jueves, 5 de junio de 2014

LEYENDAS

Todos los tiempos han sido propicios a la leyenda, pero en el medievo, cuando se juntaban con tanta pasión la fe, la magia, la superstición y a veces la incultura con el deseo de trascender sus propias fuerzas, ésta encontraba cualquier motivo para hacerse notar.

Curiosamente la palabra leyenda carecía en la Edad Media del sentido actual que le confiere la tradición y la inventiva. Se refería, de modo exclusivo, a las vidas de los santos leídas en los conventos. Eso sí, con cierto aire de exageración que ennobleciese la figura.

Con el espíritu posterior donde entra en juego la fantasía en toda su ambición nos hacemos eco de algunas de esas tradiciones legendarias. Nada más propio a una catedral como la de León donde casi todo es magia y lo que no es magia es fe, que las leyendas. En su momento se habla de la del Foro y Oferta, del Tributo de las Cien Doncellas. Hay otras. Pero aquí queremos referirnos a dos de las que gozan de mayor prestigio en la memoria de la gente.

LEYENDA DEL TOPO DE LA CATEDRAL

Se necesitaron años, sacrificios y maestros para completar este milagro que tanto jugó con lo imposible. Pero no solo el desafío a volúmenes y altura, a las fuerzas incontroladas de la Naturaleza, lo frágil que es su cuerpo, la sutileza de sus líneas... han supuesto obstáculos para el final feliz de la obra.
A pocos meses del comienzo de las obras en el subsuelo, en los cimientos mismos de la catedral empezaron a producirse temblores extraños y corrimientos de tierra que ponían en peligro su estructura. Los canteros trabajaban sin apenas descanso desde la salida del sol hasta el ocaso y luego se acostaban. Una mañana al levantarse pudieron comprobar que gran parte de lo construido durante el día se había desplomado por la noche. En un principio lo atribuyeron a algún fallo en la construcción, posible accidente o inclemencia. Pero según pasaban los días se iba repitiendo el desastre, retrasando considerablemente las obras, poniendo en peligro el proyecto y sin que pudieran encontrarse explicaciones lógicas a tanta ruina.

Es sabido que lo topos son animales nocturnos que excavan con sus patas profundas madrigueras bajo tierra, destrozando de ese modo las raíces de las plantas y los árboles. Los canteros, sorprendidos e impotentes ante la burla que estaba sufriendo su trabajo, empezaron a sospechar que algún animal extraño -quizá un topo gigante-, pudiera estar construyendo su guarida precisamente allí, donde antes se habían asentado las termas y los hornos que empleaban los romanos para calentar el agua de los baños, y con esa labor de sabotaje fuera el auténtico culpable de la destrucción de “las raíces” del templo como si se tratara de las de un árbol.

Se puede intuir que alguno de ellos se mostrara escéptico, pero ante el rumbo que estaban tomando los acontecimientos y desesperados, “dictaron sentencia”, seguros de la causa de sus males, y decidieron por unanimidad diseñar un plan que pusiera fin a aquella pesadilla. Idearon una trampa que tendieron al animal para cazarlo. Y ya en la primera noche, mientras el gigantesco topo excavaba una nueva gruta que hubiera supuesto otro estropicio en la obra, le dieron alcance y a palos acabaron con su vida. Muerto, secaron su piel al sol y una vez curtida decidieron colgarla en el interior de la iglesia, sobre la puerta de san Juan por la que habitualmente se accede a la catedral. Pretendían que elemento tan poco sagrado permaneciera como recuerdo y testimonio de aquel suceso que mantuvo en vilo a canteros, clérigos y al pueblo de León.

Desde que los canteros lo colgaron, allí ha permanecido siempre y permanece aún. Pero en 1996 se bajó de su lugar y fue enviado a Cataluña para que presuntos expertos despojaran de residuos y recuerdos de años el famoso pellejo del topo. Esos hombres, tal vez provistos de técnica y razón pero no de fantasía ni sensibilidad suficientes para entender la memoria colectiva y ancestral de la gentes, no solo se atrevieron a limpiar a fondo la pieza y analizarla sino que también osaron negar que perteneciera a un topo y afirmaron que quizás pertenecía al caparazón de una tortuga.

Aun después de aquello, de sus extrañas maniobras, sigue pareciendo más un topo que una tortuga. Y por si ello no fuera suficiente aseguramos que las pruebas frías de unos técnicos nunca tendrán tanto valor como la tradición de siglos y la leyenda cincelada en la memoria de un pueblo.

