martes, 28 de abril de 2020

LEÓN

Las ciudades cambian pero hay en ellas un espíritu que permanece siempre. Por eso tanto los mayores como los jóvenes, los optimistas, los nostálgicos, los inmigrantes o los turistas vemos León como una ciudad de espacios abiertos, llena de luz, de calma y de belleza (de ella dijo Ortega y Gasset: “la ciudad irradiando reflejos tiene un despertar de joya”), un lugar que, heredero de un rico pasado y portador de un presente lleno de horizontes, abre grietas continuas por las que asoman su resignación y sobre todo su orgullo, porque esta vieja población que los romanos construyeron en los primeros años de la Era Cristiana como un cuartel, ya en el siglo X había tenido “24 reyes antes que Castilla leyes”, aunque ahora no sea más que la capital de otra de las nueve provincias de una comunidad autónoma mal asimilada y querida por casi todos y que se llama Castilla y León porque no ha sido capaz de inventar una identidad ni tan siquiera un nombre.
Y es que León es una ciudad individualista y soñadora como sus gentes. Por eso aquí abundan los quijotes y los poetas. Quijotes individuales como Guzmán el Bueno que se fue al sur para defender la plaza de Tarifa contra los moros ofreciendo a su propio hijo en sacrificio. O quijotes colectivos como esos miles de leoneses que en la década de los sesenta del s. XX, viviendo en la capital de una de las provincias más ricas del país en recursos minerales y energéticos, apoyaron el proceso industrializador de otras regiones menos favorecidas, contribuyendo a su recuperación mientras dejaban la suya abandonada.

Lo de los poetas es otra historia. Así como hay futbolistas en Brasil, pescadores en Galicia, leñadores en Vizcaya o chulos en Madrid, hay poetas en León. Cada pueblo crea a sus propias gentes porque la tierra marca, enseña, modula y forma más allá de la propia voluntad. Crémer, Nora, Gamoneda, Colinas, Mestre, Llamazares, o los que han buscado otro medio de expresión a su poesía como Fermín Cabal en el teatro, Pereira con el cuento o Luis Mateo Díez, Merino, Torbado, Trapiello o Aparicio con la novela, no son más que la consecuencia brillante y lógica de una cantera inagotable. 


Sin embargo, ser poeta en León no tiene mérito. Aquí la poesía vie en la calle, en la luz policromada que renace día tras día a través de las vidrieras de la catedral, en las pinturas del Panteón Real de san Isidoro, en la humildad de sus dos ríos, en la fachada plateresca y deslumbrante de san Marcos, en los arcos y las piedras de sus plazas, en las nieves del invierno, en el aire cargado de los bares del barrio Húmedo, en las narraciones de los ancianos, en las risas de los niños, en los ojos misteriosos de las gentes que cruzan a todas horas la avenida de Ordoño -arteria principal de la ciudad- como si en ellos llevaran la nostalgia cuando en realidad sólo llevan el secreto de la vida... Los poetas solo tienen que salir a la calle y dejarse invadir por ella. Lo demás es artificio. 

En esta capital del antiguo Reino podemos enorgullecernos de contar con las mejores representaciones del gótico, el románico o el plateresco. La catedral de León no es sólo el primer Monumento Nacional de España sino también una invitación para los amantes del misterio y los milagros. Erigida en el lugar más alto de la ciudad, descansa sobre restos esenciales de su historia, ya que allí estuvieron antes las termas romanas y el palacio de Ordoño II que el propio rey donó para erigir un primer templo románico. Sus torres persiguen el cielo ligeras y elegantes pero, como si fueran dos árboles auténtico lo hacen de forma desigual creciendo según la influencia del sol. Así la del Norte es más humilde y pequeña mientras la del Sur, construida en tiempos del obispo Cabeza de Vaca, por lo que llegaría a conocerse de ese modo, se eleva en una exuberancia fértil y aún corona su “copa” altiva con un rico chapitel calado. 

