EL EXTERIOR
Aunque en la catedral la vida y el
milagro se manifiestan dentro, también el exterior ha sabido recrear
la dulzura de un estilo que cuanto más divino quería ser más
humano nos parece.
Las torres se elevan firmes y
solemnes. La del Sur, altiva, se corona con un rico chapitel calado y
se ha quedado con el reloj. La del Norte acoge las campanas. Son
similares aunque conservan su propia personalidad y la manera
peculiar de presentarse al mundo. Compiten entre sí pero se llevan
de maravilla y por eso han permanecido juntas tantos siglos. Las dos
se independizan del pórtico que da acceso a las naves y así
conceden al hastial el privilegio de mirar a la plaza y a occidente
luciendo el rosetón y su armonía. Con ese recurso -casi trampa-, la
vanidosa iglesia no sólo parece más bella y elegante sino que
además ya empieza a engañarnos, coquetea y juega con nosotros
abriendo espacios de vértigo en los que delicados arbotantes le
confieren un aspecto frágil que no tiene. Animales ágiles como
gacelas o poderosos como tigres sostienen sus pesados cuerpos en
finas patas. Así los arbotantes de esta catedral que también quería
imitar a la Naturaleza nos recuerdan esas bellísimas imágenes donde
miembros delgados pero duros como piedras velan por el equilibrio de
esos cuerpos. Y no inmóviles siempre aunque a alguno lo parezca. Con
un poco de imaginación se pueden ver pináculos que levitan y
gárgolas que se enfurecen con la lluvia y muros y contrafuertes que
se aproximan o se alejan en una alarde de suprema libertad.
El
ábside se encarga de recibir el sol cada mañana y por eso ofrece
tantos espacios para la luz. Pletórico de armonía y sublime se
encumbra a la muralla y la desborda. Sin estridencias. Quiere ser
cabecera de un “reino” y se corona con pináculos que volarían
al cielo si no fuera porque tienen muy asumida su misión. En él no
todo el espíritu es ascendente y delicado sino también práctico,
funcional, dentro de esa belleza a la que no se renuncia en ningún
caso, bajo pretexto alguno. Los arbotantes transmiten fuerzas de
sujeción y equilibrio pero sin perder tampoco un ápice de
elegancia conectan con las gárgolas para servir de desagüe al
edificio. El ritmo que adoptan sus posturas no es, por tanto,
gratuito. Nada lo es.
A
la fachada Norte, oculta por la serenidad del claustro y la sombra
permanente, ese apartamiento del mundo le ha permitido conservarse
más pura, más auténtica, con la policromía que en el siglo XVI le
concedió León Picardo y de la que las otras disfrutaron también
pero han perdido, tanto por efectos del tiempo como por vergüenza de
los hombres, pues en los arcos de la puerta occidental el color
resaltaba cuerpos desnudos de mujeres que el pudor del siglo XVIII no
podía consentir. Aún pueden apreciarse, sin embargo, restos de azul
y rojo en la puerta del Juicio Final que pintara Nicolás Francés.
La
Virgen del Dado (nombre debido a la leyenda) que preside la fachada
Norte llenando de orgullo el parteluz, ya nos transmite esa serena
elegancia de la escultura gótica, la túnica y el manto plegándose
naturales a voluntad del cuerpo, la postura digna y la expresión del
rostro esperanzada ante el mundo que la rodea. Una corona y un velo
cubren su cabeza y todo en ella es armonía aunque haya quien
reniegue de esos pies libres que se adelantan como si quisieran
volar, vulneren o no otras lógicas. En la mano derecha sostiene una
rosa y en el brazo izquierdo al Niño. El Niño, aún feliz en su
inocencia, porta un libro y también nos saluda o nos bendice.
Parecen invitarnos los dos a una ceremonia donde se regala paz a
cambio tan solo de gratitud.
San
Pedro, san Pablo, Santiago, san Mateo y una Anunciación, donde es
tan bello el Ángel como la Virgen, adornan con elegancia las jambas
que custodian la puerta. Además, sean jóvenes o viejos, dulces o
severos, sus gestos transmiten lo que quieren: profundas emociones.
Bajo sus pies, castillos y leones conmemoran el nuevo reino. Por
amplios que sean los espacios no queda resquicio inútil alguno. El
tímpano lo preside un Dios en majestad rodeado de ángeles que
parecen sostenerlo, y otros ángeles que no son ángeles sino
evangelistas con alas y los símbolos correspondientes al
Tetramorfos.
En
las arquivoltas siguen el color y el ritmo dorando los arcos que
decoran hombres y mujeres. Los primeros son clérigos o artesanos.
Las segundas, vírgenes. Hay un ángel alegre, pleno de felicidad y
gracia como corresponde a su categoría, Ángel de la Anunciación o
Ángel de Reims por el gran parecido con ese ángel francés. Tal vez
incluso se trate del mismo ángel que ha venido a visitarnos y no va
a cambiar de rostro solo por cambiar de país.