El topo sigue hoy en su lugar de siempre y la catedral en pie, firme, sin sobresaltos mientras el topo permanezca donde debe. Que no lo toquen ni lo molesten.

LEYENDA DE LA VIRGEN DEL DADO

La Virgen del Dado, que lógicamente no se llama así sino María como las otras Vírgenes, debe su nombre popular a una leyenda.
    En tiempos en que la portada norte de la catedral y donde se efigia la imagen de la Virgen con el Niño sobre el brazo izquierdo no estaba aún protegida por el claustro sino que se abría directamente al exterior, gentes de toda condición pasaban por la estrecha rúa que la rodeaba y también a su sombra prescindible se sentaban a matar el tiempo con el juego o con los chismes esas mismas gentes.
    Tales circunstancias han dado pie a que se nos cuenten dos versiones distintas de una misma historia. Una versión dice que un jugador, después de haber perdido su dinero en una partida de dados celebrada en otro lugar de la ciudad, regresaba cabizbajo y enfurecido por la derrota camino de su casa. Debía ser más de media noche. Cabe imaginar aquella miserable calleja medieval solitaria y oscura. El jugador, al pasar ante la imagen de la Virgen elevó la vista hacia la puerta del templo como si buscara una respuesta tranquilizadora y al ver los ojos de su propia conciencia en aquellos ojos serenos de piedra que lo estaban contemplando, sufrió tal acceso de ira que después de blasfemar y con toda la fuerza posible lanzó uno de los dados causantes de su desgracia de modo que fue a estrellarse en el rostro del Niño que descansa en el brazo de su madre. Sonó el impacto y al instante se abrió una herida en la frente de ese niño y por ella empezó a fluir la sangre. El infeliz, al contemplar atónito lo que sin duda consideraba un milagro, se asustó, se puso de rodillas y pidió perdón por su injuria.
    A la mañana siguiente contó asustado a sus amigos y familiares cómo la Virgen, comprobando su sincero arrepentimiento, no solo quiso otorgarle su clemencia sino también el sueño fallido de todo jugador tras perder una partida: asumir el máximo riesgo en un nuevo envite con el fin de recuperar anteriores apuestas y luego abandonar el juego para siempre.
    El afortunado jugador que nos ocupa parece ser que regresó sobre sus propios pasos, llegó a la mesa donde los vencedores disfrutaban de sus ganancias y los retó a una última mano, recuperando en una sola jugada todo su dinero. Merced que atribuyó a su arrepentimiento y al “auxilio” de la Virgen que desde entonces es conocida como Virgen del Dado.
    La otra versión nos cuenta que cuatro jugadores disputaban su fortuna apaciblemente sentados ante ese portal norte de la catedral, que uno de ellos desesperado tras perder... El resto ya se sabe. La historia a partir de aquí, coincide con lo dicho anteriormente.
    Esta segunda versión es la que Nicolás Francés quiso inmortalizar en su dibujo para la vidriera que precisamente ante los mismos ojos del Niño y de la Virgen del Dado comunica con el claustro.







martes, 3 de junio de 2014

LAS VIDRIERAS

Si algo puede convertir en sublime a una catedral -ya de por sí grandiosa como la de León-, ese algo es las vidrieras. En ellas la luz, ambición del hombre y de los dioses por ser eternos y brillar siempre como el sol y como él ser fuente inagotable de vida se transforma en realidad y magia.

Todos los símbolos, todos los sueños encuentran amparo en esa fuerza capaz de confundir nuestros sentidos. “Aunque entré dentro de la iglesia, yo cierto que pensé que aún no había entrado, sino que todavía estaba en la plaza, y es que como la iglesia está vidriada...”, dice la Pícara Justina después de visitar el templo. Cielo y mundo se aúnan, crean el color y, transparentes, penetran en las capillas o las naves adaptados a la hora del día, época del año y ánimo de las gentes. Por eso la variedad cromática es tan amplia como puedan serlo los ojos y la sensibilidad que las contemplan. Las vidrieras buscan transmitirnos la belleza y una fe que durante siglos ha perdurado y aún perdura en el corazón de seres de toda edad y condición, pero también crear un ambiente místico propicio para el reencuentro de esa fe en un lugar sagrado. Son, por tanto, medio y fin, símbolo y soplo que prepara el ánimo de los fieles para recibir la verdad de su Dios.

En la catedral de León mil ochocientos metros cuadrados de cristal reemplazan los muros y desafían la fuerza de la gravedad e incluso de la razón (eso pretenden). En ninguna otra catedral del mundo las vidrieras encuentran un protagonismo tan amplio, tan sublime... Acaso en Chartres...