En la basílica de san Isidoro la sobriedad del románico coquetea en su exterior con elementos góticos y barrocos y nos ofrece en el Panteón de los Reyes un festival eterno de pinturas en que recreaciones bíblicas y florales alcanzan el carácter de gloriosas. La Capilla Sixtina del románico español fue decorada en el s. XII por sabias manos. Bajo poderosos capiteles pletóricos de luz y color que recrean escenas religiosas y populares descansan los cuerpos de 23 reyes, 12 infantes y 9 condes leoneses, o tal vez más.

San Marcos (monasterio, hospital de peregrinos, hostal... aunque también cárcel en que estuvo preso Quevedo) se levantó un buen día al lado del Bernesga y el puente por el que continuaban los peregrinos su camino hacia Santiago, y luego se fue estirando desde 1514 en un derroche de ingenio y locura para completar la fachada, protegida en un extremo por la iglesia y en la otra por un robusto torreón. Medallones en el zócalo, guirnaldas, el friso, impostas y columnas, los balcones, las ventanas, versículos de los Salmos grabados en los muros, cornisas y una bella crestería le confieren esa presencia deslumbrante que maravilla a todos.

Pero no son estos los únicos símbolos de orgullo para los leoneses. En Palat de Rey, la iglesia más antigua de la ciudad, del s. X, se han encontrado restos mozárabes y visigóticos de la primitiva construcción en diferentes excavaciones. Hay otras iglesias antiguas como la del Mercado, que se acerca de espaldas a la plaza del Grano, empedrada entre humildes soportales y donde dos ríos/dos ángeles abrazan la ciudad/una columna; la de San Martín, la de Santa Ana, la de Santa María la Real; y viejos torreones y palacios como el de los Conde de Luna; y restos de murallas y edificios señoriales en los que late la historia de un reino, un orgullo y una ambición. Aquí se celebraron las primeras Cortes democráticas de la vieja Europa cuando en 1188 Alfonso IX convocó a concilio a obispos, nobles y también a ciudadanos representantes del pueblo. Antes, otro Alfonso, el V, convocó igualmente a la curia y los grandes de León, Galicia y Asturias a otra asamblea donde además de leyes generales para el gobierno de los reinos, se promulgó el Fuero de León, el más importante de España durante la Edad Media.


Aires de ayer y caminos de esperanza, la ciudad se fue abriendo hacia el futuro. Aquella “isla deliciosa entre dos ríos”, no sólo desbordó pronto el viejo campamento romano para incorporar en el s. XIV “el burgo nuevo” y más tarde el recinto medieval, sino también las cuencas del Torío y el Bernesga para salir al exterior y mezclarse con el mundo. Se “ensanchaba” la ciudad. La Gran Vía comunicaba la plaza de Santo Domingo con la de San Marcos, paseos tranquilos como el de la Ronda (Papalaguinda) y el de la Playa, bordeando el río, se iban llenando al atardecer de ciudadanos inquietos y tranquilos a la vez, amantes del reposo y la aventura, cultos y profundos en una pequeña capital de provincias que llegó a tener diez periódicos y once puertas como símbolo de su afán de conocimiento y comunicación.

A pesar de todo , o quizá por eso, León hoy es una ciudad contradictoria y rica que sigue buscando, no sin dificultades, su destino. Una gran desconocida de la que fuera de sus fronteras sólo se sabe que tiene catedral y un invierno frío. O sea, nada. Por eso quienes la visitan se sorprenden al recorrer sus calles, visitar sus monumentos y conocer sus costumbres, su clima y a sus gentes. Sánchez Albornoz dice de ella que hace ya más de mil años, “cuando fue la población más importante de la España cristiana, León vivía a ras de tierra, sin otro acicate que la sensualidad y sin otra inquietud espiritual que una honda y ardiente devoción. Mística y sensual, guerrera y campesina, la ciudad toda dividía sus horas entre el rezo y el agro, el amor y la guerra”.



martes, 14 de abril de 2020

SAHAGÚN

León se serena cuando trata de entrar en Palencia y Valladolid por Tierra de Campos, ese inmenso desierto amarillo en el que no se adivina el horizonte y que en primavera parece un mar grandioso de espigas formando olas con el viento. En sus riberas crecen los tomillos y bajo su cielo siempre tan azul vuelan palomas torcaces y avutardas.


