el gótico. Reinaba entonces Alfonso IX y,
aunque lejos el reinado del esplendor de años precedentes, en los
más de cuarenta años que duraría el mandato del que iba a ser el
último rey leonés, “nunca fue vencido en el campo de batalla,
permaneciendo siempre victorioso en las guerras que sostuvo frente a
cristianos y sarracenos”, según Lucas de Tuy. En 1188 le alcanzó
la gloria de convocar en san Isidoro de León las que pueden ser
consideradas primeras cortes democráticas en la vieja Europa. Obispo
y rey se comprendieron y apoyaron siempre, pudiendo así iniciar el
primero un sueño que se detuvo con su muerte en 1205. Berenguela, la
reina, compartía ese sueño.
Años de pobreza y mal
gobierno siguieron en la diócesis, las ilusiones tuvieron que
atemperarse y las obras esperar otro impulso que las elevara a donde
ambicionó Manrique.
Martín Fernández ocupó el
trono episcopal en 1254, en medio de una crisis general que había
afectado también a la iglesia, sobre todo a la iglesia. Hombre de
confianza de Fernando III, el rey santo que unió de manera
definitiva los reinos de León y de Castilla y a quien se atribuye el
honor de haber colocado la primera piedra de la catedral leonesa tras
el largo y oscuro paréntesis que inició la muerte de Manrique de
Lara, sería, sin embargo, en tiempos de su hijo Alfonso, coronado en
1252, cuando llegaría a la diócesis con todas las bendiciones
también del nuevo rey. Alfonso X el Sabio, hombre de letras sensible
y culto, amigo personal del obispo Martín, le concedió su ayuda
moral y económica propiciando la exención de deudas, la afluencia
de tributos y privilegios que jugarían a su favor. Su largo
episcopado iba a significar una inflexión notable en aquella
decadencia. Cuatro años después de ser entronizado, los obispos del
reino congregados en Madrid decidieron la concesión de indulgencias
a los fieles que contribuyeran según sus posibilidades en la
construcción de la catedral de santa María. Acto que se repitió en
1274 con motivo del concilio general celebrado en Lyon.
Martín Fernández compartía
las ambiciones del gótico para esta iglesia y supo mover, sin duda,
entre prelados y reyes, los hilos que hicieran posible el sueño que
ambicionaba. Pero también el pueblo -todo el pueblo- se volcó, cada
uno en la medida de sus posibilidades, para lograr que su fe, tan
grande, fuera acogida en un templo a la medida de esa fe.
Así, con ese ánimo,
aquellos donativos, la buena gestión espiritual y económica del
obispo leonés y la generosidad comentada de los reyes en una labor
que les asegurase el cielo (Alfonso X, además de la buena sintonía
y el apoyo personal a Martín Fernández, entregaba 500 maravedíes
cada año en su codicia por ganarse el paraíso), se pudo ir
conformando a lo largo de ese siglo XIII resplandeciente, intelectual
y culto, el núcleo esencial de la iglesia. Los últimos años de la
centuria querían resarcirse de la parálisis sufrida en los primeros
y surge así, con la explosión de quien ha estado esperando con
ansiedad, una labor frenética que unida al entusiasmo del pueblo
irían conformando piedra a piedra una de las ambiciones más altas
que ha concebido el ser humano. Se puede decir, sin miedo a
exageraciones, que la catedral de León es el final feliz de todos,
nobles y plebeyos, clérigos, obispos, reyes, peregrinos, miserables
en busca de amparo, de fantasmas...
Llegaron el maestro Enrique y
años después Juan Pérez. Llega también con ellos el nuevo
espíritu que inunda Europa. Son años de influencias e intercambios.
Artesanos y arquitectos son tan cosmopolitas como pueden serlo y lo
que aprenden en un lugar enseguida lo aplican en otro. Santa María
se despereza definitivamente del prolongado letargo. Se inician y se
acaban las capillas de la girola, la capilla mayor, las torres...
Arcos, bóvedas y ventanas se abren, se elevan y se comunican entre
ellos antes de dirigirse a dios. Lo hacen temerarios pero seguros
porque afuera, donde el peligro pudiera amenazar, ya arbotantes y
contrafuertes les prestan el auxilio que necesitan. Tan larga espera
empieza a dar sus frutos y lo sueños se van convirtiendo poco a poco
en realidad.
Aunque la dirección del
maestro Enrique se detuvo en 1270 y la de Juan Pérez en 1296, el
proyecto es imparable. Se quiere entrar en el nuevo siglo con la obra
concluida, con ese sueño que empezó a fraguarse en la anterior
centuria tan virgen como el primer día pero también concreto a los
ojos de los hombres que desean compartirlo. En 1302 el obispo Gonzalo
Osorio, que había accedido a la silla episcopal un año antes para
sustituir a don Fernando, un obispo oscuro entre dos obispos
brillantes, declara que la catedral se halla en buen estado y un año
después afirma: “la obra ya está hecha gracias a Dios”. Y a
pesar de que aún han de seguir épocas de dedicación y esfuerzo en
una catedral eterna que no ha dejado de hacerse a lo largo de los
siglos, se pueden considerar sus palabras el ramo de laurel que
corona el éxito.
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