La vidriera gótica nace en España de la inspiración francesa, decisiva durante el siglo XIII en toda Europa, donde se introduce de la mano del nuevo estilo que pretendiendo ensalzar hasta el éxtasis el espacio interior necesitaba la magia de la luz y los colores para alcanzar sus objetivos. Tal vez por ello encuentre en esta obra -tan fiel al espíritu que venía de Francia- el ejemplo más claro de aquel sueño.

Aquí se establecieron talleres, se instalaron maestros y se fue aprendiendo un arte que no solo pretendía jugar con la luz o convertir lo material en incorpóreo, sino también competir con la escultura y la pintura. La vidriera medieval adopta formas simples y colores fuertes y logra así una plasticidad muy bella. Artistas posteriores de estilos diferentes buscarán el duende de su genio en esos colores y esas formas que alcanzan la máxima expresión en algunos de los mejores cuadros de Paul Gauguin.
Las primeras vidrieras de la catedral de León se remontan a sus inicios en la segunda mitad del siglo XIII bajo el impulso del obispo Martín Fernández y su rey protector Alfonso X, inmortalizados ambos también en los cristales. Se encendía así la llama de un fuego que no ha cesado aún. Hasta el siglo XVII siguieron condensando épocas y estilos, flexibles a las modas pero fieles al espíritu que trasciende su materia. A finales del XIX, cuando se encuentran en su estado más crítico, Juan Bautista Lázaro, auxiliado por pintores como Marcelino Santamaría que le ayudan a recobrar el espíritu antiguo, las salva con un ambicioso programa de restauración en el que, sin embargo, no se privó de dejar su impronta, cuestionada por algunos. Y también ahora, desde los últimos años del siglo XX, se ha emprendido una nueva labor que quería, y tal vez quiere, dotarlas de la larga vida que estamos obligados a otorgarles. Bajo la dirección del vidriero leonés García Zurdo y coordinada por Angeles Robles, con el asesoramiento de una comisión europea de expertos, la ayuda económica de instituciones y el buen hacer del taller de vidrieros de la catedral empezó a caminar lentamente pero con constancia. Una tarea precisa que, sin embargo, y a pesar de esa buena voluntad primera se encuentra a veces con serias dificultades que amenazan la valiosísima herencia.

La historia de la vidriera de los siete últimos siglos ha escrito (escribe) aquí, en los vitrales leoneses, un capítulo imprescindible, necesario, al que solo le sobran esas páginas que intentaron entonces y hoy intentan proyectar sombras donde únicamente debe reinar la LUZ.

Tres rosetones, multitud de rosas y ventanales conforman esta sinfonía de luz y color que estalla en las paredes. Al sur, al norte y al oeste se abren los tres grandes rosetones. Cuando el último, de casi ocho metros de diámetro, recibe el sol en las horas de la tarde e incendia los vestidos de los ángeles que tocan sus trompetas en torno a una Virgen con el Niño y se proyecta sobre la puerta de cristal del trascoro para coronar con su reflejo la capilla mayor, nuestros sentidos se confunden aún más, si ello es posible, y entonces la magia es absoluta. Resultan increíbles los prodigios que estos cristales coloreados pueden provocar y así también las sensaciones en nosotros.

En las naves bajas son diez las vidrieras con cuatro huecos cada una y sobre ellas tres rosas lobuladas. El azul, el rojo, el amarillo y el verde se rozan y se mezclan con intensidad en una recreación más vegetal que humana aunque en las rosas podemos ver cuerpos o rostros de mujeres que representan virtudes, vicios (la ira, la pereza, la lujuria, la gula..., todos femeninos), artes y trabajos de aquel tiempo, en definitiva, escenas llenas de vida y colorido. Es la naturaleza, sin embargo, quien nos asombra con la sencillez de largas ramas y hojas típicas de los árboles de nuestros montes que les nacen y se elevan, se abren, se besan os e comban en actitud tan simple como una puesta de sol o la cascada de un río. Nos maravillan. Son naturales y divinas a la vez. No se marchitan nunca. Lejos del bosque tienen su fuerza. Diminutas cabezas de bestias, de bichas, asoman entre la espesura.