Este paisaje pardo y duro sin apenas árboles ni cerros ni verdes ni colinas, de llanuras infinitas levemente erosionadas por riachuelos que se secan con tan solo respirar, “...que llaman Tierra de Campos, los que son campos de tierra...”, pueden fácilmente producir desolación pues de severo y humilde esconde tanto su belleza que se necesita un espíritu sensible, una voluntad, un afecto y un optimismo lúcido para no dejarse engañar y ser capaces de desvelarla. Porque tener la tiene. Poetas y pintores la encontraron antes que nosotros pero nos han enseñado el camino para secundarlos.

En medio de esa belleza especial, como un símbolo o un blasón noble, se levanta majestuoso, solemne y sereno el pueblo de Sahagún, fundado por Carlomagno tras una dura batalla a orillas del río Cea. Los valerosos paladines, una vez alcanzada la victoria, clavaron sus lanzas en el suelo del campo de batalla y allí echaron raíces y florecieron en forma de fresnos altivos y orgullosos. Esa es la leyenda.

La historia, sin embargo, sitúa sus orígenes en torno al monasterio Domnos Sanctos, fundado en el siglo VIII y restaurado y enriquecido por el abad Bernardo en el siglo XI, bajo la protección del rey Alfonso VI, al que tanto deben facundinos, leoneses y el mundo cristiano de entonces. Años antes, Alfonso III que profesaba honda veneración por los mártires Facundo y Primitivo, a cuya memoria se erigían una pequeña iglesia y un sepulcro a orilla del río Cea, había decidido hacerse con el sitio para donárselo a unos monjes que llegaban de Córdoba huyendo de la persecución de los cristianos en tierra de moros. 

Aquella primera humilde comunidad de religiosos iba a experimentar un cambio significativo cuando el “rey bravo”, que gustaba de tan bellos parajes para su descanso entre campaña y campaña, acudió al abad Hugo de Cluny para establecer su orden en Sahagún bajo la regla de san Benito. El rey expidió prontos privilegios confirmando derechos, haciendas y villas al Monasterio, así como “liberando a los vasallos suyos de toda jurisdicción y fonsadera”. 

La regla de Cluny, cuya más innovadora costumbre fue la supresión del trabajo manual en favor del “oficio divino”, envía a Sahagún a monjes bien formados que no solo habrían de marcar su vida sino la de gran parte de la cristiandad a lo largo de la Edad Media. Con la llegada de los abades Roberto y especialmente Bernardo (con el tiempo arzobispo en Toledo), el cenobio y el pueblo -que iba creciendo a su sombra-, alcanzarán una grandeza incomparable de Pirineos abajo (más arriba solo le superaba el propio Cluny). Las prerrogativas y poderes otorgados y conseguidos les permitieron hacerse con un importante acervo espiritual, religioso y material. Gracias al “privilegio de exención”, a sus numerosas fundaciones y a las donaciones recibidas de los reyes de León, de Francia, de Inglaterra y de Castilla, de los duques, obispos y señores; la riqueza -”al lujo por Dios”- y la influencia de Cluny fue notable. Se convierte en el primer monasterio benedictino establecido en España. De él dependen por entonces otros 100 monasterios, posee haciendas desde el Cantábrico al Duero y su abad es una de las personalidades más respetadas en el mundo cristiano. La propia reina Constanza (borgoñona y sobrina del abad Hugo) construirá su lujoso palacio próximo al Monasterio. 

Hoy solo nos queda de todo aquel esplendor la “puerta de san Benito” que nos recibe cuando entramos en Sahagún. Y en el convento de las madres benedictinas, los sepulcros de “su rey”, Alfonso VI (quien manifestó su deseo de descansar eternamente en esas tierras que tanto amaba), de sus esposas Inés, Constanza, Berta y la mora Zaida, y de varios de sus hijos. 

