miércoles, 13 de mayo de 2020

NAVATEJERA

Navatejera es un pueblo en la encrucijada, un pueblo que ha saltado del ayer al hoy con rapidez y estrépito pero sin sobresaltos que alteren su plácido discurrir. Y que vive en la duda entre convertirse en “una ciudad dormitorio” del alfoz de León o mantener el espíritu tranquilo de “lugarejo”, como lo define Díaz-Jiménez y Molleda en el escrito que recoge el Boletín de Real Academia de la Historia de 1922 cuando se refiere al descubrimiento de la “Villa Romana” durante el año 1885, “en el camino muerto que entonces ponía en comunicación la capital con el pueblo de Villaquilambre y en el trozo que pasa junto a la ladera del altozano en que se encuentra el lugarejo de Navatejera...”.


Los romanos que llegaron a la provincia leonesa en busca de oro y otros bienes con que seguir engrandeciendo el imperio y levantaron el campamento militar de la Legio VII Gémina y puede que de la Legio VI a escasos cinco quilómetros de Navatejera, gustaban de buscar para sus asentamientos parajes bellos y despejados que reciban el influjo benéfico del aire y el sol y próximos a lugares donde abunde el agua, tan apreciada en sus vidas. Se dice que los romanos de entonces consumían tanta agua diaria como hoy la ciudad de Roma, ya que buena parte de sus cultura y costumbres giraban en torno al noble elemento.

Situado en la margen derecha del Torío y surcado por presas y manantiales en abundancia, Nava (como la conocemos casi todos) ofrecía incentivos suficientes para atraer a aquellos primeros pobladores. 

La Villa Romana”, cuyos restos se encuentran en situación de semiabandono a pesar de la declaración de Monumento Histórico Artístico en 1931 y al “amparo” del Museo de León, comprendía, según los investigadores, la casa de recreo a la vez que de labor de una notable familia de la época. En las excavaciones que siguieron a su descubrimiento casi por sorpresa en 1885 cuando las abundantes lluvias del invierno arrastraron tierras y horadaron profundos hoyos, se han recuperado ricos mosaicos, fragmentos de cerámicas, restos de estatuas que simbolizan a una diosa, monedas con la efigie del emperador y, según se recoge en la memoria, “instrumentos de labranza, piedras de molino y no escasa clavazón”. La residencia la componía una zona “noble” destinada a la familia y una “rústica” a su izquierda para alojamiento de esclavos y donde se hallaban también los cubiles, gallineros, bodega y edificaciones necesarias para cobijar a los animales y los diversos aperos de labranza. Espacio importante, como era costumbre en Roma, ocupaban los baños, con los diferentes hornos para calentar el agua destinada a los baños calientes y de vapor (caldaria y laconicum). Ya a principios del siglo XX, sin embargo, resultaba difícil diferenciar dichas estancias. En gran medida debido a que a los pocos días del feliz descubrimiento “y a pesar de las precauciones tomadas por la Comisión, el vulgo ignorante, aprovechando los descuidos del guarda, penetró por distintos puntos de la empalizada y destruyó las grandes baldosas que cubrían los hornillos de los hipocaustos, deshizo los pilares de éstos y arrancó las tégulas que formaban las cañerías que conducían el agua a las distintas habitaciones y que tendidas por los suelos y atravesando los muros, ora cálida, ora templada o convertida en vapor, calentaba, refrescaba o inundaba el aire de las cámaras. La destrucción hubiera sido completa de no haberse vuelto a soterrar los restos más notables y a cobijarse con edificaciones los ricos pavimentos de mosaico...”.

Los primeros pobladores debieron asentarse en este pequeño altozano que se eleva desde la “Villa Romana” buscando también el sol y otros vientos favorables y por cuyo subsuelo discurren las presas que incluso en recientes excavaciones para la construcción de nuevas viviendas ha originado no pocas dificultades. Y es que el agua ha estado siempre tan ligada al pueblo como a Roma. De hecho hasta su nombre la refiere, ya que como explica Ana Isabel Arias en su libro “San Antonio Abad y el pueblo de Navatejera”: “Navatijera o Nava Tixera debe su nombre a la abundancia de agua y presas que hay por estos parajes provenientes del río Torío. Nava significa tierra baja y llana con abundancia de agua, Tijera alude a los canales por los que discurría el agua”. El propio diccionario de la Real Academia de la Lengua incluye en la definición de nava la de “terreno pantanoso”. Por cierto, a san Antonio Abad, ese eremita al que las leyendas y la historia atribuyen una querencia especial por los animales e incluso la curación milagrosa de alguno de ellos, se le rinde tributo en el pueblo cada 17 enero, fecha estimada de su muerte. 

Puede que fuera la abundancia de agua unida al terreno arcilloso quienes propiciaron la instalación en el pueblo de varias “tejeras” donde se fabricaban tejas y ladrillos, como si quisieran encontrarle otro sentido al nombre que lo define. La última en cerrar se situaba precisamente muy próxima a los restos romanos, en el solar que hoy ocupa un inmenso bazar chino. 

Y es que como comentamos en las primeras líneas, Nava ha saltado con vértigo del ayer al hoy, de ese ayer que mediados los años cuarenta del último siglo apenas rebasaba los 200 habitantes cuando hoy ronda los 10.000. De ese ayer que como me recuerda un amable anciano sentado a la tímida sombra de las hojas de un viejo árbol protegiéndose de los primeros rayos de sol de una mañana de primavera en un banco de la pequeña plazoleta hoy llamada Plaza Salvador Fernández, “aquí -me informa- estaba precisamente la primitiva escuela, a la que acudíamos entre veinte y treinta niños cuando yo era rapaz, atendidos por un solo maestro”, a un hoy donde aproximadamente seiscientos alumnos acuden al moderno grupo escolar CEIP Villa Romana en que imparten clase más de cuarenta profesores. 

Y es que Nava se ha multiplicado en los últimos años “como los panes y los peces”. Muy especialmente desde los primeros noventa del pasado siglo cuando se acentuaba la expansión de la capital. Viendo levantarse chalets y edificios de varias plantas al lado de las viviendas más humildes, creando un polígono industrial (éste, al menos, sí, con empresas), acogiéndonos a multitud de leoneses que por diversos motivos nos hemos ido acercando a él. En su término se encuentra una de las instalaciones deportivas y sociales más completas de España bajo el nombre de “Casa de Asturias”, que ocupa una superficie que supera los 100.000 metros cuadrados y cuenta con cerca de 10.000 socios. Las calles, rotondas y la carretera León-Collanzo que la abraza por el este protegiéndola del Torío y la línea de FEVE que funciona (o debería funcionar) como tren de cercanías, han ido adquiriendo los hábitos de la urbe. Únicamente su iglesia se erige sobria y elegante en medio de tanto “desarrollo” con su espadaña apuntando al cielo y su atrio buscando y escondiendo el sol que llega del sur y dedicada a san Miguel Arcángel, en cuyo honor se celebran célebres y bulliciosas fiestas en el mes de Mayo.

Mientras todo eso sucede, mientras el tiempo pasa y las gentes viven, se afanan y divierten, Nava sigue acogiendo forasteros y todos -nativos y recién llegados-, contribuimos con nuestro grano de arena para que este lugar que tan propicio consideraban antiguos y sabios romanos siga escribiendo con elegancia su pequeña historia y manteniendo su espíritu noble, privilegiado receptor de agua, sol y aires favorables gracias a su inteligente emplazamiento.




viernes, 8 de mayo de 2020

LAGUNA DE NEGRILLOS

Laguna de Negrilllos rinde tributo a la Naturaleza ya en su nombre. El agua y los árboles como símbolo máximo del campo y la vida que generan. Ambiciones -sueño y deseo- necesarias y casi indispensables para un territorio enclavado al sur del páramo leonés, donde dichos elementos no abundan precisamente con la generosidad que en otras zonas de la rica y variada provincia de León. 


Los negrillos que, según viejas tradiciones, bordeaban en lejanos tiempos charcos, poblaban las riberas de los arroyos y se adentraban hasta las mismas puertas de las casas, poco a poco fueron sufriendo sucesivas pérdidas a medida que se roturaban terrenos destinados al cultivo, hasta que ya en la década de los setenta del pasado siglo, la grafiosis (esa enfermedad letal que según parece viene de Asia, donde los olmos son más resistentes que aquí) acabó definitivamente con los últimos ejemplares. 

