domingo, 4 de septiembre de 2022

 

ALFONSO IX "el rey demócrata"  


Hoy, día 23 de diciembre del año de gracia de 1230, víspera de la Natividad del Señor, mientras trazo las últimas letras con las que quiero transmitir las amarguras y los duros trances pero también las dichas, los triunfos y la gloria de uno de los reyes más magníficos que han podido conocer los reinos cristianos, se cumplen tres meses desde que el gran Alfonso nos abandonó. Rey de León y de Galicia, en cuyo término se incluyen la Transierra, la Extremadura leonesa y las Asturias, solo unos días antes de su muerte había logrado avanzar las fronteras de su reino desde la orilla del Tajo a la del Guadiana. Y si el buen Dios no hubiera decidido convocarlo a su presencia cuando aún la sangre corría por sus venas con el ímpetu de un joven, hubiera conseguido llevarlas hasta el Guadalquivir y puede que hasta las aguas del Estrecho donde se juntan los dos mares, a poco que le hubiera sonreído la fortuna. 

Esta mañana, mientras despuntaba con fatiga la aurora y finos copos de nieve se desprendían de un cielo más blanco que azul, salí de casa en compañía de mi esposa Aline para acudir a la solemne misa de réquiem que por el alma del rey iba a oficiar el obispo Rodrigo. 

A esas horas el silencio era tan intenso que únicamente lo violentaban bruscas ráfagas de aire. De las cuatro antorchas que lucen en las esquinas de la plaza de Santa María de Regla, dos habían sufrido las consecuencias del viento y las otras dos estaban a punto de apagarse. Las calles apenas eran transitadas por algún perro vagabundo y los pocos albañiles y canteros que intentaban cubrir con grandes lonas los contrafuertes y arbotantes que ya velan por la estructura de los arcos y las incipientes bóvedas de la ambiciosa catedral que soñó en su día el obispo Manrique de Lara. Pretenden que las juntas de las piedras no sufran las agresiones de los hielos y el frío con que nos amenaza el invierno que acaba de iniciarse. 

Desde que falleciera el rey Alfonso parece como si la ciudad se hubiera sumido en un profundo letargo.

El obispo decidió que la sagrada ceremonia se celebrara en la basílica de San Isidoro debido, precisamente, al estado de obras en que se encuentra la catedral.

–¿La veremos terminada algún día? –me preguntó mi esposa cuando pasamos ante ella.

–Quiera Dios que así sea –le respondí–. Será señal de que decide concedernos larga vida.

Nos sonreímos uno al otro porque sabemos que por mucha gracia divina que nos ampare, ninguno de los dos conseguirá ver coronadas las altivas torres que se rumorea pretenden alcanzar el cielo, ni los pináculos previstos para un ábside que a día de hoy solo nos muestra los sillares que emergen de sus cimientos y apenas si levantan dos codos de altura. Y eso considerando que Aline es varios años más joven que yo.

Cuando llegamos a la iglesia pudimos comprobar cómo los lugares de privilegio los ocupaban quienes ahora rigen nuestros destinos, el tercero de los reyes que lleva por nombre Fernando y a su lado la madre que ha guiado su mano con maestría desde que falleciera el rey Alfonso, una orgullosa Berenguela que cumplidos los cincuenta años de edad aún conserva en su mirada el aire entre firme y obsequioso del que hizo gala en los lejanos tiempos en que ejerciera como reina de León y en su rostro la misma belleza serena de entonces. 

Mientras los contemplaba siguiendo egregios en su condición de nuevos soberanos los ritos de la ceremonia oficiada por el obispo, reclinándose o volviéndose a incorporar o dibujando sobre la frente la señal de la cruz, no pude evitar que se me trenzara un nudo en el pecho y me abatiera la melancolía. 

De regreso en casa, mientras colocaba estos nobles pergaminos sobre el atril, mis ojos se humedecieron de lágrimas recordando al hombre cuya pérdida ha dejado en los corazones de todos los leoneses una triste sensación de orfandad y una herida que tardará lustros en curarse. Dios lo tenga en la gloria. Espero que hasta allí no lleguen los ecos de la traición a sus deseos urdida por su propio hijo, quien fuera su amada esposa y auxiliados en tan codiciosa tarea por ilustres prelados entre los que ocupa lugar de privilegio el de nuestra propia diócesis, quien les ha abierto de par en par las puertas de la capital del reino y su iglesia cuando ni los ciudadanos a pie ni la mayoría de los caballeros los apoyábamos. 