Es cierto que este Sahagún que antes fue san Facundo en memoria de uno de aquellos primeros mártires, hijo, se dice, del patrono de León, el centurión Marcelo, y más tarde Sant Facunt y Safagún, debe gran parte de su historia al monasterio. Pero lógicamente, en un lugar de siglos y cultura no ha podido ser únicamente la influencia de los monjes la que ha marcado el destino de la villa. Otros muchos pies han ido dejando sus huellas a lo largo de los tiempos en esta tierra ocre, mesurada, dócil como el barro, cálida como el sol que ha cubierto siempre su piel brava y curtida.

Auténtica puerta en el Camino de Santiago, son miles los peregrinos que han encontrado en ella una senda, un amigo, una parada imprescindible y un descanso en la ruta jacobea. Quizás no sea ajeno tampoco a ese esplendor dentro del milenario Camino, la influencia de su rey, ya que Alfonso VI precisamente fue uno de sus grandes impulsores distribuyendo órdenes y medios para que los puentes entre Logroño y Compostela fueran reparados y se levantaran otras nuevos donde fuera preciso. También fomentó la construcción de albergues y hospitales a lo largo de su trayecto, prestando especial atención a Burgos, donde confluían las gentes que llegaban por Iranzu y quienes lo hacían por Roncesvalles. Esfuerzo y entrega de los que se benefició muy especialmente su amado Sahagún, convertido desde entonces en uno de los más prestigioso lugares del Camino. “Y demandé a Sancho, el rey de Aragón, una entrega a ese sagrado empeño con la misma ilusión que yo me estaba entregando en mis territorios”.

Pero además Sahagún nos ofrece testimonios que solo pueden ofrecer los pueblos con una rica historia. La influencia mudéjar nos sorprende en san Tirso. Iglesia situada a espaldas del Monasterio de san Benito se presenta con tres ábsides pletóricos de arcos ciegos sosteniendo la torre de ladrillo que se asoma por vanos que crecen en número y disminuyen en tamaño según se eleva majestuosa a un cielo que presiente próximo. El santuario de la Peregrina, también en románico-mudéjar del siglo XIII, se sitúa en un altozano desde el que divisa y protege al pueblo. Y no debemos olvidar la iglesia de San Lorenzo o el santuario de La Virgen del Puente, recibiendo a orillas de Valderaduey a los peregrinos que llegan de Castilla.

En mi penúltima visita a Sahagún, con motivo de la presentación de mi novela “Alfonso VI. Vida pública y privada del rey”, me cupo el honor de ser acogido para el acto en la iglesia de la Trinidad -sin culto- donde hoy se encuentran un albergue para peregrinos y el auditorio municipal “Carmelo Gómez” (como homenaje al famoso actor nacido en el pueblo). Recuerdo que se trataba de una fría tarde de invierno en la que caían con desgana algunos copos de nieve mientras vencíamos el Cea sobre Puente Canto, uno de los pasos más hermosos del Camino, al que se le atribuyen orígenes romanos y que fuera rehabilitado en el siglo XVI, aunque es muy posible que en el XI ya recibiera los cuidados de Alfonso VI (omnipresente en cuanto se refiere al apoyo a su adorada villa de Sahagún). Llegábamos invitados por la asociación cultural Fernando de Castro que presidía Luis Peradejordi (médico de muchos años en la villa) con el apoyo en la vicepresidencia de Valentín Mon, un facundino que hablaba de su tierra con un apasionamiento que solo poseen quienes se enamoran y que, además de miembro activo en diversas actividades culturales, trabajaba en su taller construyendo y restaurando muebles valiosos, verdaderas obras de arte o maquetas tan bien logradas como las de esa iglesia de La Trinidad o La Peregrina. Trabajo por el que recibió en su día el “puerro de oro”, distinción que los vecinos conceden a través de su Ayuntamiento a cuantas personas o instituciones se hayan destacado por contribuir a engrandecer la memoria del pueblo.

Otros muchos avatares y sucesos, ilustres o miserables, han jalonado la larga y difícil pero orgullosa historia de Sahagún. Las tropas del general Moore que tanto protagonismo acapararon durante la guerra de la Independencia en toda la provincia de León, levantarían allí su cuartel general después de su victoria sobre los franceses. También fue escenario de cortes del reino en 1313. Y por esos tiempos contó con una población numerosa y universal que enriquecía su vida. Barrios de judíos y de moros convivían con los de los lugareños en pacífica convivencia.

