jueves, 15 de mayo de 2014

EL EXTERIOR

Aunque en la catedral la vida y el milagro se manifiestan dentro, también el exterior ha sabido recrear la dulzura de un estilo que cuanto más divino quería ser más humano nos parece.

Las torres se elevan firmes y solemnes. La del Sur, altiva, se corona con un rico chapitel calado y se ha quedado con el reloj. La del Norte acoge las campanas. Son similares aunque conservan su propia personalidad y la manera peculiar de presentarse al mundo. Compiten entre sí pero se llevan de maravilla y por eso han permanecido juntas tantos siglos. Las dos se independizan del pórtico que da acceso a las naves y así conceden al hastial el privilegio de mirar a la plaza y a occidente luciendo el rosetón y su armonía. Con ese recurso -casi trampa-, la vanidosa iglesia no sólo parece más bella y elegante sino que además ya empieza a engañarnos, coquetea y juega con nosotros abriendo espacios de vértigo en los que delicados arbotantes le confieren un aspecto frágil que no tiene. Animales ágiles como gacelas o poderosos como tigres sostienen sus pesados cuerpos en finas patas. Así los arbotantes de esta catedral que también quería imitar a la Naturaleza nos recuerdan esas bellísimas imágenes donde miembros delgados pero duros como piedras velan por el equilibrio de esos cuerpos. Y no inmóviles siempre aunque a alguno lo parezca. Con un poco de imaginación se pueden ver pináculos que levitan y gárgolas que se enfurecen con la lluvia y muros y contrafuertes que se aproximan o se alejan en una alarde de suprema libertad.

El ábside se encarga de recibir el sol cada mañana y por eso ofrece tantos espacios para la luz. Pletórico de armonía y sublime se encumbra a la muralla y la desborda. Sin estridencias. Quiere ser cabecera de un “reino” y se corona con pináculos que volarían al cielo si no fuera porque tienen muy asumida su misión. En él no todo el espíritu es ascendente y delicado sino también práctico, funcional, dentro de esa belleza a la que no se renuncia en ningún caso, bajo pretexto alguno. Los arbotantes transmiten fuerzas de sujeción y equilibrio pero sin perder tampoco un ápice de elegancia conectan con las gárgolas para servir de desagüe al edificio. El ritmo que adoptan sus posturas no es, por tanto, gratuito. Nada lo es.

A la fachada Norte, oculta por la serenidad del claustro y la sombra permanente, ese apartamiento del mundo le ha permitido conservarse más pura, más auténtica, con la policromía que en el siglo XVI le concedió León Picardo y de la que las otras disfrutaron también pero han perdido, tanto por efectos del tiempo como por vergüenza de los hombres, pues en los arcos de la puerta occidental el color resaltaba cuerpos desnudos de mujeres que el pudor del siglo XVIII no podía consentir. Aún pueden apreciarse, sin embargo, restos de azul y rojo en la puerta del Juicio Final que pintara Nicolás Francés.

La Virgen del Dado (nombre debido a la leyenda) que preside la fachada Norte llenando de orgullo el parteluz, ya nos transmite esa serena elegancia de la escultura gótica, la túnica y el manto plegándose naturales a voluntad del cuerpo, la postura digna y la expresión del rostro esperanzada ante el mundo que la rodea. Una corona y un velo cubren su cabeza y todo en ella es armonía aunque haya quien reniegue de esos pies libres que se adelantan como si quisieran volar, vulneren o no otras lógicas. En la mano derecha sostiene una rosa y en el brazo izquierdo al Niño. El Niño, aún feliz en su inocencia, porta un libro y también nos saluda o nos bendice. Parecen invitarnos los dos a una ceremonia donde se regala paz a cambio tan solo de gratitud.

San Pedro, san Pablo, Santiago, san Mateo y una Anunciación, donde es tan bello el Ángel como la Virgen, adornan con elegancia las jambas que custodian la puerta. Además, sean jóvenes o viejos, dulces o severos, sus gestos transmiten lo que quieren: profundas emociones. Bajo sus pies, castillos y leones conmemoran el nuevo reino. Por amplios que sean los espacios no queda resquicio inútil alguno. El tímpano lo preside un Dios en majestad rodeado de ángeles que parecen sostenerlo, y otros ángeles que no son ángeles sino evangelistas con alas y los símbolos correspondientes al Tetramorfos.

En las arquivoltas siguen el color y el ritmo dorando los arcos que decoran hombres y mujeres. Los primeros son clérigos o artesanos. Las segundas, vírgenes. Hay un ángel alegre, pleno de felicidad y gracia como corresponde a su categoría, Ángel de la Anunciación o Ángel de Reims por el gran parecido con ese ángel francés. Tal vez incluso se trate del mismo ángel que ha venido a visitarnos y no va a cambiar de rostro solo por cambiar de país.