Hace apenas dos días que las infantas Sancha y Dulce, acompañadas por su madre Teresa se acercaron a León camino del monasterio de Santa María de Villabuena en el Bierzo, a donde han decidido retirarse tras ceder sus derechos sucesorios a su hermanastro Fernando, aunque esto suponga una merma de diez mil maravedíes en las rentas que se decidió asignarles en los acuerdos suscritos en Benavente. Deseaban agradecernos de todo corazón el apoyo que muchos leoneses habíamos prestado a su causa desde la muerte del rey hasta la firma de la concordia. 

Nos manifestaron también que les hubiera gustado cumplir la última voluntad de su padre pero que las presiones ejercidas sobre ellas tanto por las gentes de Castilla como desde sectores leoneses abanderados por algunos clérigos, entre los que no cabe ninguna duda de que se halla el obispo Rodrigo, no solo las habían colocado en una posición difícil sino que les hicieron temer que estallaran las hostilidades entre ambos reinos. 

–Y ni nosotras ni nuestra madre deseábamos que corriera sangre inocente contando como contábamos con recursos para evitarlo –nos dijo la infanta Sancha.

–Eso os honra, alteza –le respondió Diego Froilaz–, pero queremos que sepáis que muchos de nosotros estábamos dispuestos a entregar hasta la última gota por defender vuestros derechos, que no son otros que los del glorioso reino de León y el testamento del rey Alfonso.

Fue especialmente sentido ese encuentro entre las infantas y Diego en presencia de su esposa Aldonza. Me cupo la fortuna de presenciarlo y puedo decir que en él corrieron sentidas lágrimas por las mejillas de los cuatro. 

Al dirigirse a mí la mayor de las hermanas agradeciendo mis servicios y la lealtad mostrada tanto a su padre como a ellas, tampoco yo pude evitar que me embargaran vivas emociones. 

Pretendiendo orientar nuestra breve conversación hacia asuntos menos dolorosos, la joven Sancha se interesó por los escritos en que pretendo recoger “hazañas y episodios del largo reinado y vida del rey Alfonso” (fueron sus palabras) y de los que había recibido cumplida información por boca del propio rey.

–Creo que en muy pocos días habré conseguido ponerles término, si Dios no dispone lo contrario.

Percibí que mi respuesta les agradaba sobremanera tanto a una como a la otra.

Se avecinan malos tiempos. Ya no soy un joven. Me he adentrado en la última etapa de mi vida y las amenazas que penden sobre el que fuera glorioso reino de León desde que falleciera el rey Alfonso y sobre quienes defendimos su legado y su última voluntad me están sumiendo en una profunda tristeza. Quizá el único consuelo que me auxilia en estas horas difíciles que me está tocando vivir sea la compañía de mi dulce y fiel esposa Aline. Con una frecuencia desacostumbrada se acerca a la cámara donde escribo las amargas frases a las que hoy no me puedo sustraer y recurre a las más diversas excusas para interrumpirme. Intuyo que teme por mi salud. A media mañana lo ha hecho para dejarme un caldo caliente, poco después para preguntarme si me apetecía que me preparase una infusión de aromáticas hierbas y con las últimas luces de la tarde para sugerirme que me tomara un breve descanso.

Yo me limito a mirarla con un gesto en el que pretendo transmitirle lo mucho que agradezco sus desvelos pero desde entonces no he parado de escribir. Deseo que todas estas vivencias, observaciones y recuerdos encuentren un pronto final. Es el sentido homenaje que debo al rey Alfonso y ya no dispongo del tiempo que me gustaría. 

La nieve no ha dejado de caer desde la última noche. Y cuando la fatigada luz del sol amenaza con ocultarse de nuevo en el ocaso y me obliga a interrumpir mi tarea hasta la mañana siguiente, observo cómo los copos van ganando intensidad y se deslizan ante mi ventana con premiosa lentitud, aunque ya han conseguido que calles, tejados y las lonas que cubren las piedras de la catedral se hayan cubierto de un espeso manto blanco.

Recojo las vitelas con el mimo y los cuidados que se prestan a un recién nacido. No me 

gustaría que alguna de ellas se perdiera por descuido. 

Uno de los siervos que atiende nuestras necesidades en la casa, siguiendo las órdenes de Aline, ha calentado agua en una gran caldera para que pueda darme un baño con el que no solo aliviar mi cuerpo sino también mi mente. Baruj ben Adael, el médico judío con quien trabé una buena amistad y tantas veces, aunque algunas muy dolorosas, alivió mis males y los de mi familia, me relató en uno de nuestros amables encuentros cómo el agua caliente no solo purifica nuestra piel sino también, debido a extrañas influencias en nuestro organismo que está seguro de que algún día se descubrirán, nos proporciona un benéfico estado de calma. Y a fe que en estos momentos me es tan necesaria como el propio aire que respiro.