Sahagún ha sabido ser un pueblo emprendedor a pesar de ese aspecto pasivo o austero que se aprecia en su paisaje, en las viejas casas de tapial que parecían prolongar hacia arriba el aspecto sublime y uniforme de la tierra y que no solo se daba en las casas humildes de los labradores sino también en las casonas hidalgas que, aunque fueran espaciosas, bellas y confortables por dentro, seguían presentando al exterior una severidad impresionante. Como si se tratara de la firma de su carácter. Como si toda la fuerza la guardaran en su interior. Esa fuerza sólida que llevó a los campesinos y comerciantes del pueblo a revelarse contra doña Urraca y los privilegios monacales. Serían derrotados, algunos murieron y otros fueron expulsados, pero nadie podrá negar su coraje . Desde entonces se produjo una notable decadencia en la actividad y en la vida del pueblo. Pero su afán y su tesón pronto los llevarían a recuperar el pulso más intenso con la instauración de ferias medievales que han conservado su espíritu hasta nuestros días (aún recuerdo la imagen viva de una fotografía en blanco y negro de mitad del siglo XX, que dibuja la plaza de Sahagún llena de gente, de carros, de carretas, de burros flacos y de toldos cubriendo los productos que se ofrecen en los puestos).

El tiempo pasa despacio por esta tierra de tanta luz interior a la que Aymric Picaud definió como “ciudad llena de toda clase de prosperidades”, pero sigue siendo todavía la actividad comercial que le alcanza como centro de comarca, como punto importante en el trayecto del Camino de Santiago, como bello paraje turístico, de ocio y de descanso de gentes que buscan en verano el sol, su belleza solemne y austera, y el resto del año el misterio y las grandezas de su historia, la que impulsa y mantiene en gran medida el desarrollo del pueblo. O sea, la vida.

domingo, 12 de abril de 2020

LA VIRGEN DEL CAMINO

Esa querencia de las Vírgenes por los pastores ha dado lugar no solo a notables leyendas o presuntos milagros sino también al nacimiento de pueblos que después de una larga vida de siglos siguen gozando de muy buena salud.


En lo alto de una loma que se eleva en pleno Camino de Santiago y a solo 5 quilómetros de distancia de León parece que allá por los primeros años del siglo XVI una hermosa mujer descendió de los cielos entre aparatosos destellos de luz. Corría una calurosa tarde de verano y un sorprendido pastor de nombre Álvaro Simón (originario del pueblo cercano de Velilla de la Reina) se postró de rodillas ante quien se le presentaba como la viva imagen de la Virgen. Atendiendo las sugerencias de tan excelsa dama le entregó su honda para que lanzara la piedra que había de fijar el emplazamiento de una ermita en su honor. 

Y éste se nos dice que fue el origen del templo que no solo atrajo a fieles y devotos marianos sino también a humildes pobladores que gustaron de asentarse en lugar privilegiado por quienes consideran los cristianos, la madre de Dios. Hombres y mujeres esforzados y valientes no recelaron de elegir este espacio en las alturas, limpio y despejado, que recibe sin estorbos los mejores rayos de sol aunque a cambio también los fríos y los enfurecidos vientos del invierno, para establecerse y convivir .

El obligado paso de los peregrinos que llegaban -como siguen llegando- desde diferentes lugares de España y allende los Pirineos en busca de la tumba del apóstol Santiago, contribuiría también a dar forma y nombre a lo que hoy conocemos como La Virgen del Camino.

Ya en el siglo XVII se erige un nuevo templo más espacioso y egregio sobre las ruinas de la antigua ermita.

En el año 1930 por concesión papal se corona a la Virgen del Camino como patrona de la Región Leonesa en solemne ceremonia presidida por el príncipe Jaime, hijo del rey Alfonso XIII.

La vida del lugar que había girado en torno a la ermita, sigue girando alrededor de la nueva iglesia.

