sábado, 10 de mayo de 2014

ANTECEDENTES HISTÓRICOS

El lugar donde se asienta la catedral de León es el más alto de la ciudad.

Despejado y sereno, privilegiado receptor de luz y vientos favorables, aquí estuvieron las termas romanas cuando la Legio VII Gemina, Pia, Felix, fundada por Augusto, ya en España, decidió crear esta población en “sitio llano, fértil y delicioso”, en medio de dos ríos y a una distancia prudente y accesible de las dos regiones más rebeldes al poder de Roma (Cantabria y Asturias), cuyo dominio también pretendía el Imperio. Corría por entonces el año 74 de nuestra Era.

La legión le dio nombre a la ciudad y en ella vivieron caballeros notables, desde el Legado Augustal, ”cuya jurisdicción -como dice Manuel Risco- era inmediata a la potestad del emperador, y comprehendía todos los negocios militares y provinciales”, hasta los nobles que acompañaban al ilustre Presidente de Provincia o los que componían la corte del Prefecto, y por supuesto, los soldados que formaban el ejército más poderoso de entonces.

Las termas para los romanos ostentaban una condición social de primer orden y todas sus ciudades las tenían e, incluso, los campamentos militares. Salubres, plácidas y bellas eran decoradas con motivos que reproducían escenas alusivas a los baños y las aguas. En 1884 fue hallado en el crucero de la Iglesia de León un mosaico donde algas y peces le otorgan vida a un mar sereno. En las excavaciones de 1996, con el fin de peatonalizar el entorno de la catedral, han aparecido valiosos restos, unos correspondientes a las letrinas y otros a muestras tanto del pavimento de ladrillo que discurría entre canales y muros formando espinas de pez (opus spicatum) como del realizado con argamasa de cal y ladrillo machacado y que recibe el nombre de “opus signium” por ser originario de la ciudad de Segni, antigua Signia. También en la cripta abierta y ahora visitable (?), al lado de estas huellas de aquel tiempo, se pueden contemplar algunas piedras y un murete de la primitiva muralla romana del siglo I.

Restos todos que nos hablan de los hijos de un pueblo contradictorio, lleno de sombras pero también de luces y una enorme ambición. A ellos corresponde el mérito de descubrir este magnífico emplazamiento para las obras más emblemáticas de la ciudad.
“Esta es la cima de León. Solemos
subir de la ciudad hombres cansados
a beber cada noche esta frescura
y sentir en silencio las estrellas”
(Gamoneda)

Se cuenta que los godos en su época de dominio contaron allí con aula regia. Y algunos siglos después, mientras los moros ascendían buscando ansiosos el norte de la península, Ordoño II llegó de Galicia para recoger la corona del nuevo reino libre tras la muerte de su hermano García sin descendencia.
El que iba a ser gran monarca para León, padre de cinco hijos -más o menos-, esposo de tres mujeres : Nuña Elvira “a quien amaba tiernamente”, Aragonta, a la que repudió, imaginamos que porque no la amaba tanto y además “porque no era de su gusto” según Sampiro, y Sancha de Navarra; rey activo y emprendedor de “corazón bravo y colérico”, más amigo de la guerra que del descanso, sin embargo contó en el mismo lugar que los romanos dedicaron en su día al cuidado de la piel y los sentidos, el palacio donde buscaba sosiego y paz tras las batallas.

Ese palacio, residencia de reyes desde antes de ser León reino pero ya residencia favorita de los monarcas asturianos, fue el germen primero de la catedral antigua y por tanto también de la que sobre ella se iba a iniciar trescientos años después.

El rey leonés que iniciaba un siglo de esplendor en los años oscuros del milenio, ganó gloria en su guerra contra los moros pero también hizo partícipe de ella a la capital legionense, engrandeciendo su diócesis, enriqueciendo la corte, las iglesias, llevando su trono a otro palacio y dotando a la ciudad y al reino de un orgullo difícil de igualar.

La historia, el rumor y la fantasía se mezclan con descaro en el recreo de aquellos tiempos y como tan válidos y queridos nos pueden resultar unas como otro nos importa hacernos eco de todos ellos. Dice Cabrera, el escritor cubano: “Plutarco, el biógrafo más importante de la antigüedad, se fiaba más de los rumores que de las fechas”. Y John Ford aconsejaba -no sé si también lo escribió Cabrera-: “entre la historia y la leyenda siempre hay que elegir la leyenda”.