El agua, que nunca ha sobrado a estas tierras, se remansaba, en cambio, en pequeñas lagunas o fuentes naturales que brotan sin excesivo entusiasmo en los alrededores del pueblo.

Las condiciones de vida y el paisaje han cambiado con los años, pero el espíritu primero permanece en sus calles, en sus casas, en sus iglesias y en la memoria de los nuevos pobladores. La primera vez que visité Laguna de Negrillos -por los ya lejanos años setenta- la impresión que recibieron mis ojos fue la estampa de un gigante que llevara mucho tiempo tendido de espaldas al sol con los brazos abiertos en cruz y el semblante sereno contemplando una llanura a la que no se le adivina el horizonte mientras evoca con nostalgia una historia que puede que comenzase hace más de mil años. 
Reyes, belicosos guerreros, señores con ambiciones de aristócratas y servidores fieles eligieron el enclave como punto de defensa en sus tareas de dominio y expansión. 

Aunque caben muchas posibilidades de que Fernando II fuese el primero de los monarcas del reino leonés que eligió este enclave como uno de sus baluartes defensivos en estratégica zona, en realidad sería su hijo Alfonso IX (el rey a quien alcanzó la gloria de convocar en el claustro de san Isidoro de León La Curia Regia en que se encontraban representados “Los Tres Estados”, como precursora de las primeras cortes que podríamos definir como democráticas en la vieja Europa) quien otorgó fuero a Laguna y la repobló y engrandeció, esforzado en mantener firme un camino de salida a su reino en torno a la Vía de la Plata. 

El rey castellano Alfonso VIII, rompiendo los pactos previamente suscritos se había saltado las fronteras y comenzaba a invadir territorio leonés. Ya se había apoderado de Valderas y Valencia de don Juan, a escasos quilómetros de Laguna, objetivo siguiente del castellano, previo acoso a la importante población de Astorga. Ambas plazas, sin embargo, resistieron aunque dichas acometidas animan al rey de León a defenderse de manera más firme e inicia la construcción de murallas y un imponente castillo con su altiva y sólida torre mayor. Castillo que a lo largo de los años ha sufrido achaques, rehabilitaciones y ruinas pero llega hasta nosotros con un magnífico aspecto. 

Contamos con referencias del apoyo de Alfonso IX a una época de esplendor para Laguna de Negrillos, y también con textos que confirman su estancia en el pueblo, ya que en uno de los puntos del “Fuero” otorgado se reseña, “el deber colectivo de entregar al rey, cuando viniera a Laguna, la cantidad de 30 maravedíes en equivalencia dineraria de un buen yantar debido al monarca”. 

Algunos documentos y escritos, sin embargo, apuntan a otros reyes como impulsores de la época de esplendor de Laguna de Negrillos, y donantes de los fueros. La confusión quizás la propicie el hecho de que como apunta el historiador Justiniano Rodríguez, “el núcleo primitivo (se refiere a los fueros) viene puesto en boca de un rey Alfonso (sin especificar ordinal) quien justifica la concesión generosa de la carta cuando dice: “que yo el rey don Alfonso hago a vos los pobladores de Laguna e de todas sus aldeas”.

Aparecen también referencias anteriores en escritos a lugares que bien pudieran identificarse con el pueblo actual, por ejemplo en donaciones como la que realiza el rey Alfonso VI -conquistador de Toledo, impulsor del Camino de Santiago y uno de los grandes reyes de la historia de España- a “la iglesia de Astorga”.

Pero al igual que sucediera en otros muchos territorios a lo largo del extenso período medieval, siguen a los tiempos de gloria y esplendor años de oscurantismo y decadencia. Se produce un acusado despoblamiento y murallas y castillo se arruinan. Habrá que esperar al siglo XV para que de la mano del conde de Luna, Diego Fernández de Quiñones, recobren buena parte de las venturas de su pasado.

Pero Laguna como el resto de pueblos y personas no puede vivir únicamente mirando hacia atrás, por eso encara el presente y el futuro con nuevos bríos, nuevas esperanzas. Se siguen cultivando cereales y legumbres. Se organizan fiestas que recrean la historia y distraen a los nativos a la vez que invitan a acercarse a forasteros y turistas. Para ello, si es preciso, se amparan en la tradición o se fijan en la tierra. 

La Cofradía del Señor Sacramentado viene organizando desde el siglo XVII “La procesión del Corpus” que congrega cada año a cientos de personas en torno a un espectáculo único donde se mezclan la espiritualidad y el teatro: un san Sebastián ataviado en un estilo entre carnavalesco y militar parte a mediodía de san Juan Bautista (iglesia parroquial que remonta sus orígenes a los siglos XV y XVI, con su espléndida torre amparada por el pequeño pórtico que sustentan seis columnas) y marcha a un ritmo de firmes taconazos seguido de un cortejo integrado por danzantes, los once apóstoles y dos birrias que representan una imagen entre burlona y ridícula del diablo. Los acompañan las mejores imágenes que se conservan en los templos y las niñas y niños ataviados con los trajes con que ese año han recibido la Primera Comunión. Aproximadamente una hora más tarde harán su entrada en la ermita del Arrabal, donde se celebra la solemne misa.

Aún queda el camino de regreso a la iglesia de san Juan. Allí, un san Sebastián convertido a la fe, se despoja de la máscara que ha cubierto toda la mañana su rostro y huye hacia su casa, seguido de los danzantes y birrias y avergonzado de su prepotencia al querer colocarse a la altura del mismo Dios. Acto con el que concluye la vistosa, prolongada y sentida celebración.

Es el “Corpus” una fiesta de hondo raigambre que, como se ha dicho, hunde sus raíces en la Edad Media y ha prendido en los corazones de los “laguneses” con el espíritu de un alma común y ha sido declarada de “Interés Provincial y Regional”.

Pero si celebraciones como ésta podemos afirmar, haciendo uso de una licencia literaria, que llegan del cielo, los vecinos de Laguna, muy pragmáticos, no se olvidan de la tierra de la que se han extraído durante años sus valoradas alubias y, aunque a muchos resulte curioso, a esta generosa, nutritiva y antiquísima legumbre traída de América por los primeros “conquistadores” honran también con una fiesta que no desmerece a las de carácter místico o religioso. En pleno mes de agosto cuando más visitantes, oriundos, emigrados y turistas acuden al pueblo se organizan cuatro días de alegres festejos en los que la ALUBIA se convierte en protagonista máxima y excusa para divertirse. 

Las dos fiestas tradicionales de Laguna, “el Voto” y “el Corpus”, se celebran en fechas primaverales. Y ese detalle que carecía de importancia cuarenta o cincuenta años atrás, torna decisivo en una época en que numerosos vecinos como otros muchos leoneses se habían visto obligados a emigrar hacia lejanas tierras -de la década de los 60 a la de los 80, Laguna había perdido 500 habitantes- en busca de un futuro mejor. Solo podía contarse con su presencia en verano. De ahí nació la idea entre los ediles de organizar una multitudinaria fiesta para el mes de agosto. 

Me dice Vicente Baza, que a mediados de los setenta, los jóvenes que necesitaban clases de recuperación en sus estudios acudían a una antigua biblioteca cedida por al Ayuntamiento. El alcalde comentó a los profesores que no pensaba cobrarles por la cesión del local, pero a cambio quería que organizasen una fiesta de verano. La iniciativa fue asumida por todos dede el primer momento. Se envió a los jóvenes alumnos a pedir dinero por las casas para el festivo fin. Los vecinos colaboraron gustosamente. Y desde un principio se pensó en la alubia -cultivo esencial en aquella época- como la protagonista en torno a la que girase la fiesta.

Desde el primer año resultó un completo éxito, a pesar de la inexperiencia de los organizadores y los escasos recursos con que contaban. Pero ya se atrevieron con desfiles de carros y carrozas, que entonces provocaban más risa que admiración. Como el rústicamente adornado por los más jóvenes, del que tiraba un macho y al que acompañaba como símbolo de su participación en las tareas del campo, una famélica burra que, según recuerda Vicente, había conseguido otro de los mozos de entonces, Virgilio -no recuerda bien cómo ni donde- pero que sus fuerzas (las de la burra) debían ser tan escasas que a duras penas consiguió llegar con vida al final de las fiestas.