Pablo Díez, leonés natural de Vegaquemada y emigrante en México se convertiría en exitoso empresario en el país centroamericano pero ni tan lejos de su tierra iba a olvidarse de sus años de estudio en un colegio de dominicos y su devoción a la Virgen del Camino. Convertido en un auténtico potentado decide donar una importante suma de dinero para que se construya la “Fundación Virgen del Camino”, que comprende el Santuario a un lado de la carretera y al otro, comunicado por un pasadizo bajo tierra (por el que me tocó transitar más de una tarde) el colegio de los P.P. Dominicos.

Si antes, el pueblo de la Virgen era lo que era gracias a la ermita, desde entonces lo será en gran medida gracias a la Fundación. En lugar de hospitales y refugios donde atender a peregrinos se abren bares y restaurantes en los que se pueden degustar hasta hoy los más sabrosos platos de la cocina tradicional leonesa.

El santuario nuevo se eleva sobre el templo del XVII que se destruye en su totalidad (solo se conserva el retablo mayor) para erigir un moderno edificio que Juan Luis Puente en “Virgen del Camino 500 años de Devoción” nos define de la siguiente manera: “Hormigón, madera de ucola, embero y castaño, piedra blanca de Campaspero y vidrio, según el estilo de los años 50 iban a servir para crear un santuario amplio, concebido como un gran espacio rectangular en forma de ataúd, de 50 metros de longitud, 16 metros de anchura y 13 de alto en la loma del presbiterio, situado en el mismo emplazamiento del antiguo y con un espectacular campanario, visible desde la ciudad, de 53 metros de altura” . Se abrieron cuatro puertas realizadas en bronce. En la occidental, dedicada a la Virgen y por la que se accede de manera solemne, se elevan majestuosas las trece esculturas obra del escultor catalán José María Subirachs. En la que mira al sur destaca la imagen de san Froilán, patrono de León, y a cuya nariz se le atribuyen poderes milagrosos que llevan a fieles y romeros a tirarle tres veces cuando se encuentran cara a cara con él para que les conceda sus deseos. Todo el templo se terminó de construir en 1961 bajo la dirección del arquitecto dominico Coello de Portugal. 
La otra institución de relevancia en La Virgen del Camino es la Base Aérea que comprende la Academia Básica para formación de suboficiales del Ejército del Aire, el Aeropuerto de León y en su día el cuartel donde algunos jóvenes leoneses realizamos el servicio militar. 

Por tanto en torno a “la Base” y “los dominicos” ha girado buena parte de la vida del pueblo. Y en ambos me tocó pasar breves pero intensas etapas de la mía. De la base solo recuerdo el rigor de algún brigada malhumorado, los simulacros de alerta (bastante esperpénticos) acostándonos con correaje y munición para reaccionar con prontitud como ensayo ante los “peligros” que se avecinaban con la previsible muerte del dictador, por entonces gravemente enfermo, y el sabor de las cerezas que nos comíamos en los rutinarios y cansinos turnos de guardia del verano de 1975, antes de ser destinado a León capital.

Mi memoria de “los dominicos” es más agradable. Con ellos cursé 5º del bachiller de entonces y, a pesar de algunos sinsabores como tener que bajar a bañarme a primera hora de la mañana de un mes de febrero a la piscina al aire libre como castigo compartido con otros alumnos por escaquearnos reiteradamente de la asistencia a misa, recuerdo con agrado las prácticas de deporte y cultura que se nos imponían. A una edad en que nos encantaban el juego y la competitividad participábamos “obligatoriamente” en ligas de fútbol, balonmano y baloncesto. Y el mundo de la enseñanza se completaba con actividades que también despertaban nuestro interés, como el grupo de teatro al que pertenecí, las clases de guitarra y otros instrumentos o la famosa escolanía dirigida en sus tiempos de mayor gloria y esplendor por el P.P. Angel Torrella y que acompañaba las misas de domingo en el santuario o interpretaba aplaudidos conciertos, incluso transmitidos por la televisión. Como pequeña anécdota personal diré que en ella “descubrí” la magnífica voz de Javier, un chico de Orzonaga que dos o tres años después se convertiría en el vocalista de QUORUM, nuestro conjunto musical de juventud. En aquel curso de 1971-72 también coincidí en clase con Emilio Gutierréz, un aplicado estudiante que en las elecciones de 2011 se convertiría en alcalde de León con amplia mayoría absoluta. Antes que nosotros habían pasado por aquellas aulas los escritores Jesús Torbado, Andrés Trapiello y su hermano Pedro G. Trapiello o el periodista y también escritor Tomás Alvarez. Pienso que alguna influencia, al menos a la hora de despertar nuestras vocaciones por el mundo de la cultura y las letras, tendría el ambiente cultural que se propiciaba, aunque en otros aspectos, reconozco que resultaba bastante opresivo para los dieciséis años y que me animó a abandonar el centro al finalizar el curso.