Procuraré, sin embargo, atender la voz de los historiadores. Algunos de ellos afirman que Ordoño II a su regreso victorioso de la primera campaña militar a Mérida como rey de León contra los musulmanes, agradecido a Dios por la suerte en el conflicto, decidió donar su palacio real para que sobre esas piedras y esa leve ondulación magnífica que se eleva y se comba como la grupa de un caballo en la zona más noble de la ciudad, se levantara un templo en honor a la Virgen. Hay quien asegura que vendió parte de sus joyas y tierras para sufragar la obra. Otros dicen que el generoso gesto le sobrevino tras liberar de asedio el castillo de san Esteban de Gormaz. “Concluida esta expedición se volvió don Ordoño á León rico de despojos, y alegre con el triunfo; y deseando mostrarse agradecido a Dios por el beneficio que acababa de recibir..., pensó luego en ordenar y aumentar el culto divino en la Iglesia principal de su corte” (Sampiro). Y hay incluso quien sostiene que ni siquiera llegó a ser el rey quien donó el palacio, sino que un antiguo abad del Monasterio de san Pedro de Eslonza, que servía a sus órdenes como Mayordomo, fue el osado que tomó tan arriesgada decisión.
Partía Ordoño para una de sus múltiples expediciones cuando sugirió al clérigo levantar una gran iglesia en la ciudad y éste, apreciando la ubicación y trazas del palacio, se le ocurriría elegirlo como emplazamiento. Suntuoso, bien situado, con tres grandes salas como tres naves de techos abovedados, el Mayordomo pensó que todos eran designios de un poder supremo para que intercediera de forma definitiva en el cambio de espíritu de un lugar que desde el subsuelo de los baños y la horizontalidad del lujo y el recreo elevara su condición como símbolo máximo de fe, aun a expensas de dejar al rey sin morada. Con una rapidez asombrosa facilitada por la particular estructura del edificio, con sólo colocar los altares y algunos arreglos más, el atrevido Mayordomo conseguiría el cambio de uso y condición con un resultado tan espléndido que el sorprendido Ordoño, visceral, tras la ira del primer momento, supo comprender e incluso aplaudir la nueva obra y, auxiliado por su espíritu cristiano, perdonar tamaña osadía.

Versión fantástica y por tanto muy querida y tan posible como cualquiera otra, sin duda es arriesgada, máxime teniendo en cuenta el bravo carácter del rey y el eco de otros rumores y escritos que no sólo contradicen esta hipótesis sino que abundan en el carácter voluntario de la donación por parte del monarca y significan su gran enojo contra el Mayordomo, llegando a amenazarlo de muerte, no por lo dicho sino por lo contrario, la tenaz resistencia que oponía a la decisión de donar el palacio real para iglesia mayor.

Sea como fuere, lo cierto pudiera ser que bajo el reinado de Ordoño II se inicia la construcción de la primera catedral leonesa. Y si o fue así, otros autores sostienen que ya en el siglo IX, su abuelo Ordoño I donó el palacio para levantar la iglesia y que al ambicioso nieto sólo le cupo la gloria de falsificar las escrituras para inscribirse en la historia como autor del generoso gesto.

Prerrománica o románica, de ladrillo y ambiciosa, a engrandecer su espíritu llegaron pronto las reliquias de san Froilán, eremita durante años en el monte Curueño y más tarde obispo de León y santo. También sus piedras gozarían el honor de contemplar y ennoblecerse con las coronaciones respectivas de reyes tan queridos y admirados como Ramiro II o Alfonso V. Cuando en 924 Ordoño muere en Zamora, sus restos son trasladados a la catedral donde aún descansan con todo el honor que se merecen.

Así, con esa dignidad y otras más humildes con esfuerzos, gracias, “milagros” y un afán infinito ha ido sosteniendo la seo leonesa la creencia de los fieles a pesar de las feroces acometidas que le iría tocando en suerte vivir. Gobernaba entonces la diócesis el obispo Frunimio, quien en 928 decidió dejar en herencia a la catedral joyas, valiosos objetos de plata, libros, vino y una huerta recibida de sus padres para él retirarse al monasterio de santa María de Bomba en la provincia de Valladolid y dedicar su vida a la meditación y el diálogo íntimo con Dios.