Desde entonces, mucho ha cambiado. No en entusiasmo ni imaginación, pero sí en medios, organización y el apoyo esencial de las diferentes peñas. 

Hoy se eligen reina y damas entre las chicas más guapas del pueblo, se organizan desfiles participativos con vistosas carrozas y disfraces, premios y concursos, se baila en las verbenas y las más originales y creativas embarcaciones descienden por las aguas del “reguero”. Los carros -estos sí- lujosamente engalanados despiertan la admiración de los presentes.

No debemos, sin embargo, olvidarnos de la famosa “alubiada”, centro, motivo y justificación en torno a la cual se organiza todo. Un lujo de diversión para quienes participan, pero no menos para quienes lo contemplan.

Estas festividades como otras similares no solo reflejan lo que tienen de espíritu festivo sino que hablan también del alma y el corazón de un pueblo que sueña y no se detiene, que atesora fuerzas suficientes para enfrentarse al duro presente y al incierto futuro para el que cuentan, como hemos dicho, con uno de los más ricos pasados de los muchos que atesoran los pueblos de León.











martes, 28 de abril de 2020

LEÓN

Las ciudades cambian pero hay en ellas un espíritu que permanece siempre. Por eso tanto los mayores como los jóvenes, los optimistas, los nostálgicos, los inmigrantes o los turistas vemos León como una ciudad de espacios abiertos, llena de luz, de calma y de belleza (de ella dijo Ortega y Gasset: “la ciudad irradiando reflejos tiene un despertar de joya”), un lugar que, heredero de un rico pasado y portador de un presente lleno de horizontes, abre grietas continuas por las que asoman su resignación y sobre todo su orgullo, porque esta vieja población que los romanos construyeron en los primeros años de la Era Cristiana como un cuartel, ya en el siglo X había tenido “24 reyes antes que Castilla leyes”, aunque ahora no sea más que la capital de otra de las nueve provincias de una comunidad autónoma mal asimilada y querida por casi todos y que se llama Castilla y León porque no ha sido capaz de inventar una identidad ni tan siquiera un nombre.
Y es que León es una ciudad individualista y soñadora como sus gentes. Por eso aquí abundan los quijotes y los poetas. Quijotes individuales como Guzmán el Bueno que se fue al sur para defender la plaza de Tarifa contra los moros ofreciendo a su propio hijo en sacrificio. O quijotes colectivos como esos miles de leoneses que en la década de los sesenta del s. XX, viviendo en la capital de una de las provincias más ricas del país en recursos minerales y energéticos, apoyaron el proceso industrializador de otras regiones menos favorecidas, contribuyendo a su recuperación mientras dejaban la suya abandonada.

Lo de los poetas es otra historia. Así como hay futbolistas en Brasil, pescadores en Galicia, leñadores en Vizcaya o chulos en Madrid, hay poetas en León. Cada pueblo crea a sus propias gentes porque la tierra marca, enseña, modula y forma más allá de la propia voluntad. Crémer, Nora, Gamoneda, Colinas, Mestre, Llamazares, o los que han buscado otro medio de expresión a su poesía como Fermín Cabal en el teatro, Pereira con el cuento o Luis Mateo Díez, Merino, Torbado, Trapiello o Aparicio con la novela, no son más que la consecuencia brillante y lógica de una cantera inagotable. 


Sin embargo, ser poeta en León no tiene mérito. Aquí la poesía vie en la calle, en la luz policromada que renace día tras día a través de las vidrieras de la catedral, en las pinturas del Panteón Real de san Isidoro, en la humildad de sus dos ríos, en la fachada plateresca y deslumbrante de san Marcos, en los arcos y las piedras de sus plazas, en las nieves del invierno, en el aire cargado de los bares del barrio Húmedo, en las narraciones de los ancianos, en las risas de los niños, en los ojos misteriosos de las gentes que cruzan a todas horas la avenida de Ordoño -arteria principal de la ciudad- como si en ellos llevaran la nostalgia cuando en realidad sólo llevan el secreto de la vida... Los poetas solo tienen que salir a la calle y dejarse invadir por ella. Lo demás es artificio. 

En esta capital del antiguo Reino podemos enorgullecernos de contar con las mejores representaciones del gótico, el románico o el plateresco. La catedral de León no es sólo el primer Monumento Nacional de España sino también una invitación para los amantes del misterio y los milagros. Erigida en el lugar más alto de la ciudad, descansa sobre restos esenciales de su historia, ya que allí estuvieron antes las termas romanas y el palacio de Ordoño II que el propio rey donó para erigir un primer templo románico. Sus torres persiguen el cielo ligeras y elegantes pero, como si fueran dos árboles auténtico lo hacen de forma desigual creciendo según la influencia del sol. Así la del Norte es más humilde y pequeña mientras la del Sur, construida en tiempos del obispo Cabeza de Vaca, por lo que llegaría a conocerse de ese modo, se eleva en una exuberancia fértil y aún corona su “copa” altiva con un rico chapitel calado. 

En la basílica de san Isidoro la sobriedad del románico coquetea en su exterior con elementos góticos y barrocos y nos ofrece en el Panteón de los Reyes un festival eterno de pinturas en que recreaciones bíblicas y florales alcanzan el carácter de gloriosas. La Capilla Sixtina del románico español fue decorada en el s. XII por sabias manos. Bajo poderosos capiteles pletóricos de luz y color que recrean escenas religiosas y populares descansan los cuerpos de 23 reyes, 12 infantes y 9 condes leoneses, o tal vez más.

San Marcos (monasterio, hospital de peregrinos, hostal... aunque también cárcel en que estuvo preso Quevedo) se levantó un buen día al lado del Bernesga y el puente por el que continuaban los peregrinos su camino hacia Santiago, y luego se fue estirando desde 1514 en un derroche de ingenio y locura para completar la fachada, protegida en un extremo por la iglesia y en la otra por un robusto torreón. Medallones en el zócalo, guirnaldas, el friso, impostas y columnas, los balcones, las ventanas, versículos de los Salmos grabados en los muros, cornisas y una bella crestería le confieren esa presencia deslumbrante que maravilla a todos.

Pero no son estos los únicos símbolos de orgullo para los leoneses. En Palat de Rey, la iglesia más antigua de la ciudad, del s. X, se han encontrado restos mozárabes y visigóticos de la primitiva construcción en diferentes excavaciones. Hay otras iglesias antiguas como la del Mercado, que se acerca de espaldas a la plaza del Grano, empedrada entre humildes soportales y donde dos ríos/dos ángeles abrazan la ciudad/una columna; la de San Martín, la de Santa Ana, la de Santa María la Real; y viejos torreones y palacios como el de los Conde de Luna; y restos de murallas y edificios señoriales en los que late la historia de un reino, un orgullo y una ambición. Aquí se celebraron las primeras Cortes democráticas de la vieja Europa cuando en 1188 Alfonso IX convocó a concilio a obispos, nobles y también a ciudadanos representantes del pueblo. Antes, otro Alfonso, el V, convocó igualmente a la curia y los grandes de León, Galicia y Asturias a otra asamblea donde además de leyes generales para el gobierno de los reinos, se promulgó el Fuero de León, el más importante de España durante la Edad Media.


Aires de ayer y caminos de esperanza, la ciudad se fue abriendo hacia el futuro. Aquella “isla deliciosa entre dos ríos”, no sólo desbordó pronto el viejo campamento romano para incorporar en el s. XIV “el burgo nuevo” y más tarde el recinto medieval, sino también las cuencas del Torío y el Bernesga para salir al exterior y mezclarse con el mundo. Se “ensanchaba” la ciudad. La Gran Vía comunicaba la plaza de Santo Domingo con la de San Marcos, paseos tranquilos como el de la Ronda (Papalaguinda) y el de la Playa, bordeando el río, se iban llenando al atardecer de ciudadanos inquietos y tranquilos a la vez, amantes del reposo y la aventura, cultos y profundos en una pequeña capital de provincias que llegó a tener diez periódicos y once puertas como símbolo de su afán de conocimiento y comunicación.