Esta misma mañana, mi propio hijo Alfonso, que acaba de cumplir los once años de edad, me preguntó:

–¿Qué os sucede?, padre.

–Nada, hijo –le respondí.

–Parecéis triste.

–Solo estoy un poco cansado pero me encuentro bien.

No me costó esfuerzo mentirle porque pienso convertirlo en depositario de estas sentidas narraciones para que cuando yo falte y él haya alcanzado la madurez que proporciona el tiempo, le vayan mostrando la trascendencia del reinado del gran Alfonso para León, para Castilla y aún para los demás reinos cristianos y los mundos de la justicia, las leyes y las nuevas poblaciones que fundó y ha sabido dotar de fueros y privilegios a fin de que se desarrollen y prosperen. 

No quiero, sin embargo, hurtarle la cara fea de las cosas ni las miserias que en tantas ocasiones acompañan la conducta de los hombres y por eso pretendo darle a conocer las curiosas circunstancias, los caprichos de Dios o del destino que él gobierna y las deslealtades y perfidias que, después de trescientos largos años de gloria y 19 reyes, están conduciendo al reino de León a un penoso final aun cuando Berenguela y su hijo Fernando pretendan convencernos de lo contrario.

Confieso que en todo momento he procurado mostrarme fiel a cuanto vieron mis ojos y oyeron mis oídos, sin dejarme persuadir por fobias o simpatías, aunque tampoco ignoro que soy humano y a veces me pregunto cuánto han podido pesar en mi ánimo el respeto y la admiración que siempre dispensé al rey Alfonso a la hora de enjuiciar sus decisiones, cuánto mi benevolencia a la hora de ensalzar sus virtudes o justificar sus vicios, cuántas de mis informaciones se deben a los rumores de los chismosos o a los infundios de sus propios vasallos. E incluso me han asaltado las dudas acerca de cuántas lagunas de la memoria he debido paliar con la ayuda de otros fértiles recursos. 

Desde que era un simple jovenzuelo hasta ayer como quien dice, mi vida ha transcurrido al lado del gran Alfonso de León e inmerso en el entusiasmo, la concordia y las intrigas de la corte. En ella trabé amistades y alianzas y tuve acceso a conversaciones y escenas por las que el propio rey hubiera pagado un buen puñado de maravedíes. 

También soy consciente de los peligros que entraña recurrir a fuentes tan diversas por muy fiables que se precien, ni los engaños a que a veces nos conducen nuestras propias observaciones. Sin embargo, no me duelen prendas al declarar que me obliga mi conciencia a confesarles, tanto a mi hijo como a todos aquellos que decidan detenerse sobre estas humildes palabras, unos puede que guiados por la curiosidad, otros por el deleite que les procura la lectura, que si me he permitido alguna licencia, que en ningún caso traicionará el espíritu de cuanto aquí se escribe, se debe a que yo, al igual que algunos de mis valiosos confidentes, concedo un mérito a la imaginación que no concedo a la memoria.















martes, 7 de junio de 2022

BRAÑUELAS EN LA NOVELA ALFONSO IX "el rey demócrata"

SE ENCUENTRAN ACAMPADOS EN ASTORGA CAMINO DE COMPOSTELA

...Ya bien entrada la noche, el rey nos indicó al conde de León y a mí que lo acompañáramos. A la luz tenue de una vela examinaba un mapa que sostenía sobre las rodillas.

–Tenemos dos opciones –comentó–, o desviarnos poco más de dos leguas al norte de Astorga para adentrarnos en tierras bercianas a través de los territorios pertenecientes a los herederos del conde Gatón o continuar la ruta que acostumbran a seguir los peregrinos. 

–La primera parece más extensa –comentó Ponce Vela de Cabrera, quien por entonces oficiaba como alférez real, mientras observaba el dibujo.

–En efecto, pero la otra nos obliga a ascender a la cima de escarpados montes.


–Vos conocéis mejor que nadie estos territorios –quise comentar.

–Se me ha informado que al término de la llanura que discurre a la orilla de un pequeño riachuelo, en la zona conocida como Brañuelas debido a las brañas que salpican las laderas de aquellos montes, los descendientes del conde Gatón disponen de amplias praderías para el pasto de sus ganados, con pequeñas chozas que sirven de refugio a los pastores cuando llueve, y que este camino es mucho más favorable. Y además, próximo al pueblo de Valbuena de la Encomienda, perteneciente a la orden de los hospitalarios de san Juan y a solo una legua de las brañas, los monjes han levantado un monasterio donde a la vez que se dedican a la oración atienden a los peregrinos que se aventuran por esa ruta. No tendríamos ni que montar el campamento. Pero... 