La
fachada meridional nos ofrece tres portadas. Sobre ellas se levanta
un hastial perfecto y renovado pero fiel, y a su izquierda la famosa
“silla de la reina” que realizara Jusquín en el XV. En la
portada central, llamada de la Revelación, un Cristo severo y
sentado sostiene sobre la rodilla izquierda un libro y nos bendice o
revela la Doctrina a los aplicados evangelistas que la escriben
acompañados por el ángel, el buey, el león y el águila, símbolos
y personificación de los cuatro (san Mateo, san Lucas, san Marcos y
san Juan), configuración del Tetramorfos, tema medieval que con
tanta frecuencia se repite en el arte gótico cristiano, por lo
general en torno al Pantocrator. Bajo ellos, aquí se mueven los
apóstoles. Sobre ellos vuelan ángeles protectores y piadosos en
cuyas alas, a veces, se posa una paloma. Pero no acaba el ensueño.
Siguen ascendiendo los arcos. Y ángeles, más ángeles, venerables
ancianos y reyes optimistas que, sentados, perseveran en arrancar
algunas notas a sus duros instrumentos, llenan de ilusión las
arquivoltas. También recibe el nombre de Apocalipsis, ese libro
“profético” de san Juan que trataba de infundir esperanza sobre
el destino último del mundo de los cristianos en un momento de la
historia en que les era necesaria.
La
escultura gótica se empeñó en escribir la Biblia en piedra y en
esta catedral a fe que lo consigue. La intención era reflejar en el
Sur, que recibe el sol, el Nuevo Testamento, y en el Norte, siempre
en sombra, el Antiguo. Todo adquiere un significado al que ha de
servir. Otros motivos, otras disculpas y otros personajes irían
también ampliando la propia personalidad del monumento.
San
Froilán, patrono de la diócesis, insigne obispo que gobernó la
iglesia legionense del 900 al 905, preside el parteluz de esta
portada meridional y es su gesto, aunque severo, muy humano. La
Virgen de la Anunciación, los reyes Magos y el profeta Samuel
descansan adosados a las ajambas, menos verticales, menos firmes, con
una cortesía y una suavidad que anuncia a los fieles que no teman el
rigor del viejo obispo. Las esculturas góticas se comunican con la
amabilidad que para sí quisieran algunas personajes. A la izquierda,
jambas y tímpanos exentos de figuras no pierden armonía y su
sencillez, tan sólo decorada en los arcos por una sucesión continua
de castillos y leones y una parra con las hojas y las uvas, la hace
más profunda. Es una puerta limpia y serena como la propia catedral
que aquí renuncia a otras ambiciones. Sólo en la sencillez de la
madera se nos revela la muerte.
A
la derecha, el mismo san Froilán que antes presidiera el parteluz de
la central cobra nuevo protagonismo en el tímpano donde se
representa el traslado de sus reliquias desde el monasterio
cisterciense de Moreruela a la catedral leonesa en que estuvieron
antes de que Almanzor atacara la ciudad. Las imágenes de piedra
donde vemos el cortejo fúnebre, a pesar del daño de tiempo y la
erosión que les han robado presencia a las figuras, nos dan fe de la
majestuosidad de aquel traslado que Lucas de Tuy describe como de
“grandísima pompa, y aparato” y cuando la emoción lo domina:
“acaeció una cosa maravillosa... en todo el camino por donde
trahian aquellos huesos sacratísimos et por allí alderredor llovía
miel en tanta abundancia que de los árboles et de los cabellos de
los hombres, et de los animales corrían arroyos de miel”. Bajo el
tímpano, la puerta tapiada es un símbolo más que sostiene esa
escena tan dulce y piadosa.
La
luz del sol no se detiene en el Sur.
El
pórtico que mira a occidente atesora la solemnidad de un elevado
recibimiento. La imagen de la Virgen Blanca (cuya figura original
realizada por autor anónimo en el siglo XIII, descansa en su
capilla) nos recibe bajo un fino doselete gótico. Su rostro joven y
bello transmite la emoción de la madre que sostiene en brazos a su
hijo. No es altiva pero sí elegante. Cubre su cabeza una corona y un
fino velo que antes de descansar sobre sus hombros nos descubre las
ondas ocultas de su melena. La túnica se adapta a su postura y la
del Niño, un niño alegre que saluda aunque algunos quieran pensar
que los bendice (una vez más la generosidad expresiva nos confunde)
y sostiene en la otra mano una bola que igual pudiera ser una pelota
que el globo del mundo a una escala asequible. Ella es la
protagonista de esta portada. Si su boca quisiera hablar no nos diría
más de lo que dicen sus cerrados labios juveniles. Por eso siempre
que nos acercamos a la catedral nos roba la atención. Ha sabido
quedarse y transmitirnos esa imagen de esperanza tan querida a las
vírgenes del gótico. Andrés Seoane volcó todo su ingenio en esta
copia. Una vez admirada su dulzura se ofrece a nuestra vista el resto
de la puerta del Juicio Final, escena representada en el tímpano.