A pesar de todo , o quizá por eso, León hoy es una ciudad contradictoria y rica que sigue buscando, no sin dificultades, su destino. Una gran desconocida de la que fuera de sus fronteras sólo se sabe que tiene catedral y un invierno frío. O sea, nada. Por eso quienes la visitan se sorprenden al recorrer sus calles, visitar sus monumentos y conocer sus costumbres, su clima y a sus gentes. Sánchez Albornoz dice de ella que hace ya más de mil años, “cuando fue la población más importante de la España cristiana, León vivía a ras de tierra, sin otro acicate que la sensualidad y sin otra inquietud espiritual que una honda y ardiente devoción. Mística y sensual, guerrera y campesina, la ciudad toda dividía sus horas entre el rezo y el agro, el amor y la guerra”.



martes, 14 de abril de 2020

SAHAGÚN

León se serena cuando trata de entrar en Palencia y Valladolid por Tierra de Campos, ese inmenso desierto amarillo en el que no se adivina el horizonte y que en primavera parece un mar grandioso de espigas formando olas con el viento. En sus riberas crecen los tomillos y bajo su cielo siempre tan azul vuelan palomas torcaces y avutardas.


Este paisaje pardo y duro sin apenas árboles ni cerros ni verdes ni colinas, de llanuras infinitas levemente erosionadas por riachuelos que se secan con tan solo respirar, “...que llaman Tierra de Campos, los que son campos de tierra...”, pueden fácilmente producir desolación pues de severo y humilde esconde tanto su belleza que se necesita un espíritu sensible, una voluntad, un afecto y un optimismo lúcido para no dejarse engañar y ser capaces de desvelarla. Porque tener la tiene. Poetas y pintores la encontraron antes que nosotros pero nos han enseñado el camino para secundarlos.

En medio de esa belleza especial, como un símbolo o un blasón noble, se levanta majestuoso, solemne y sereno el pueblo de Sahagún, fundado por Carlomagno tras una dura batalla a orillas del río Cea. Los valerosos paladines, una vez alcanzada la victoria, clavaron sus lanzas en el suelo del campo de batalla y allí echaron raíces y florecieron en forma de fresnos altivos y orgullosos. Esa es la leyenda.

La historia, sin embargo, sitúa sus orígenes en torno al monasterio Domnos Sanctos, fundado en el siglo VIII y restaurado y enriquecido por el abad Bernardo en el siglo XI, bajo la protección del rey Alfonso VI, al que tanto deben facundinos, leoneses y el mundo cristiano de entonces. Años antes, Alfonso III que profesaba honda veneración por los mártires Facundo y Primitivo, a cuya memoria se erigían una pequeña iglesia y un sepulcro a orilla del río Cea, había decidido hacerse con el sitio para donárselo a unos monjes que llegaban de Córdoba huyendo de la persecución de los cristianos en tierra de moros. 

Aquella primera humilde comunidad de religiosos iba a experimentar un cambio significativo cuando el “rey bravo”, que gustaba de tan bellos parajes para su descanso entre campaña y campaña, acudió al abad Hugo de Cluny para establecer su orden en Sahagún bajo la regla de san Benito. El rey expidió prontos privilegios confirmando derechos, haciendas y villas al Monasterio, así como “liberando a los vasallos suyos de toda jurisdicción y fonsadera”. 

La regla de Cluny, cuya más innovadora costumbre fue la supresión del trabajo manual en favor del “oficio divino”, envía a Sahagún a monjes bien formados que no solo habrían de marcar su vida sino la de gran parte de la cristiandad a lo largo de la Edad Media. Con la llegada de los abades Roberto y especialmente Bernardo (con el tiempo arzobispo en Toledo), el cenobio y el pueblo -que iba creciendo a su sombra-, alcanzarán una grandeza incomparable de Pirineos abajo (más arriba solo le superaba el propio Cluny). Las prerrogativas y poderes otorgados y conseguidos les permitieron hacerse con un importante acervo espiritual, religioso y material. Gracias al “privilegio de exención”, a sus numerosas fundaciones y a las donaciones recibidas de los reyes de León, de Francia, de Inglaterra y de Castilla, de los duques, obispos y señores; la riqueza -”al lujo por Dios”- y la influencia de Cluny fue notable. Se convierte en el primer monasterio benedictino establecido en España. De él dependen por entonces otros 100 monasterios, posee haciendas desde el Cantábrico al Duero y su abad es una de las personalidades más respetadas en el mundo cristiano. La propia reina Constanza (borgoñona y sobrina del abad Hugo) construirá su lujoso palacio próximo al Monasterio. 

Hoy solo nos queda de todo aquel esplendor la “puerta de san Benito” que nos recibe cuando entramos en Sahagún. Y en el convento de las madres benedictinas, los sepulcros de “su rey”, Alfonso VI (quien manifestó su deseo de descansar eternamente en esas tierras que tanto amaba), de sus esposas Inés, Constanza, Berta y la mora Zaida, y de varios de sus hijos. 

Es cierto que este Sahagún que antes fue san Facundo en memoria de uno de aquellos primeros mártires, hijo, se dice, del patrono de León, el centurión Marcelo, y más tarde Sant Facunt y Safagún, debe gran parte de su historia al monasterio. Pero lógicamente, en un lugar de siglos y cultura no ha podido ser únicamente la influencia de los monjes la que ha marcado el destino de la villa. Otros muchos pies han ido dejando sus huellas a lo largo de los tiempos en esta tierra ocre, mesurada, dócil como el barro, cálida como el sol que ha cubierto siempre su piel brava y curtida.

Auténtica puerta en el Camino de Santiago, son miles los peregrinos que han encontrado en ella una senda, un amigo, una parada imprescindible y un descanso en la ruta jacobea. Quizás no sea ajeno tampoco a ese esplendor dentro del milenario Camino, la influencia de su rey, ya que Alfonso VI precisamente fue uno de sus grandes impulsores distribuyendo órdenes y medios para que los puentes entre Logroño y Compostela fueran reparados y se levantaran otras nuevos donde fuera preciso. También fomentó la construcción de albergues y hospitales a lo largo de su trayecto, prestando especial atención a Burgos, donde confluían las gentes que llegaban por Iranzu y quienes lo hacían por Roncesvalles. Esfuerzo y entrega de los que se benefició muy especialmente su amado Sahagún, convertido desde entonces en uno de los más prestigioso lugares del Camino. “Y demandé a Sancho, el rey de Aragón, una entrega a ese sagrado empeño con la misma ilusión que yo me estaba entregando en mis territorios”.

Pero además Sahagún nos ofrece testimonios que solo pueden ofrecer los pueblos con una rica historia. La influencia mudéjar nos sorprende en san Tirso. Iglesia situada a espaldas del Monasterio de san Benito se presenta con tres ábsides pletóricos de arcos ciegos sosteniendo la torre de ladrillo que se asoma por vanos que crecen en número y disminuyen en tamaño según se eleva majestuosa a un cielo que presiente próximo. El santuario de la Peregrina, también en románico-mudéjar del siglo XIII, se sitúa en un altozano desde el que divisa y protege al pueblo. Y no debemos olvidar la iglesia de San Lorenzo o el santuario de La Virgen del Puente, recibiendo a orillas de Valderaduey a los peregrinos que llegan de Castilla.

En mi penúltima visita a Sahagún, con motivo de la presentación de mi novela “Alfonso VI. Vida pública y privada del rey”, me cupo el honor de ser acogido para el acto en la iglesia de la Trinidad -sin culto- donde hoy se encuentran un albergue para peregrinos y el auditorio municipal “Carmelo Gómez” (como homenaje al famoso actor nacido en el pueblo). Recuerdo que se trataba de una fría tarde de invierno en la que caían con desgana algunos copos de nieve mientras vencíamos el Cea sobre Puente Canto, uno de los pasos más hermosos del Camino, al que se le atribuyen orígenes romanos y que fuera rehabilitado en el siglo XVI, aunque es muy posible que en el XI ya recibiera los cuidados de Alfonso VI (omnipresente en cuanto se refiere al apoyo a su adorada villa de Sahagún). Llegábamos invitados por la asociación cultural Fernando de Castro que presidía Luis Peradejordi (médico de muchos años en la villa) con el apoyo en la vicepresidencia de Valentín Mon, un facundino que hablaba de su tierra con un apasionamiento que solo poseen quienes se enamoran y que, además de miembro activo en diversas actividades culturales, trabajaba en su taller construyendo y restaurando muebles valiosos, verdaderas obras de arte o maquetas tan bien logradas como las de esa iglesia de La Trinidad o La Peregrina. Trabajo por el que recibió en su día el “puerro de oro”, distinción que los vecinos conceden a través de su Ayuntamiento a cuantas personas o instituciones se hayan destacado por contribuir a engrandecer la memoria del pueblo.