–Pero...

–Podríamos extraviarnos. Nunca he transitado esos parajes y los trazados de la ruta en el mapa no son claros. Resultaría fatal que nos perdiéramos, o una simple demora teniendo en cuenta que viajamos con el tiempo medido... (PAG.74)

lunes, 30 de mayo de 2022

 ALFONSO IX "el rey demócrata".

Conversación entre Berenguela de Castilla y los defensores del testamento de Alfonso IX:

...Berenguela entrelazó las manos a la altura del vientre y comenzó dirigiéndose a nosotros en un tono muy suave de voz, como si pretendiera seducirnos.

–Caballeros –dijo–, considero que las últimas decisiones que habéis adoptado, sin duda, de buena fe, nos conducen a un camino de enfrentamientos donde los sacrificios y las penas no serán compensados ni siquiera por una victoria.

–Nosotros nos limitamos a ser leales al rey Alfonso–respondió Diego Fróilaz.

–Pero el rey Alfonso ya no está.

–Su legado sí.

–El reino de León precisa de una mano fuerte que lo guíe.

–Estamos de acuerdo con vos, señora –respondió Pedro de Portugal–, pero como sabéis, el reino de León supera en años, tradición y prestigio al de Castilla.

–Mi hijo Fernando es leonés.

–Pero no vos ni los nobles que os acompañan.

–Conservaréis vuestras cortes, leyes y costumbres.

–Para León depender de Castilla solo puede acarrearle perjuicios.

–Exageráis –dijo moviendo la cabeza en un gesto que parecía más de coquetería que de contrariedad... (pag. 383 de la novela)

domingo, 23 de enero de 2022

 

MANSILLA DE LAS MULAS

Una muralla de chopos altísimos en la ribera del Esla esconde la muralla antigua de piedra edificada en tiempos medievales y defiende al pueblo con una nueva fortificación de color verde que llegando por el Norte solo permite ver con claridad las torres majestuosas de las iglesias de santa María y san Martín, donde establecen sus nidos las cigüeñas sin robarle solemnidad a las cruces que coronan las picotas. Es Mansilla una estampa original del tiempo en la que juegan sin estridencia la tradición, la hospitalidad, el comercio, la ruta, la añoranza y un horizonte libre que se abre inmenso, prudente y amarillo camino de Castilla.

Los romanos de la Legio VII Gémina establecieron aquí -“a un día de viaje” de León y a poco más de una hora a pie de Lancia, la más importante de las ciudades “astur-romanas”-, una mansión militar para descanso y reposo de los guerreros en una de las vía principales de Roma a España, y la llamaron Villalil. Ellos levantaron las primeras fortificaciones y los Cubos que situados en lugares estratégicos y precisos lograron entenderse con el río para defender en solidaria armonía a un pueblo que comenzaba a escribir una larga historia sin ser consciente de ello. Aun así los godos de Witiza y más tarde los moros de Almanzor acabarían llegando a devastar todo aquello que había erigido Roma.

Sin embargo, cada siglo, cada imperio ha dejado sus huellas, sus heridas. La mansión se convertiría en Mansilla, y Fernando II puede que levantara o reconstruyera primitivas murallas, lo cierto es que la repobló con gentes traídas de diversos lugares y le concedió fueros. Tarea repobladora que por cierto continuó su hijo, el gran Alfonso IX. Otros reyes y señores se acercaron a ella con distintos talantes e intenciones. Pero a todos ha sobrevivido y de cada uno guarda memoria.

Yo no accedí a Mansilla de las Mulas por el Norte a través del puente que cabalga el Esla como un amante tranquilo que parece exhausto, lo que resulta comprensible después de más de ocho siglos abriendo sus ocho ojos a las aguas del más impetuoso de los ríos leoneses. Al visitarla en año jacobeo, opté por rodearla entrando al estilo de un peregrino cualquiera por la Puerta de Santiago o del Castillo, de la que ha desaparecido no solo el castillo sino también el arco y solo permanecen dos brazos poderosos de piedra dañados por el tiempo y el vacío. En cambio en la plaza a que da acceso pude encontrarme con el típico crucero de la Ruta Compostelana sombreando una base escalonada en la que descansan del duro camino tres peregrinos jóvenes esculpidos a tamaño natural. Mansilla rinde tributo al Camino que conduce a la tumba del apóstol en Santiago porque gracias a él ha recogido también algunos de sus mejores frutos.

