El
lugar donde se asienta la catedral de León es el más alto de la
ciudad.
Despejado y sereno, privilegiado receptor de luz y vientos
favorables, aquí estuvieron las termas romanas cuando la Legio VII
Gemina, Pia, Felix, fundada por Augusto, ya en España, decidió
crear esta población en “sitio llano, fértil y delicioso”, en
medio de dos ríos y a una distancia prudente y accesible de las dos
regiones más rebeldes al poder de Roma (Cantabria y Asturias), cuyo
dominio también pretendía el Imperio. Corría por entonces el año
74 de nuestra Era.
La
legión le dio nombre a la ciudad y en ella vivieron caballeros
notables, desde el Legado Augustal, ”cuya jurisdicción -como dice
Manuel Risco- era inmediata a la potestad del emperador, y
comprehendía todos los negocios militares y provinciales”, hasta
los nobles que acompañaban al ilustre Presidente de Provincia o los
que componían la corte del Prefecto, y por supuesto, los soldados
que formaban el ejército más poderoso de entonces.
Las
termas para los romanos ostentaban una condición social de primer
orden y todas sus ciudades las tenían e, incluso, los campamentos
militares. Salubres, plácidas y bellas eran decoradas con motivos
que reproducían escenas alusivas a los baños y las aguas. En 1884
fue hallado en el crucero de la Iglesia de León un mosaico donde
algas y peces le otorgan vida a un mar sereno. En las excavaciones de
1996, con el fin de peatonalizar el entorno de la catedral, han
aparecido valiosos restos, unos correspondientes a las letrinas y
otros a muestras tanto del pavimento de ladrillo que discurría entre
canales y muros formando espinas de pez (opus spicatum) como del
realizado con argamasa de cal y ladrillo machacado y que recibe el
nombre de “opus signium” por ser originario de la ciudad de
Segni, antigua Signia. También en la cripta abierta y ahora
visitable (?), al lado de estas huellas de aquel tiempo, se pueden
contemplar algunas piedras y un murete de la primitiva muralla romana
del siglo I.
Restos todos que nos hablan de los hijos de un pueblo
contradictorio, lleno de sombras pero también de luces y una enorme
ambición. A ellos corresponde el mérito de descubrir este magnífico
emplazamiento para las obras más emblemáticas de la ciudad.
“Esta es la cima de León. Solemos
subir de la ciudad hombres cansados
a beber cada noche esta frescura
y sentir en silencio las estrellas”
(Gamoneda)
Se
cuenta que los godos en su época de dominio contaron allí con aula
regia. Y algunos siglos después, mientras los moros ascendían
buscando ansiosos el norte de la península, Ordoño II llegó de
Galicia para recoger la corona del nuevo reino libre tras la muerte
de su hermano García sin descendencia.
El
que iba a ser gran monarca para León, padre de cinco hijos -más o
menos-, esposo de tres mujeres : Nuña Elvira “a quien amaba
tiernamente”, Aragonta, a la que repudió, imaginamos que porque no
la amaba tanto y además “porque no era de su gusto” según
Sampiro, y Sancha de Navarra; rey activo y emprendedor de “corazón
bravo y colérico”, más amigo de la guerra que del descanso, sin
embargo contó en el mismo lugar que los romanos dedicaron en su día
al cuidado de la piel y los sentidos, el palacio donde buscaba
sosiego y paz tras las batallas.
Ese
palacio, residencia de reyes desde antes de ser León reino pero ya
residencia favorita de los monarcas asturianos, fue el germen primero
de la catedral antigua y por tanto también de la que sobre ella se
iba a iniciar trescientos años después.
El
rey leonés que iniciaba un siglo de esplendor en los años oscuros
del milenio, ganó gloria en su guerra contra los moros pero también
hizo partícipe de ella a la capital legionense, engrandeciendo su
diócesis, enriqueciendo la corte, las iglesias, llevando su trono a
otro palacio y dotando a la ciudad y al reino de un orgullo difícil
de igualar.
La
historia, el rumor y la fantasía se mezclan con descaro en el recreo
de aquellos tiempos y como tan válidos y queridos nos pueden
resultar unas como otro nos importa hacernos eco de todos ellos. Dice
Cabrera, el escritor cubano: “Plutarco, el biógrafo más
importante de la antigüedad, se fiaba más de los rumores que de las
fechas”. Y John Ford aconsejaba -no sé si también lo escribió
Cabrera-: “entre la historia y la leyenda siempre hay que elegir la
leyenda”.