Otros muchos avatares y sucesos, ilustres o miserables, han jalonado la larga y difícil pero orgullosa historia de Sahagún. Las tropas del general Moore que tanto protagonismo acapararon durante la guerra de la Independencia en toda la provincia de León, levantarían allí su cuartel general después de su victoria sobre los franceses. También fue escenario de cortes del reino en 1313. Y por esos tiempos contó con una población numerosa y universal que enriquecía su vida. Barrios de judíos y de moros convivían con los de los lugareños en pacífica convivencia.

Sahagún ha sabido ser un pueblo emprendedor a pesar de ese aspecto pasivo o austero que se aprecia en su paisaje, en las viejas casas de tapial que parecían prolongar hacia arriba el aspecto sublime y uniforme de la tierra y que no solo se daba en las casas humildes de los labradores sino también en las casonas hidalgas que, aunque fueran espaciosas, bellas y confortables por dentro, seguían presentando al exterior una severidad impresionante. Como si se tratara de la firma de su carácter. Como si toda la fuerza la guardaran en su interior. Esa fuerza sólida que llevó a los campesinos y comerciantes del pueblo a revelarse contra doña Urraca y los privilegios monacales. Serían derrotados, algunos murieron y otros fueron expulsados, pero nadie podrá negar su coraje . Desde entonces se produjo una notable decadencia en la actividad y en la vida del pueblo. Pero su afán y su tesón pronto los llevarían a recuperar el pulso más intenso con la instauración de ferias medievales que han conservado su espíritu hasta nuestros días (aún recuerdo la imagen viva de una fotografía en blanco y negro de mitad del siglo XX, que dibuja la plaza de Sahagún llena de gente, de carros, de carretas, de burros flacos y de toldos cubriendo los productos que se ofrecen en los puestos).

El tiempo pasa despacio por esta tierra de tanta luz interior a la que Aymric Picaud definió como “ciudad llena de toda clase de prosperidades”, pero sigue siendo todavía la actividad comercial que le alcanza como centro de comarca, como punto importante en el trayecto del Camino de Santiago, como bello paraje turístico, de ocio y de descanso de gentes que buscan en verano el sol, su belleza solemne y austera, y el resto del año el misterio y las grandezas de su historia, la que impulsa y mantiene en gran medida el desarrollo del pueblo. O sea, la vida.

domingo, 12 de abril de 2020

LA VIRGEN DEL CAMINO

Esa querencia de las Vírgenes por los pastores ha dado lugar no solo a notables leyendas o presuntos milagros sino también al nacimiento de pueblos que después de una larga vida de siglos siguen gozando de muy buena salud.


En lo alto de una loma que se eleva en pleno Camino de Santiago y a solo 5 quilómetros de distancia de León parece que allá por los primeros años del siglo XVI una hermosa mujer descendió de los cielos entre aparatosos destellos de luz. Corría una calurosa tarde de verano y un sorprendido pastor de nombre Álvaro Simón (originario del pueblo cercano de Velilla de la Reina) se postró de rodillas ante quien se le presentaba como la viva imagen de la Virgen. Atendiendo las sugerencias de tan excelsa dama le entregó su honda para que lanzara la piedra que había de fijar el emplazamiento de una ermita en su honor. 

Y éste se nos dice que fue el origen del templo que no solo atrajo a fieles y devotos marianos sino también a humildes pobladores que gustaron de asentarse en lugar privilegiado por quienes consideran los cristianos, la madre de Dios. Hombres y mujeres esforzados y valientes no recelaron de elegir este espacio en las alturas, limpio y despejado, que recibe sin estorbos los mejores rayos de sol aunque a cambio también los fríos y los enfurecidos vientos del invierno, para establecerse y convivir .

El obligado paso de los peregrinos que llegaban -como siguen llegando- desde diferentes lugares de España y allende los Pirineos en busca de la tumba del apóstol Santiago, contribuiría también a dar forma y nombre a lo que hoy conocemos como La Virgen del Camino.

Ya en el siglo XVII se erige un nuevo templo más espacioso y egregio sobre las ruinas de la antigua ermita.

En el año 1930 por concesión papal se corona a la Virgen del Camino como patrona de la Región Leonesa en solemne ceremonia presidida por el príncipe Jaime, hijo del rey Alfonso XIII.

La vida del lugar que había girado en torno a la ermita, sigue girando alrededor de la nueva iglesia.

Pablo Díez, leonés natural de Vegaquemada y emigrante en México se convertiría en exitoso empresario en el país centroamericano pero ni tan lejos de su tierra iba a olvidarse de sus años de estudio en un colegio de dominicos y su devoción a la Virgen del Camino. Convertido en un auténtico potentado decide donar una importante suma de dinero para que se construya la “Fundación Virgen del Camino”, que comprende el Santuario a un lado de la carretera y al otro, comunicado por un pasadizo bajo tierra (por el que me tocó transitar más de una tarde) el colegio de los P.P. Dominicos.

Si antes, el pueblo de la Virgen era lo que era gracias a la ermita, desde entonces lo será en gran medida gracias a la Fundación. En lugar de hospitales y refugios donde atender a peregrinos se abren bares y restaurantes en los que se pueden degustar hasta hoy los más sabrosos platos de la cocina tradicional leonesa.

El santuario nuevo se eleva sobre el templo del XVII que se destruye en su totalidad (solo se conserva el retablo mayor) para erigir un moderno edificio que Juan Luis Puente en “Virgen del Camino 500 años de Devoción” nos define de la siguiente manera: “Hormigón, madera de ucola, embero y castaño, piedra blanca de Campaspero y vidrio, según el estilo de los años 50 iban a servir para crear un santuario amplio, concebido como un gran espacio rectangular en forma de ataúd, de 50 metros de longitud, 16 metros de anchura y 13 de alto en la loma del presbiterio, situado en el mismo emplazamiento del antiguo y con un espectacular campanario, visible desde la ciudad, de 53 metros de altura” . Se abrieron cuatro puertas realizadas en bronce. En la occidental, dedicada a la Virgen y por la que se accede de manera solemne, se elevan majestuosas las trece esculturas obra del escultor catalán José María Subirachs. En la que mira al sur destaca la imagen de san Froilán, patrono de León, y a cuya nariz se le atribuyen poderes milagrosos que llevan a fieles y romeros a tirarle tres veces cuando se encuentran cara a cara con él para que les conceda sus deseos. Todo el templo se terminó de construir en 1961 bajo la dirección del arquitecto dominico Coello de Portugal. 
La otra institución de relevancia en La Virgen del Camino es la Base Aérea que comprende la Academia Básica para formación de suboficiales del Ejército del Aire, el Aeropuerto de León y en su día el cuartel donde algunos jóvenes leoneses realizamos el servicio militar. 

Por tanto en torno a “la Base” y “los dominicos” ha girado buena parte de la vida del pueblo. Y en ambos me tocó pasar breves pero intensas etapas de la mía. De la base solo recuerdo el rigor de algún brigada malhumorado, los simulacros de alerta (bastante esperpénticos) acostándonos con correaje y munición para reaccionar con prontitud como ensayo ante los “peligros” que se avecinaban con la previsible muerte del dictador, por entonces gravemente enfermo, y el sabor de las cerezas que nos comíamos en los rutinarios y cansinos turnos de guardia del verano de 1975, antes de ser destinado a León capital.