El triforio, espacio decisivo en la consecución de luminosidad, lo recorren setenta y cuatro ventanales cegados hasta el siglo XIX, por lo que sus vidrieras son de entonces. Las correspondientes al presbiterio las ocupan santos y el resto rinden culto a nobles, benefactores, clérigos y casas importantes con un despliegue de escudos que portaron reyes, aristócratas y obispos. De tamaño reducido y evidente modestia no se ocultan tras la fina elegancia de los arcos que recorren la galería sino que, generosos, le conceden a estos el privilegio de ennoblecer su luz para que así resulte el conjunto excelente.

Doce metros de altura miden los treinta y un ventanales que iluminan la parte más elevada de la iglesia. A ella corresponde el mayor protagonismo pero han de compartir la glria. Profetas, reyes, apóstoles, evangelistas y santos se encumbran a los vidrios y allí permanecen regalando a través de sus vestidos, sus coronas, sus rostros serenos, sus instrumentos o caballos, el festival de color que acerca la alegría del paraíso a los hombres de la tierra. Los personajes principales se sitúan en la parte superior y en la inferior los secundarios. Cuatro huecos que se reducen a tres y dos en el presbiterio configuran estas inmensas ventanas, aún ampliadas cuando cuatro, a dos finas bandas laterales que ascienden hasta confluir en las rosas con el auxilio de pequeños triángulos irregulares para otorgar a las vidrieras la armonía del arco apuntado al que se integran.

Como es tradicional en el arte gótico, el lado norte, aquel que no recibe la luz del sol, también se reserva en las vidrieras para personajes del Antiguo Testamento. Pertenecen la mayoría de esta zona al siglo XIV y su discreción es tan valiosa como el lucimiento de otras más brillantes. La colocación de las figuras y los símbolos no es caprichosa sino que obedece a un programa iconográfico trazado según los deseos medievales y el espíritu de aquella Iglesia. Pero no se trata de idnetificar a santos, apóstoles, reyes y clérigos conocidos en todas las imágenes, cuando alguna de ellas tal vez tan solo sea el rostro anónimo de algún prohombre de la época inmortalizado como modelo o tributo a su generosidad. Además no importa tanto su imagen auténtica como la gracia de acercarnos una luz divina.

Todas las vidrieras altas cumplen su función y tienen su belleza, pero por motivos diversos alguna acaparan un protagonismo especial. Por ejemplo, la del árbol de Jesé o la de La Cacería. La primera, que recoge el mítico tema de las escrituras sagradas sobre el origen de Cristo, no es casualidad que se encuentre en el lugar más oriental, el primero que recibe la luz del sol cuando amanece. De finales del siglo XIII, es de las más antiguas y aunque no siempre estuvo en el centro del ábside, ese emplazamiento le conviene. Sus figuras son pequeñas como es querido por las zonas bajas, pero su significación grandiosa. En lugar de un tronco es una rama la que se eleva sobre fondo azul para confirmar la naturaleza humana de Jesús. No es una ascensión huidiza sino armónica. En lo más alto, la rosa corona la escena acogiendo en su interior un Pantocrator salvador del mundo y poderoso Dios. Todo es tan sublime como demanda la fe.

Sobre al vidriera de La Cacería han corrido ríos de tinta alabando su hermosura y tratando de explicar su origen y su significado. Algunos autores le atribuyen un origen profano, tanto por el tema como por la procedencia. Sostienen estos que habría sido hecha para el palacio real de doña Berenguela, destruido en el siglo XIV, y que solo a partir de entonces pasó a la catedral. Para ellos el rey que preside la escena principal se trata, sin duda, de Alfonso X y los hombres a caballo, los perros que los siguen, el halcón o el águila que acompañan a los caballeros, la liebre, el halconero... e incluso el mono montado en un camello son personajes de una cacería.

Para otros, sin embargo, ni la obra es profana ni procede de ningún palacio. Estos dicen que vidrieras con temas parecidos figuran en otras catedrales del siglo XIII como la de Chartres. Apoyan su teoría en que el emperador central no es Alfonso X, sino Carlomagno a caballo y con la corona de espinas de Jesucristo que en sueños le entregó Constantino, y los ángeles músicos y las representaciones de las artes y las ciencias harían alusión a su interés por tales temas, así como su afición por la caza justificaría las escenas que la evocan. Idealizado por entonces, héroe de los primeros cantares de gesta franceses y santo, su presencia era muy grata a la cristiandad del siglo XIII.