Procuraré, sin embargo, atender la voz de los historiadores.
Algunos de ellos afirman que Ordoño II a su regreso victorioso de la
primera campaña militar a Mérida como rey de León contra los
musulmanes, agradecido a Dios por la suerte en el conflicto, decidió
donar su palacio real para que sobre esas piedras y esa leve
ondulación magnífica que se eleva y se comba como la grupa de un
caballo en la zona más noble de la ciudad, se levantara un templo en
honor a la Virgen. Hay quien asegura que vendió parte de sus joyas y
tierras para sufragar la obra. Otros dicen que el generoso gesto le
sobrevino tras liberar de asedio el castillo de san Esteban de
Gormaz. “Concluida esta expedición se volvió don Ordoño á León
rico de despojos, y alegre con el triunfo; y deseando mostrarse
agradecido a Dios por el beneficio que acababa de recibir..., pensó
luego en ordenar y aumentar el culto divino en la Iglesia principal
de su corte” (Sampiro). Y hay incluso quien sostiene que ni
siquiera llegó a ser el rey quien donó el palacio, sino que un
antiguo abad del Monasterio de san Pedro de Eslonza, que servía a
sus órdenes como Mayordomo, fue el osado que tomó tan arriesgada
decisión.
Partía Ordoño para una de sus múltiples expediciones cuando
sugirió al clérigo levantar una gran iglesia en la ciudad y éste,
apreciando la ubicación y trazas del palacio, se le ocurriría
elegirlo como emplazamiento. Suntuoso, bien situado, con tres grandes
salas como tres naves de techos abovedados, el Mayordomo pensó que
todos eran designios de un poder supremo para que intercediera de
forma definitiva en el cambio de espíritu de un lugar que desde el
subsuelo de los baños y la horizontalidad del lujo y el recreo
elevara su condición como símbolo máximo de fe, aun a expensas de
dejar al rey sin morada. Con una rapidez asombrosa facilitada por la
particular estructura del edificio, con sólo colocar los altares y
algunos arreglos más, el atrevido Mayordomo conseguiría el cambio
de uso y condición con un resultado tan espléndido que el
sorprendido Ordoño, visceral, tras la ira del primer momento, supo
comprender e incluso aplaudir la nueva obra y, auxiliado por su
espíritu cristiano, perdonar tamaña osadía.
Versión fantástica y por tanto muy querida y tan posible como
cualquiera otra, sin duda es arriesgada, máxime teniendo en cuenta
el bravo carácter del rey y el eco de otros rumores y escritos que
no sólo contradicen esta hipótesis sino que abundan en el carácter
voluntario de la donación por parte del monarca y significan su gran
enojo contra el Mayordomo, llegando a amenazarlo de muerte, no por lo
dicho sino por lo contrario, la tenaz resistencia que oponía a la
decisión de donar el palacio real para iglesia mayor.
Sea
como fuere, lo cierto pudiera ser que bajo el reinado de Ordoño II
se inicia la construcción de la primera catedral leonesa. Y si o fue
así, otros autores sostienen que ya en el siglo IX, su abuelo Ordoño
I donó el palacio para levantar la iglesia y que al ambicioso nieto
sólo le cupo la gloria de falsificar las escrituras para
inscribirse en la historia como autor del generoso gesto.
Prerrománica o románica, de ladrillo y ambiciosa, a engrandecer
su espíritu llegaron pronto las reliquias de san Froilán, eremita
durante años en el monte Curueño y más tarde obispo de León y
santo. También sus piedras gozarían el honor de contemplar y
ennoblecerse con las coronaciones respectivas de reyes tan queridos y
admirados como Ramiro II o Alfonso V. Cuando en 924 Ordoño muere en
Zamora, sus restos son trasladados a la catedral donde aún descansan
con todo el honor que se merecen.
Así, con esa dignidad y otras más humildes con esfuerzos,
gracias, “milagros” y un afán infinito ha ido sosteniendo la seo
leonesa la creencia de los fieles a pesar de las feroces acometidas
que le iría tocando en suerte vivir. Gobernaba entonces la diócesis
el obispo Frunimio, quien en 928 decidió dejar en herencia a la
catedral joyas, valiosos objetos de plata, libros, vino y una huerta
recibida de sus padres para él retirarse al monasterio de santa
María de Bomba en la provincia de Valladolid y dedicar su vida a la
meditación y el diálogo íntimo con Dios.