Varias sorpresas pueden aguardarte a la vuelta de cada esquina. Pero lo que a mí más me sorprendió de esta villa tranquila que huele a viento seco y placidez en las tardes de verano, fue el hecho de que la adornen diez plazas que son como diez matices distintos de un mismo rostro pleno de expresividad y de esa belleza apacible y espontánea que conceden los años. La plaza de la Cebada, pequeña, recogida y austera, un caño y tres bancos de color verde en los que reposa el silencio. La plaza del Pozo, en el centro del pueblo y presidida por el edificio del Ayuntamiento, los antiguos soportales, el comercio y el bullicio de gente de todas las edades que por esa zona se mueve, se ve, se cruza, se habla o, simplemente, se contempla.

Aquellos a quienes pregunto añoran el esplendor de los años pasados cuando acudían en masa los veraneantes a disfrutar de su clima, de su río, de sus comidas, de una hospitalidad ganada a base de empeño y tradición como punto de descanso y refugio obligado en el Camino. El Año Santo no ha hecho el milagro. Los peregrinos son aves de paso que ennoblecen el paisaje y muchos de los asturianos que tanto fervor demostraron siempre por la villa, han preferido buscar nuevos destinos. Sin embargo, y aunque aún nos encontramos a media tarde, la Calle del Puente, sombreada, tranquila y serena, muestra una vida y un ambiente inesperados. Al final de la calle se divisa a tres niños jugando en los columpios de la Plaza del Grano. La tarde allí crece y se apodera de otras calles próximas y se esconde en los soportales y se desborda por la hermosura abierta en el hueco íntimo del Postigo, que como un sentimiento hondo busca las inmediaciones del río. 

Un hombre subido en un andamio endeble trata de fijar en la fachada de su casa un farol y compone una estampa de antiguos tiempos. Se siente en esa plaza una mezcla confusa de placidez y de desgana. En la fuente que la preside, apoyada sobre cuatro leones recostados con gesto humilde, las gotas de agua que rebosan la pileta superior de la fuente saltan a las piletas inferiores como niñas diminutas que se lanzaran de cabeza a una piscina.

Aprieta el calor y decido sentarme en uno de los bancos de esa plaza del Grano, a la sombra de uno de los árboles. El mismo en que se sientan Silvia, Lorena y Conchi, unas chiquillas encantadoras que estudian en el colegio “Pedro Aragoneses” y que con su gracia y la espontaneidad que solo se tiene a los catorce años, me hablan del pueblo como si hablaran de algo mágico. Sus palabras, silenciadas a veces a causa de la risa, adquieren tonos delicados y muy bellos e irradian esa magia literaria propia de la fantasía adolescente. Mansilla, entonces, a través de sus ojos me parece un sitio nuevo casi desconocido, mucho más hermoso. Me indican que visite las plazas que no he visto todavía, que suba a lo alto de los Cubos (si me atrevo) para contemplar desde allí, como un rey antiguo -lo del rey lo pienso yo-, una privilegiada panorámica del pueblo. Pero no se limitan a las recomendaciones. Me acompañan hasta el río, a la fuente “Los Praos”, donde turistas en bañador descansan en el verde y toman el sol a orillas del Esla. 

Siguiendo sus consejos me acercaré hasta El Merendero en la calle del Peregrino, que extendiéndose sobre una explanada de praderas verdes al lado de la muralla conserva en sus bancos de madera, en su entorno y en la rana de hierro con la boca abierta al cielo, todo el sabor de las tardes de pueblo en los meses de verano. 

En ese punto las chicas se despiden amablemente de mí, pero antes me hablan de las fiestas, de los bailes en las plazas, de la feria del tomate en que se exhibe y se honra el más típico de sus productos, del “Descenso del Esla” en el que embarcaciones de todo tipo, construidas por los propios participantes con imaginación e ingenio se hacen al agua en una competición que se remata una vez en tierra firme con otro original concurso de tortillas en el que se premiará la mejor hecha. Recuerdo que me hablaron de otras curiosidades y anécdotas a las que puede que no prestara la debida atención. Lo más importante, sin embargo, es que enriquecieron de una manera extraordinaria la imagen que yo me había formado de Mansilla, porque este pueblo antiguo cercado por murallas de chopos y de piedra, pletórico de historia y parada obligada en el Camino, aunque hermoso, gana un sabor distinto, una esperanza nueva cuando se puede ver como lo ven los ojos sabios de unas adolescentes. Ellas atesoran el milagro que necesitan los pueblos viejos para poder mantenerse vivos.