Mi memoria de “los dominicos” es más agradable. Con ellos cursé 5º del bachiller de entonces y, a pesar de algunos sinsabores como tener que bajar a bañarme a primera hora de la mañana de un mes de febrero a la piscina al aire libre como castigo compartido con otros alumnos por escaquearnos reiteradamente de la asistencia a misa, recuerdo con agrado las prácticas de deporte y cultura que se nos imponían. A una edad en que nos encantaban el juego y la competitividad participábamos “obligatoriamente” en ligas de fútbol, balonmano y baloncesto. Y el mundo de la enseñanza se completaba con actividades que también despertaban nuestro interés, como el grupo de teatro al que pertenecí, las clases de guitarra y otros instrumentos o la famosa escolanía dirigida en sus tiempos de mayor gloria y esplendor por el P.P. Angel Torrella y que acompañaba las misas de domingo en el santuario o interpretaba aplaudidos conciertos, incluso transmitidos por la televisión. Como pequeña anécdota personal diré que en ella “descubrí” la magnífica voz de Javier, un chico de Orzonaga que dos o tres años después se convertiría en el vocalista de QUORUM, nuestro conjunto musical de juventud. En aquel curso de 1971-72 también coincidí en clase con Emilio Gutierréz, un aplicado estudiante que en las elecciones de 2011 se convertiría en alcalde de León con amplia mayoría absoluta. Antes que nosotros habían pasado por aquellas aulas los escritores Jesús Torbado, Andrés Trapiello y su hermano Pedro G. Trapiello o el periodista y también escritor Tomás Alvarez. Pienso que alguna influencia, al menos a la hora de despertar nuestras vocaciones por el mundo de la cultura y las letras, tendría el ambiente cultural que se propiciaba, aunque en otros aspectos, reconozco que resultaba bastante opresivo para los dieciséis años y que me animó a abandonar el centro al finalizar el curso.

Pero La Virgen del Camino no solo es el Santuario y la Base Aérea, aunque a ambas debe prestigio y buena parte del ritmo que ha animado y anima sus calles. Ha gozado en tiempos y aún goza hoy de merecida fama por su gastronomía, sus bares en las soleadas mañanas de domingo y sus romerías. Destaca por méritos propios la romería de san Froilán que se celebra el cinco de Octubre. En ella miles de leoneses, castellanos, turistas de otros lugares del país y sobre todo asturianos acuden, recorriendo -algunos a pie- los últimos quilómetros. Suelen hacerlo precedidos de hermosos carros engalanados, y una vez en las proximidades del santuario tirarán, como ordena la tradición, de las narices al santo, besarán el manto de la Virgen, asistirán a la misa que se celebra en la explanada presidida por la imponente cruz de más de cincuenta metros que cumple funciones de campanario, y degustarán las exquisitas tapas de chorizo o morcilla leonesa. Y por supuesto, pocos se olvidan de cumplir con el rito de los “perdones”, original costumbre que nos llega de aquellos novios amantísimos que acudían solos a la romería y después de disfrutar de la tarde compraban a sus novias bolsitas de avellanas tostadas para regalárselas a su regreso, buscando con tan dulce prenda el perdón por haberse demorado hasta altas horas de la noche o por los posibles devaneos con otras mozas.

Situada a 920 metros de altitud (ochenta más que la propia capital), en una encrucijada de vías de comunicación que le otorgan una relevancia como punto de paso, La Virgen del Camino sigue sin olvidar que miles de peregrinos que recorren el Camino de Santiago han de detenerse en sus calles y plazas para reponer fuerzas y descansar pero también para recrearse con los regalos que les ofrece tanto para el cuerpo como para el espíritu.

Procura La Virgen -como todos la conocemos-, tan cerca de la capital, acoger con amabilidad a esos cientos de leoneses que la pretenden convertir en ciudad dormitorio, una de las urbes del alfoz en la que urbanitas que buscan alojamientos más económicos o tranquilos han dirigido sus miradas, pero ello sin perder un ápice de su carácter de pueblo altivo y fuerte al que no acobarda encaramarse a la loma donde se siente el “típico frío leonés” (durante años en su término se ha tomado la temperatura con que se informa al resto de España y dicho dato ha contribuido a acentuar el frío de estas tierras, que no es tan fiero en cuanto se descienden unos metros en busca del valle o la ribera (cualquier ribera, cualquier valle). 


miércoles, 8 de abril de 2020

CARRIZO

Todo pueblo con más de cinco siglos de existencia se considera a sí mismo poseedor de una historia, un pasado y una memoria que además del orgullo que han ido fijando a lo largo de los años los cronistas, le otorga la responsabilidad de un presente que como no se ha improvisado es en cierto modo deudor de esa misma historia. 


Carrizo le debe la vida fundamentalmente a un monasterio y a un río. Por eso se podría decir -sin miedo a equivocarse- que este pueblo es fruto de la lentitud y la paciencia, de la contemplación, de los rezos, de la voluntad y de esa savia fértil que las aguas dulces suelen sembrar en las riberas. Atributos generosos y tranquilos que le insuflan su aire acogedor de calma fresca y sencilla. El mismo que se puede respirar sin esfuerzos al recorrer sus calles y sus alrededores cualquier tarde de domingo durante los meses del otoño, la primavera o el invierno. En verano es diferente, porque el bullicio que traen en ese tiempo los hijos de ese nuevo fenómeno del turismo que desde la década de los setenta invade también el pueblo, transforma su fisonomía y su semblante y acelera los latidos de su inquieto corazón.

Carrizo de las Monjas o Carrizo de la Ribera. Toda su vida en torno al monasterio o al río.

El Órbigo no es un río cualquiera. Es un río sereno y heroico que nace sin estruendo al encontrarse como en un acto de amor secreto el Luna y el Omaña, que crece sin prisas y que al llegar, precisamente a las inmediaciones de Carrizo, gana y entrega con generosidad todo su esplendor formando la Ribera. Por sus aguas corren las truchas más preciadas del país y sus orillas atesoran algo de magia, de imán y de estrategia. En ellas se han establecido asentamientos y se han disputado batallas desde muy lejanos tiempos. Pero el río ha seguido ahí, perseverante, tenaz, heroico, rodeándose de prados y de vegetación donde los animales han encontrado su alimento y los hombres una alternativa valiosa para el cultivo del algodón, el lúpulo, la menta, las legumbres y las hortalizas, esperando con generosa amabilidad a los pescadores, a los curiosos, a los domingueros y a los que únicamente desean perder por unos segundos la vida y la mirada en el brillo sagrado de sus aguas para ganar así un momento impagable de felicidad.

Sin embargo, Carrizo no nació como tal hasta el siglo XII cuando doña Estefanía Ramírez, esposa del conde Ponce de Minerva, mandó construir el Monasterio de Santa María para cobijo de religiosas cistercienses. Un edificio hermoso rodeado de abundante vegetación, a la sombra de los árboles y en medio del silencio. Hoy la Plaza Mayor nos acerca al Arco de San Bernardo que coronan la imagen del santo en una hornacina, y una cruz, y que nos sirve de entrada. Nos reciben plácidos jardines bien cuidados y el que fuera Hospital de Peregrinos, luego palacio de los Marqueses y en los últimos años reconvertido en centro hostelero con el nombre de “Posada del Marqués”. 

En su interior el monasterio conserva un retablo barroco, la delicada sillería del coro e interesantes piezas, aunque las consideradas verdaderamente valiosas, “han emigrado” hacia destinos más ambiciosos o rentables, como sucede con ese llamado Cristo de Carrizo, realizado en marfil allá por el siglo XI y que hoy se expone en el Museo de León, o el arcón Románico del siglo XIII decorado con policromías referentes a la vida de Cristo y que se encuentra en el Museo de la Catedral de Astorga. 

En torno al monasterio surgiría el pueblo. Y en torno a él se fue desarrollando. De la forma tranquila, ordenada y serena que suele emanar de un monasterio. Pero también con un considerable esfuerzo que, sin duda, ha dejado sus huellas. 

La fuerza de la constancia y la tradición propició que durante los largos años medievales y aun en la Edad Moderna, la vida de Carrizo y la de toda la comarca girase sobre el centro religioso.

Se dice que Don Suero de Quiñones y sus caballeros pernoctaron allí finalizada la batalla del Passo Honroso, y también que la reina Berenguela, esposa de don Alonso de León y mujer espléndida y muy preocupada por las obras religiosas y aun civiles de la provincia, lo visitaba con frecuencia.