Momentos del paraíso y el infierno, cuerpos llenos de gozo o
devorados por fieras monstruosas o las calderas completan la
representación dramática. Podemos cerrar los ojos unos segundos y
trasladarnos al espíritu que animaba aquellos tiempos. En la parte
superior un Cristo en majestad, dos ángeles... Sobre firmes pilares,
en las jambas a ambos lados de la puerta, los apóstoles solemnes dan
testimonio de una ilusión que ellos vivieron y desean compartir.
Finos doseletes góticos los coronan. Y a lo largo de las
arquivoltas, ángeles, reyes, príncipes y una vez más seres
monstruosos ávidos de sangre y carne humana siguen contándonos la
historia que iniciara el tímpano. Hay rojos, azules y restos de
trazos en dibujos florales en el intradós de los arcos, recordando
la vieja policromía.
Las
otras dos puertas de este pórtico son las correspondientes a san
Juan y san Francisco. En la primera volvemos a ver, como en la Sur, a
reyes tocando arpas, violas, laudes... encaramados a las arquivoltas
con gran naturalidad. Otras molduras también muestran personajes y
escenas conocidos de la Biblia, ministros de la Iglesia. La central
revive momentos de la vida de san Juan. En el dintel hay ángeles que
miran, sueñan o se mueven. Y en el tímpano escenas prodigiosas de
la vida de Jesús y de la Virgen: la Adoración de las Reyes, la
Visitación, el Nacimiento, la Huida a Egipto, la Matanza de los
Inocentes en el ángulo superior del arco... Todo natural como un
episodio cualquiera de la vida. En las jambas un rey más pequeño
que los otros reyes y los santos a quienes ha de hacer compañía y
exhibiendo una poderosa espada en su mano derecha y una balanza fiel
en la izquierda aporta un toque de inquietud al sereno equilibrio de
la portada. Él es más joven, más nuevo, “más justo” y más
grave, sin embargo. Ni san Pedro ni David ni san Juan, ni siquiera
Salomón se sorprenden. Lo respetan pero ni lo miran. Realismo y
piedra para contar una historia leída entonces con la fidelidad que
se le debe a un libro sagrado.
En
la puerta de san Francisco se viven la gloria y la tragedia:
Coronación y Exequias de la Virgen. Figuras principales con gran
fuerza y ángeles que se adaptan a la armonía del triángulo. En la
parte inferior la Virgen yace sin vida y los apóstoles le rinden el
último tributo. Nubes cubren sus cabezas para acceder a un cielo
donde Dios hecho hombre y rey bendice la coronación de su madre. Y
fuera ya del tímpano, en los laterales que rodean la puerta y
completan la serie que recorre el pórtico, Isaías, Juan, la reina
de Saba, Simeón, la sibila Eritrea, Jesucristo, cada uno fiel a su
temperamento, nos contemplan con una humanidad y una paciencia dignas
de elogio, posados en firmes pedestales. Por las curvas suaves de los
arcos vuelan ángeles y las vírgenes prudentes y las necias nos
recuerdan la parábola de san Mateo en que se invita a un celo y una
prudencia permanentes apara acceder al paraíso, pues mientras las
prudentes estaban vigilantes, las necias, debido a su descuido,
debieron ir a la tienda en busca de aceite para sus lámpara, “llegó
el esposo y las que estaban prontas entraron con él a las bodas y se
cerró la puerta...”. Todo es místico y mágico a la vez.
En
esta rica fachada que mira la plaza de Regla, no podemos olvidar una
columna llena de historia. Más pequeña entre las demás columnas,
la inscripción Locus Appellationis rememora el sitio donde los
cuatro jueces del rey, de la iglesia, de los nobles y del pueblo
resolvían los casos de apelación como recuerda el fuero leonés.
Fue colocada allí en el siglo XV.
Ni
tampoco debemos olvidar las figuras más expuestas al viento y la
intemperie, ni los ricos follajes que adornan muros y arquivoltas, ni
los pequeños arcos ciegos inferiores, ni la madera tallada de las
puertas, ni el silencio y la magia que las inunda y entra y se posa y
sale en los rostros y los ojos de la gente como un regalo más de
este misterio.
Pero debemos aclarar que no sólo las
esculturas, los hastiales o las torres le dan belleza y armonía
exterior a la catedral. Todas las piedras se encuentran, se encumbran
y se contorsionan o se besan en un equilibrio temerario que busca el
más difícil todavía. En cada espacio conformado, en cada
filigrana, en cada vacío se vive el vértigo que nos seduce y nos
invita a ascender. Pináculos, chapiteles, agujas o desagües,
contrafuertes, arbotantes, cruces, arcos o figuras, huecos, campanas,
el reloj y hasta el tejado, las nieves del invierno o el viento que
la sopla o las cigüeñas que la habitan o los ojos sorprendidos que
la miran son imprescindibles. Nada es superfluo o arbitrario en esta
sinfonía inacabada y sublime, de un blanco ligeramente tostado por
el sol, débil y enfermiza, lo que le confiere más belleza, esa
frágil y encantadora feminidad de una dama romántica que sufre y
bajo sus ojos que lloran y una piel que se lamenta vemos el deseo de
una mujer que quiere que la quieran. Tan dolida y a la vez tan
elegante y arriesgada, quién no va a quererla.
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