Estas versiones y las controversias que provocan otorgan más fama a la vidriera de La Cacería, aunque ella no la necesite. Le basta su belleza, la fuerza intensa de su color, la resistencia tenaz al paso de los años (es de las vidrieras más antiguas) y la multitud de figuras y evocaciones que la vitalizan aún en ausencia de la luz del sol. Situada en el ventanal quinto del lado norte en la parte alta, también se discute su ubicación por el tamaño de las imágenes al lado de hieráticas figuras más grandes y más claras. Pero ella sigue ajena a todo, proporcionando más contraste que inconveniencia a su serie, tanto enigma como claridad, prestigio y gozo a quien la contempla. Íntima, densa y feliz, la dominan tonos azul y rojo, los colores del cielo y de la sangre. Si es dueña de su destino también es dueña de su misterio. Tan solo se supone que Pedro Guillelmo pudo participar en su diseño y configuración. Pues tampoco la fecha de su origen está clara. Mientras unos apuntan al siglo XII, otros aseguran que pertenece a la centuria siguiente.

La catedral se inició por las capillas de la girola y sus vidrieras fueron las primeras en colocarse, allá por los últimos años del siglo XIII, tan citado, tan ambicioso para la iglesia y tan espléndido. Algunos de los vidrios más antiguos, situados ahora en otras partes, pueden proceder de aquí.

En esas vidrieras se recogen figuras pequeñas como corresponde a la serie baja y su objetivo es representar escenas de la vida de Jesús, de la Virgen y de los santos a cuya memoria estaba dedicadas las capillas.

Por ser más viejas que ninguna otra han sufrido más los estragos del tiempo, los elementos y los hombres. Se conservan de las originales solo escenas parciales, restos de vidrios que se han aprovechado en la nueva configuración que le han dado las sucesivas restauraciones, en la propia girola y en otros lugares, como ya se ha dicho.

Su espíritu particular, su aroma, su carácter imprimen a las capillas una personalidad determinada que sin ella sería de otra forma. Dentro del estilo gótico que las domina, en la de la Virgen Blanca el naturalismo y la libertad renacentistas se adueñan del color para hacerse más humanas y más libres. Pero todas son íntimas y serenas como la luz tenue.
Fuera del recinto interno de la catedral merecen nuestra atención las cuatro vidrieras de la capilla del Santísimo o Santiago o Virgen del Camino, antigua Librería. Realizadas por Diego de Santillana en los primeros años del siglo XVI también gozan de influencias flamencas y del Renacimiento. Severos prelados, evangelistas, santas y santos exhiben sus mejores atuendos y una solemnidad grandiosa que no palidece nunca.
Y sobre la puerta que da acceso al claustro, la vidriera de la Virgen del Dado adaptándose dúctil al espacio que le conceden representa a María con su hijo sobre el brazo izquierdo, amparados ambos por un doselete gótico, a un obispo que pudiera ser Cabeza de Vaca y a cuatro hombres que juegan a los dados: uno los tira, otro observa y los otros dos se pelean. Los vidrios han perdido nitidez y su colorido es débil pero fuerte la tradición que representa. Fue realizada en 1454 por el maestro Anequín siguiendo el modelo de los cartones de Nicolás Francés.

Nicolás Francés, tan identificado con esta iglesia como se ve, no solo dejó muestras de su genialidad en el retablo mayor, en frescos y pinturas sino también en las vidrieras para las que realizó varios cartones, dibujados con su maestría, completos los colores y las formas. Algo que parece obvio pero no siempre era así, pues en la restauración del XIX Juan Bautista Lázaro pudo descubrir cómo algunos vidrieros medievales para ahorrar tiempo y pintura utilizaban unos simples signos que situados en cada parte del cartón indicaban el color que correspondía a tal o cual espacio. Así el signo V representaba al amarillo, X al rojo, L al azul...

   Además de Nicolás Francés y Anequín, citados en las últimas líneas, o Diego de Santillana también citado, se tiene constancia de otros artistas y vidrieros que dejaron la impronta de su sueño en la luz y el color de estos cristales. Entre los primeros en llegar durante la dirección del arquitecto Juan Pérez, se cita a Fernán Arnol, Adam y Pedro Guillelmo. Ya en el siglo XV a Juan de Arquer, Valdovín, otro Juan y Gonzalo de Escalante. Un siglo después a Rodrigo de Herreras, autor de la Natividad en la capilla de la Virgen Blanca. Ellos, los actuales, los restauradores Lázaro y Torbado, todos importan por su pericia y por su ingenio pero sobre todo por la función de transmisores entre una ambición de locos y el delirio que hoy nos maravilla, apóstoles de una fe que quiso bajar el paraíso a las naves de una catedral y lo ha logrado.