La fachada meridional nos ofrece tres portadas. Sobre ellas se levanta un hastial perfecto y renovado pero fiel, y a su izquierda la famosa “silla de la reina” que realizara Jusquín en el XV. En la portada central, llamada de la Revelación, un Cristo severo y sentado sostiene sobre la rodilla izquierda un libro y nos bendice o revela la Doctrina a los aplicados evangelistas que la escriben acompañados por el ángel, el buey, el león y el águila, símbolos y personificación de los cuatro (san Mateo, san Lucas, san Marcos y san Juan), configuración del Tetramorfos, tema medieval que con tanta frecuencia se repite en el arte gótico cristiano, por lo general en torno al Pantocrator. Bajo ellos, aquí se mueven los apóstoles. Sobre ellos vuelan ángeles protectores y piadosos en cuyas alas, a veces, se posa una paloma. Pero no acaba el ensueño. Siguen ascendiendo los arcos. Y ángeles, más ángeles, venerables ancianos y reyes optimistas que, sentados, perseveran en arrancar algunas notas a sus duros instrumentos, llenan de ilusión las arquivoltas. También recibe el nombre de Apocalipsis, ese libro “profético” de san Juan que trataba de infundir esperanza sobre el destino último del mundo de los cristianos en un momento de la historia en que les era necesaria.
La escultura gótica se empeñó en escribir la Biblia en piedra y en esta catedral a fe que lo consigue. La intención era reflejar en el Sur, que recibe el sol, el Nuevo Testamento, y en el Norte, siempre en sombra, el Antiguo. Todo adquiere un significado al que ha de servir. Otros motivos, otras disculpas y otros personajes irían también ampliando la propia personalidad del monumento.

San Froilán, patrono de la diócesis, insigne obispo que gobernó la iglesia legionense del 900 al 905, preside el parteluz de esta portada meridional y es su gesto, aunque severo, muy humano. La Virgen de la Anunciación, los reyes Magos y el profeta Samuel descansan adosados a las ajambas, menos verticales, menos firmes, con una cortesía y una suavidad que anuncia a los fieles que no teman el rigor del viejo obispo. Las esculturas góticas se comunican con la amabilidad que para sí quisieran algunas personajes. A la izquierda, jambas y tímpanos exentos de figuras no pierden armonía y su sencillez, tan sólo decorada en los arcos por una sucesión continua de castillos y leones y una parra con las hojas y las uvas, la hace más profunda. Es una puerta limpia y serena como la propia catedral que aquí renuncia a otras ambiciones. Sólo en la sencillez de la madera se nos revela la muerte.
A la derecha, el mismo san Froilán que antes presidiera el parteluz de la central cobra nuevo protagonismo en el tímpano donde se representa el traslado de sus reliquias desde el monasterio cisterciense de Moreruela a la catedral leonesa en que estuvieron antes de que Almanzor atacara la ciudad. Las imágenes de piedra donde vemos el cortejo fúnebre, a pesar del daño de tiempo y la erosión que les han robado presencia a las figuras, nos dan fe de la majestuosidad de aquel traslado que Lucas de Tuy describe como de “grandísima pompa, y aparato” y cuando la emoción lo domina: “acaeció una cosa maravillosa... en todo el camino por donde trahian aquellos huesos sacratísimos et por allí alderredor llovía miel en tanta abundancia que de los árboles et de los cabellos de los hombres, et de los animales corrían arroyos de miel”. Bajo el tímpano, la puerta tapiada es un símbolo más que sostiene esa escena tan dulce y piadosa.

La luz del sol no se detiene en el Sur.

El pórtico que mira a occidente atesora la solemnidad de un elevado recibimiento. La imagen de la Virgen Blanca (cuya figura original realizada por autor anónimo en el siglo XIII, descansa en su capilla) nos recibe bajo un fino doselete gótico. Su rostro joven y bello transmite la emoción de la madre que sostiene en brazos a su hijo. No es altiva pero sí elegante. Cubre su cabeza una corona y un fino velo que antes de descansar sobre sus hombros nos descubre las ondas ocultas de su melena. La túnica se adapta a su postura y la del Niño, un niño alegre que saluda aunque algunos quieran pensar que los bendice (una vez más la generosidad expresiva nos confunde) y sostiene en la otra mano una bola que igual pudiera ser una pelota que el globo del mundo a una escala asequible. Ella es la protagonista de esta portada. Si su boca quisiera hablar no nos diría más de lo que dicen sus cerrados labios juveniles. Por eso siempre que nos acercamos a la catedral nos roba la atención. Ha sabido quedarse y transmitirnos esa imagen de esperanza tan querida a las vírgenes del gótico. Andrés Seoane volcó todo su ingenio en esta copia. Una vez admirada su dulzura se ofrece a nuestra vista el resto de la puerta del Juicio Final, escena representada en el tímpano. Momentos del paraíso y el infierno, cuerpos llenos de gozo o devorados por fieras monstruosas o las calderas completan la representación dramática. Podemos cerrar los ojos unos segundos y trasladarnos al espíritu que animaba aquellos tiempos. En la parte superior un Cristo en majestad, dos ángeles... Sobre firmes pilares, en las jambas a ambos lados de la puerta, los apóstoles solemnes dan testimonio de una ilusión que ellos vivieron y desean compartir. Finos doseletes góticos los coronan. Y a lo largo de las arquivoltas, ángeles, reyes, príncipes y una vez más seres monstruosos ávidos de sangre y carne humana siguen contándonos la historia que iniciara el tímpano. Hay rojos, azules y restos de trazos en dibujos florales en el intradós de los arcos, recordando la vieja policromía.