Después de haber salido León con empuje del siglo IX y gozar la
gloria en el décimo -Sánchez Albornoz escribe: “el rey Magno, en
un salto de tigre, extendió sus estados hasta el Mondego, el Duero y
el Pisuerga; León dejó de estar amenazada; al desplazarse hacia el
Sur la raya fronteriza, pasó a ser centro político del reino, y en
adelante se convirtió en la capital de la joven y fuerte monarquía,
en que se fundieron sangres, ideas, costumbres, normas jurídicas,
instituciones y formas artísticas de abolengo romano, de raigambre
visigoda y de origen árabe. Durante el s. X, León fue la población
más importante de la España cristiana”-, los últimos años del
siglo, sin embargo, no resultaron en absoluto positivos para la
ciudad ni para su principal templo.
Gobernaba el reino leonés un debilitado Vermudo II a quien
hostigaban sus propios nobles, especialmente bajo la inspiración o
el mando directo del conde de Saldaña, ambicioso de la corona para
su nieto. Esa circunstancia favorable fue aprovechada por el ejército
musulmán que a las órdenes de Abi Amir (el Almanzor de las crónicas
cristianas) sitió León en 986 y tras duros meses de asedio
emprendió violentas incursiones que dañaron sus puertas, sus
murallas y sus edificios más queridos, intentando arrasar cuanto
encontraba a su paso. La iglesia, sin embargo, fiel al pueblo y su
carácter, resistió con valentía aunque quedaron las huellas
terribles de la guerra grabadas en sus muros. Y no cesaron ahí los
ataques de los invasores. Alguna crónica nos habla de una ciudad
muerta, casi fantasma tras la ofensiva del heredero Abd al-Malik en
los primeros años del siguiente siglo.
No
obstante, las diferentes ofensivas la dejaron al borde de la
destrucción, malherida, abocada a una miseria que a duras penas
paliaban los generosos esfuerzos y las donaciones en que los fieles
se volcaron tras el desastre que siguió a las sucesivas incursiones
de Almanzor y su hijo. “Las capillas amenazaban ruina, los altares
estaban descompuestos, las paredes desnudas y maltratadas con las
copiosas lluvias, los Canónigos sin casas, y oficinas y el templo
sin los libros y ornamentos necesarios”, nos cuenta el Padre Risco
en “España Sagrada”.
Tiempos difíciles aquellos. El abismo a los pies y aún tanta
grandeza. Pero resistir es vencer. Y las cenizas no se apagaron
totalmente. Ni la fe de los sufridos ciudadanos. Pronto soplarían
otros vientos. Llegó la paz, años de sosiego y toda la esperanza
imaginable, y con ellos don Pelayo, un obispo que desde que en 1073
(ya con el gran Alfonso VI en el poder) se hizo cargo de la diócesis
leonesa, se se enamoró de la ciudad, de su templo y del futuro que
querían. Y como el amor obra milagros, él, generoso y decidido, no
sólo puso las riquezas de que disponía al servicio de una ambiciosa
restauración, sino que usó de su influencia para que los fieles,
los nobles, los señores, todos aquellos que tuvieran medios y
devoción cristiana (de eso no faltaba) los pusieran también al
servicio de causa tan solemne. Logró aunar voluntades y reunir una
buena suma de bienes y dinero. Con ellos acometió la rehabilitación
de los muros y altares, dotó una rica biblioteca y alrededor de la
basílica hizo levantar claustros y dependencias donde los canónigos
pudieran desarrollar su vida con la dignidad que les regalaban los
tiempos. Así quedaba definitivamente configurada la iglesia románica
que daba continuidad a la primitiva de Ordoño II y se preparaba para
encarar el futuro.
Y
también de ese modo sereno y eficaz, con esas trazas, esa ilusión,
ese silencio y ese esfuerzo que ayudaron a vencer las peores
aventuras y los años más difíciles, se iría entrando en el siglo
XII que iba a traer nuevos aires para una fe que crecía y un anhelo
que buscaba con fervor la luz tras surgir de las tinieblas.
Todo será distinto desde entonces, más vertical, más sublime y
ambicioso.
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