Después de haber salido León con empuje del siglo IX y gozar la gloria en el décimo -Sánchez Albornoz escribe: “el rey Magno, en un salto de tigre, extendió sus estados hasta el Mondego, el Duero y el Pisuerga; León dejó de estar amenazada; al desplazarse hacia el Sur la raya fronteriza, pasó a ser centro político del reino, y en adelante se convirtió en la capital de la joven y fuerte monarquía, en que se fundieron sangres, ideas, costumbres, normas jurídicas, instituciones y formas artísticas de abolengo romano, de raigambre visigoda y de origen árabe. Durante el s. X, León fue la población más importante de la España cristiana”-, los últimos años del siglo, sin embargo, no resultaron en absoluto positivos para la ciudad ni para su principal templo.

Gobernaba el reino leonés un debilitado Vermudo II a quien hostigaban sus propios nobles, especialmente bajo la inspiración o el mando directo del conde de Saldaña, ambicioso de la corona para su nieto. Esa circunstancia favorable fue aprovechada por el ejército musulmán que a las órdenes de Abi Amir (el Almanzor de las crónicas cristianas) sitió León en 986 y tras duros meses de asedio emprendió violentas incursiones que dañaron sus puertas, sus murallas y sus edificios más queridos, intentando arrasar cuanto encontraba a su paso. La iglesia, sin embargo, fiel al pueblo y su carácter, resistió con valentía aunque quedaron las huellas terribles de la guerra grabadas en sus muros. Y no cesaron ahí los ataques de los invasores. Alguna crónica nos habla de una ciudad muerta, casi fantasma tras la ofensiva del heredero Abd al-Malik en los primeros años del siguiente siglo.
No obstante, las diferentes ofensivas la dejaron al borde de la destrucción, malherida, abocada a una miseria que a duras penas paliaban los generosos esfuerzos y las donaciones en que los fieles se volcaron tras el desastre que siguió a las sucesivas incursiones de Almanzor y su hijo. “Las capillas amenazaban ruina, los altares estaban descompuestos, las paredes desnudas y maltratadas con las copiosas lluvias, los Canónigos sin casas, y oficinas y el templo sin los libros y ornamentos necesarios”, nos cuenta el Padre Risco en “España Sagrada”.
Tiempos difíciles aquellos. El abismo a los pies y aún tanta grandeza. Pero resistir es vencer. Y las cenizas no se apagaron totalmente. Ni la fe de los sufridos ciudadanos. Pronto soplarían otros vientos. Llegó la paz, años de sosiego y toda la esperanza imaginable, y con ellos don Pelayo, un obispo que desde que en 1073 (ya con el gran Alfonso VI en el poder) se hizo cargo de la diócesis leonesa, se se enamoró de la ciudad, de su templo y del futuro que querían. Y como el amor obra milagros, él, generoso y decidido, no sólo puso las riquezas de que disponía al servicio de una ambiciosa restauración, sino que usó de su influencia para que los fieles, los nobles, los señores, todos aquellos que tuvieran medios y devoción cristiana (de eso no faltaba) los pusieran también al servicio de causa tan solemne. Logró aunar voluntades y reunir una buena suma de bienes y dinero. Con ellos acometió la rehabilitación de los muros y altares, dotó una rica biblioteca y alrededor de la basílica hizo levantar claustros y dependencias donde los canónigos pudieran desarrollar su vida con la dignidad que les regalaban los tiempos. Así quedaba definitivamente configurada la iglesia románica que daba continuidad a la primitiva de Ordoño II y se preparaba para encarar el futuro.

Y también de ese modo sereno y eficaz, con esas trazas, esa ilusión, ese silencio y ese esfuerzo que ayudaron a vencer las peores aventuras y los años más difíciles, se iría entrando en el siglo XII que iba a traer nuevos aires para una fe que crecía y un anhelo que buscaba con fervor la luz tras surgir de las tinieblas.

Todo será distinto desde entonces, más vertical, más sublime y ambicioso.




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