Las otras dos puertas de este pórtico son las correspondientes a san Juan y san Francisco. En la primera volvemos a ver, como en la Sur, a reyes tocando arpas, violas, laudes... encaramados a las arquivoltas con gran naturalidad. Otras molduras también muestran personajes y escenas conocidos de la Biblia, ministros de la Iglesia. La central revive momentos de la vida de san Juan. En el dintel hay ángeles que miran, sueñan o se mueven. Y en el tímpano escenas prodigiosas de la vida de Jesús y de la Virgen: la Adoración de las Reyes, la Visitación, el Nacimiento, la Huida a Egipto, la Matanza de los Inocentes en el ángulo superior del arco... Todo natural como un episodio cualquiera de la vida. En las jambas un rey más pequeño que los otros reyes y los santos a quienes ha de hacer compañía y exhibiendo una poderosa espada en su mano derecha y una balanza fiel en la izquierda aporta un toque de inquietud al sereno equilibrio de la portada. Él es más joven, más nuevo, “más justo” y más grave, sin embargo. Ni san Pedro ni David ni san Juan, ni siquiera Salomón se sorprenden. Lo respetan pero ni lo miran. Realismo y piedra para contar una historia leída entonces con la fidelidad que se le debe a un libro sagrado.

En la puerta de san Francisco se viven la gloria y la tragedia: Coronación y Exequias de la Virgen. Figuras principales con gran fuerza y ángeles que se adaptan a la armonía del triángulo. En la parte inferior la Virgen yace sin vida y los apóstoles le rinden el último tributo. Nubes cubren sus cabezas para acceder a un cielo donde Dios hecho hombre y rey bendice la coronación de su madre. Y fuera ya del tímpano, en los laterales que rodean la puerta y completan la serie que recorre el pórtico, Isaías, Juan, la reina de Saba, Simeón, la sibila Eritrea, Jesucristo, cada uno fiel a su temperamento, nos contemplan con una humanidad y una paciencia dignas de elogio, posados en firmes pedestales. Por las curvas suaves de los arcos vuelan ángeles y las vírgenes prudentes y las necias nos recuerdan la parábola de san Mateo en que se invita a un celo y una prudencia permanentes apara acceder al paraíso, pues mientras las prudentes estaban vigilantes, las necias, debido a su descuido, debieron ir a la tienda en busca de aceite para sus lámpara, “llegó el esposo y las que estaban prontas entraron con él a las bodas y se cerró la puerta...”. Todo es místico y mágico a la vez.

En esta rica fachada que mira la plaza de Regla, no podemos olvidar una columna llena de historia. Más pequeña entre las demás columnas, la inscripción Locus Appellationis rememora el sitio donde los cuatro jueces del rey, de la iglesia, de los nobles y del pueblo resolvían los casos de apelación como recuerda el fuero leonés. Fue colocada allí en el siglo XV.
Ni tampoco debemos olvidar las figuras más expuestas al viento y la intemperie, ni los ricos follajes que adornan muros y arquivoltas, ni los pequeños arcos ciegos inferiores, ni la madera tallada de las puertas, ni el silencio y la magia que las inunda y entra y se posa y sale en los rostros y los ojos de la gente como un regalo más de este misterio.

Pero debemos aclarar que no sólo las esculturas, los hastiales o las torres le dan belleza y armonía exterior a la catedral. Todas las piedras se encuentran, se encumbran y se contorsionan o se besan en un equilibrio temerario que busca el más difícil todavía. En cada espacio conformado, en cada filigrana, en cada vacío se vive el vértigo que nos seduce y nos invita a ascender. Pináculos, chapiteles, agujas o desagües, contrafuertes, arbotantes, cruces, arcos o figuras, huecos, campanas, el reloj y hasta el tejado, las nieves del invierno o el viento que la sopla o las cigüeñas que la habitan o los ojos sorprendidos que la miran son imprescindibles. Nada es superfluo o arbitrario en esta sinfonía inacabada y sublime, de un blanco ligeramente tostado por el sol, débil y enfermiza, lo que le confiere más belleza, esa frágil y encantadora feminidad de una dama romántica que sufre y bajo sus ojos que lloran y una piel que se lamenta vemos el deseo de una mujer que quiere que la quieran. Tan dolida y a la vez tan elegante y arriesgada, quién no va a quererla.



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