La abadesa del Monasterio reunía en su persona un gran poder ya que no solo representaba la máxima autoridad para las monjas sino que gozaba además del privilegio de jurisdicción sobre los habitantes y los pueblos de la zona, incluyendo el río.

Así pues, como se ha dicho, el esplendor de esos años giró de manera esencial en torno al Monasterio. Por ello no es de extrañar que con la decadencia que sufrió la comunidad de religiosas en el siglo XIX se produjera también un importante declive en el pueblo.

Pero después de unos años de transición, y como si se tratara de una alternativa establecida previamente o de la sincronización perfecta de dos relevistas, el nuevo despegue de Carrizo que deviene a mediados de este siglo XX se origina en torno al río y la riqueza que genera impulsando de manera notable la ganadería y los cultivos industriales entre los que le ha correspondido un protagonismo especial al lúpulo. El cultivo del lúpulo, necesitado de agua todo el año, no podía encontrar mejores terrenos que estos que rodean al Órbigo. De él viven y han vivido muchas familias de la zona donde se concentra la práctica totalidad de la producción del país y al que se dedica cada año una multitudinaria feria. La sede de la empresa “Española de Fomento del Lúpulo” se ubica en el término de Villanueva de Carrizo, pero para quienes no hayan recorrido aún la zona, les diremos que sólo los separa -o los une- el río y un sólido puente de hierro inaugurado con gran solemnidad en el año 1895, contando con la asistencia del gobernador civil de la provincia, el alcalde y el ingeniero que dirigió las obras.

Regresando al centro religioso, señalaremos que aunque su influencia ya nunca volverá a contar con el poderío ni las prerrogativas de antaño, en esta nueva etapa de esplendor no se le olvida y es declarado en 1974 Monumento Nacional. Título tan prestigioso dará lugar a una restauración completa que ha permitido que siga no solo vivo para el presente y el futuro sino también como testigo de la tradición y la historia de Carrizo. 

La influencia del río, en cambio, no se limita a la riqueza directa que genera en su ribera sino también a la seducción que ejerce sobre el turismo. Un turismo atraído especialmente por el clima, la vegetación, el paisaje (hijos directos del río), con lo que el pueblo, situado en el centro de la provincia de León, se consolida de forma definitiva también como centro de la comarca. Surgen al lado de las casas hidalgas -que aún conserva-, las edificaciones de varias plantas, los restaurantes, los bares, el camping, las entidades bancarias, las discotecas, el polideportivo, todas esas obras e infraestructuras que le cambian la cara a Carrizo para convertirlo en un lugar moderno que no ha perdido su condición antigua, un pueblo que por muchos cambios que experimente y mucho afán que ponga en nuevos progresos nunca podrá olvidar que es un pueblo deudor de un monasterio y un río, y que si quiere seguir viviendo con dignidad, deberá de volver los ojos, de vez en cuando, hacia ellos.

domingo, 5 de abril de 2020

BENAVIDES DE ÓRBIGO

En la calle principal de Benavides, al lado mismo del edificio del Ayuntamiento, la fuente de los ocho caños derrama sin cesar un agua transparente y milagrosa de la que se dice que todo aquel que la beba adquirirá para siempre lo que de bueno tiene la personalidad del pueblo: su lealtad, su generosidad, la perseverancia... Esta fuente humilde que mira al suelo y extrae sin soberbia ni descanso el agua de un acuífero que se hunde bajo sus pies ya desde el año 1914, se ha convertido en símbolo y compañero inseparable para los vecinos de Benavides. 

Don Manuel, quien oficiaba de cura párroco del pueblo en una de las múltiples ocasiones que lo visité, me habla de ellos y asegura, “son mis feligreses gente noble y generosa”. Y me refiere con orgullo que él mismo ha podido comprobar cómo en todas las colectas que organiza la Iglesia, Benavides se destaca con respecto a otras parroquias con mayor número de fieles. Hecho que atribuye al positivo influjo de san Martín, “quien aún siendo soldado pagano al servicio de Roma -antes de su conversión al cristianismo- se encontró a un mendigo aterido de frío en medio de un monte y con su espada partió a la mitad la capa que cubría sus hombros para proporcionar abrigo al miserable”. Ésta es la leyenda que lo acompaña. Y a su advocación se levanta en el siglo XVIII sobre el solar que ocupara una iglesia románica muchos años antes, el templo actual. Exhibe la altiva iglesia un estilo ampuloso y compacto presidido por la torre que se muestra esbelta como una dama pero fuerte como un soldado. En su interior la bóveda nos regala llamaradas de luz y le confiere esa presencia espiritual y gozosa reservada a las grandes catedrales. 

Una historia de generosidades encontradas, la que el santo transmite al pueblo, con la que el pueblo corresponde al santo.

Hoy Benavides es un lugar tranquilo pero vivo, despierto, diverso, contradictorio, manteniendo un espíritu rural en el trabajo del campo y los soportales antiguos y entrañables que decoran sus calles más auténticas, en el tradicional mercado de los jueves que se viene celebrando desde la Edad Media, y persiguiendo el carácter urbano en esas edificaciones por pisos y en el comercio y la actividad que genera el turismo. Nada ajeno a su condición de cabecera de comarca, que le ha generado además de otras ventajas, acoger infraestructuras comunales como el Centro de Salud.

En el siglo XVIII consiguió ya el pueblo un importante auge industrial con famosos telares en los que se trabajaba con sabiduría el lino. A finales del siglo XIX en “La fábrica de Romero” comenzaron a elaborarse ceras, exquisitos chocolates y licores, y una buena parte de las gentes de la zona se ocuparon allí hasta que a mediados del XX comenzó la decadencia que llevaría a su cierre. Se mantiene sin embargo la tradición confitera con dos fábricas de dulces de las que salen deliciosos cuadrados de coco, sequillos, mantecados y borrachos. Hay también cerámicas y fábricas de harinas. Pero es en el campo, en esa ribera fértil del Órbigo, donde ha encontrado su mejor riqueza.

Benavides, que según Nemesio Sabugo “quiere ser religioso, labriego, variadamente industrioso y mercantil, generoso y definitivamente pacífico”, encontró, como sin duda no hubiera podido por entonces ser de otra manera, su mayor florecimiento gracias a guerras y batallas, a la belicosidad de algunas de sus gentes, aquello que en tiempos se llamó “la lealtad y el heroísmo”. De un rey torpe y sin escrúpulos como Bermudo II, envuelto en mil apuros, traiciones y desastres durante su reinado y obligado por tanto a realizar todo tipo de concesiones a vasallos, Mendo de Benavides -súbdito suyo- logró beneficiarse consiguiendo para sí el señorío de Benavides de Órbigo. Y ya en tiempos de Fernando IV, la valentía y entrega de Juan Alfonso de Benavides colaborando de manera destacada bajo las órdenes del rey a la defensa de Tarifa alcanzaron importantes privilegios y franquicias que iban a proporcionar al señorío de Benavides su época de esplendor.

Castillo, casas señoriales, el convento de san Francisco, incluso la “Chana de la Magdalena” que se supone primitivo asentamiento del pueblo y en el que hoy un pino solitario se levanta como un túmulo honrando el horizonte, todo ha ido cediendo y ocultándose a la fuerza inexorable de la desidia y de los tiempos. 

Ya pocos vecinos recuerdan tan siquiera ni las ruinas del castillo de los Condes de Luna. Del convento queda la memoria de su emplazamiento. Y del palacio de los Benavides el nombre de un territorio en el que se han levantado “casas baratas” y donde los árboles, el lúpulo, el maíz y la vegetación cubren lo demás. Ese “prao palacio”, fuente de historia y de leyendas, paraje mágico o encantado, lugar de ocultación y ensueño que regala intimidad y despierta los sentidos, donde reyes y señores se encontraban con amantes plebeyas para intercambiar entre la hierba pasiones muy ocultas, donde se pudieron vivir encuentros entre príncipes astutos y mozas sorprendidas o asustadas que a cambio de una promesa de amor entregaban su cuerpo inocente y sus tesoros. Incluso se habla de historias más turbias, de despechos, venganzas, del llanto de un niño abandonado entre los juncos, encontrado a primeras horas de la mañana por pastores y que no era otro que uno de los hijos secretos del rey.

Las leyendas, las historias y los hechos cobran su mayor autenticidad cuando han sido capaces de vivir en la imaginación rebosante de los hombres. Por eso son posibles los milagros. Por eso la fe mueve montañas. Por eso también en este pueblo, la ermita del Bendito Cristo de la Vera-Cruz que goza de honda tradición y orígenes que se remontan al siglo XV, además de los avatares que ha vivido desde entonces, del desamparo y la desidia que la llevaron a la ruina y la han vuelto a reconstruir una y mil veces hasta su aspecto actual -un poco simple y desalmado aunque haya quien quiera otorgarle un estilo modernista- nos ofrece un bello relato de su primera ubicación. 

Cuentan las voces más antiguas cómo su emplazamiento no fue elegido al azar. Según esos relatos, la persona encargada de recuperar la imagen del Cristo del convento franciscano donde se guardaba, para evitar que se profanase en uno de los ataques citados, caminaba lentamente por la calle principal cuando tropezó en una piedra y el Cristo se le fue al suelo. Volvió el buen hombre a recogerla con sumo cuidado y la profunda veneración que se le dispensa y se le ha dispensado siempre en la comarca. Pero la imagen no debía encontrarse muy segura en esos brazos y volvió a caerse de nuevo en el mismo punto en que había caído unos minutos antes. Ni él ni quienes lo contemplaban quisieron admitir que fuera tan torpe el buen hombre encargado del piadoso traslado e interpretaron ambas caídas como un vivo deseo del Bendito Cristo. Sin duda, les estaba indicando que no quería moverse de allí porque era aquel un emplazamiento de su agrado, “rogándoles” que levantaran en ese término la ermita donde habría de cobijarse. Y los hombres, tantas veces obedientes a los mandatos de Dios, aceptaron levantar la ermita precisamente donde la venerada imagen les indicaba.








viernes, 3 de abril de 2020

BEMBIBRE

La historia de los pueblos no se debe a los aristócratas que los dominaron ni a los cronistas que la escribieron ni a los fieros soldados que los asolaron y destruyeron para poseerlos luego aunque sea con la piel abierta y las venas desbordadas por la sangre. Por eso Bembibre, capital del Bierzo Alto y pueblo singular, fuerte y vigoroso de un León variopinto y plural, no es lo que es gracias a los condes de Alba de Aliste, ni al castillo del que ya no quedan ni las ruinas, ni a esos ingleses bárbaros que lo devastaron en los primeros años del siglo XIX, ni tan siquiera a Enrique Gil y Carrasco. Pero sí gracias a su “Señor de Bembibre”, mucho más auténtico, sin duda, que don Enrique Enríquez, primer conde y poseedor legal del señorío que se extendía desde La Peña de Congosto hasta Los Altos de Brañuelas, y quien perdido en la fiebre de mil batallas llegaría, incluso, a dar muerte dentro del castillo a su encantadora esposa, entregada en sus largas ausencias a las caricias y la pasión de bercianos menos valientes pero más sensatos que él. 


Álvaro Yáñez, “que es un caballero principal a quien todo el mundo quiere y estima en el país por su nobleza y valor”, locamente enamorado de la hija del señor de Arganza, doña Beatriz Osorio “una doncella de tanta hermosura..., humilde como la tierra, y cariñosa como un ángel”, no solo resulta más creíble que el conde Enríquez sino que se ha ganado la inmortalidad porque aún vive y pasea en el corazón de enamorados sin esperanza, de soñadores antiguos, de hombres orgullosos por el único y privilegiado motivo de haber visto la luz en esta tierra bañada por el río Boeza y un sol que calienta tanto las almas como los cuerpos. Ellos son los que realmente crean y escriben día a día la historia interminable de Bembibre. Ellos, hombres y mujeres laboriosos que se han ido dejando la vida a tiras sobre los campos verdes o en las negras galerías de las que extraían un carbón que también va siendo historia, y que son quienes convierten en realidad un Cristo que veneran en su propio santuario y al que pasean en procesión multitudinaria y fervorosa durante las fiestas de septiembre para que se pueda sentir parte integrante y partícipe del pueblo. Ellos, bercianos naturales, escriben a diario la historia de Bembibre codo a codo con los portugueses, africanos, los paquistaníes y todos los inmigrantes que han acudido a esta tierra en busca del pan y han encontrado un destino y una frontera que se cruza tal vez con esfuerzo y dolor pero sin amenazas ni peligro. Bembibre es junto con el valle de Laciana donde mayor variedad de etnias y por tanto costumbres y formas de vivir y de hablar conviven o, al menos, han convivido en la última mitad del siglo XX, con tensiones pero siempre con aceptación.

La historia de Bembibre está siendo escrita por forasteros y nativos como también se la han escrito el carbón que se extrajo durante años de las minas cercanas. Y el botillo que se prepara en los hogares según la tradición y se degusta con deleite y hasta se le rinde culto con entusiasmo y el apoyo de un festival como si se tratara de un dios menor del que se tiene noticia ya en el siglo XI, cuando los monjes del monasterio de san Pedro de Montes exigían a los “vasallos” establecidos en sus dominios entregarles cada año “botellus” de su matanza. Y el tren que lleva pasando día a día ante sus puertas de forma ininterrumpida desde 1882, después de permanecer más de catorce años “detenido” en la estación de Brañuelas debido a las múltiples dificultades para vencer el puerto de Manzanal. Y las chapas.

En el bar Las Vegas, mientras tomo un café caliente que me ayude a olvidar el frío de esta mañana de invierno, un hombre de muchos años y nobles arrugas en su rostro, que también es historia y bebe vino de un vaso tosco de cristal, se cubre la cabeza con una boina negra y exhibe cerca de los ojos dos de esas líneas azules que deja como huella la mina en los rostros de los mineros, me cuenta cómo más de una noche se pasó en vela jugando a las chapas en “El Aniceto”. Y se pierde en anécdotas curiosas como la del joven minero, amigo suyo, que después de haber bebido demasiado y perder no solo la paga entera del mes que se había apostado y la moto con la que pretendía regresar a casa, propuso jugarse a su mujer. “La perdió”, me dice, “pero el muy estúpido estaba soltero y como las apuestas en el juego son sagradas, no vea la manta de hostias que le cayeron encima”.

Por ésta y otras anécdotas, las chapas son también historia de Bembibre tanto y más que pueden serlo los primitivos astures o los romanos de Interamnium o los gallegos, asturianos y mozárabes que contribuyeron a repoblarla en la Edad Media, o Alfonso IX, el gran rey leonés que ha pasado a la historia por ser el primero en convocar las primeras Cortes democráticas de la vieja Europa, y que la supo levantar de una ruina provocada por las guerras. 

La historia de Bembibre es auténtica, presente y natural porque palpita sin tregua como la propia vida y no precisa de artificios para erigirse con orgullo. La escriben los jóvenes que se olvidan de alguna clase mientras ven películas de cine en una gran pantalla de televisión o juegan a las cartas en el bar El Estudiante, igual que la escribieron los mineros de la insurrección del 34 que después de asaltar ayuntamiento e iglesia tomaron la que llegaría a ser famosa imagen del Cristo Rojo para llevarla hasta las barricadas de la plaza donde se podía leer: “Cristo Rojo, a ti te respetamos por ser de los nuestros”; o los judíos que oraban en la sinagoga de san Pedro, o los católicos que rezan en esa iglesia, y la imagen del Sagrado Corazón. Y puede que también las cigüeñas que buscan la paz en lo más alto de la espadaña, o la gracia de la lluvia que encomiendan cada siete años al Ecce Homo, o los sueños inconfesables y las ambiciones secretas, y los hombres que luchan o las mujeres que se tapan y se adornan con grandes pañuelos de colores llamativos y lucen diminutas estrellas brillantes en la nariz, o los niños traviesos que corren por el Parque Gil y Carrasco, o los de piel oscura que también juegan. 

Ellos, todos ellos son quienes lucen en la chispa de sus ojos la esperanza que hará perder a los mayores que han visto salir la vida y el dinero de unas minas ahora abandonadas, el miedo a que el futuro sea más negro sin carbón. Porque les taparán las minas pero mientras quede un proyecto, una ilusión o, simplemente, un sueño, se seguirá escribiendo la historia.