Pero La Virgen del Camino no solo es el Santuario y la Base Aérea, aunque a ambas debe prestigio y buena parte del ritmo que ha animado y anima sus calles. Ha gozado en tiempos y aún goza hoy de merecida fama por su gastronomía, sus bares en las soleadas mañanas de domingo y sus romerías. Destaca por méritos propios la romería de san Froilán que se celebra el cinco de Octubre. En ella miles de leoneses, castellanos, turistas de otros lugares del país y sobre todo asturianos acuden, recorriendo -algunos a pie- los últimos quilómetros. Suelen hacerlo precedidos de hermosos carros engalanados, y una vez en las proximidades del santuario tirarán, como ordena la tradición, de las narices al santo, besarán el manto de la Virgen, asistirán a la misa que se celebra en la explanada presidida por la imponente cruz de más de cincuenta metros que cumple funciones de campanario, y degustarán las exquisitas tapas de chorizo o morcilla leonesa. Y por supuesto, pocos se olvidan de cumplir con el rito de los “perdones”, original costumbre que nos llega de aquellos novios amantísimos que acudían solos a la romería y después de disfrutar de la tarde compraban a sus novias bolsitas de avellanas tostadas para regalárselas a su regreso, buscando con tan dulce prenda el perdón por haberse demorado hasta altas horas de la noche o por los posibles devaneos con otras mozas.

Situada a 920 metros de altitud (ochenta más que la propia capital), en una encrucijada de vías de comunicación que le otorgan una relevancia como punto de paso, La Virgen del Camino sigue sin olvidar que miles de peregrinos que recorren el Camino de Santiago han de detenerse en sus calles y plazas para reponer fuerzas y descansar pero también para recrearse con los regalos que les ofrece tanto para el cuerpo como para el espíritu.

Procura La Virgen -como todos la conocemos-, tan cerca de la capital, acoger con amabilidad a esos cientos de leoneses que la pretenden convertir en ciudad dormitorio, una de las urbes del alfoz en la que urbanitas que buscan alojamientos más económicos o tranquilos han dirigido sus miradas, pero ello sin perder un ápice de su carácter de pueblo altivo y fuerte al que no acobarda encaramarse a la loma donde se siente el “típico frío leonés” (durante años en su término se ha tomado la temperatura con que se informa al resto de España y dicho dato ha contribuido a acentuar el frío de estas tierras, que no es tan fiero en cuanto se descienden unos metros en busca del valle o la ribera (cualquier ribera, cualquier valle). 


miércoles, 8 de abril de 2020

CARRIZO

Todo pueblo con más de cinco siglos de existencia se considera a sí mismo poseedor de una historia, un pasado y una memoria que además del orgullo que han ido fijando a lo largo de los años los cronistas, le otorga la responsabilidad de un presente que como no se ha improvisado es en cierto modo deudor de esa misma historia. 


Carrizo le debe la vida fundamentalmente a un monasterio y a un río. Por eso se podría decir -sin miedo a equivocarse- que este pueblo es fruto de la lentitud y la paciencia, de la contemplación, de los rezos, de la voluntad y de esa savia fértil que las aguas dulces suelen sembrar en las riberas. Atributos generosos y tranquilos que le insuflan su aire acogedor de calma fresca y sencilla. El mismo que se puede respirar sin esfuerzos al recorrer sus calles y sus alrededores cualquier tarde de domingo durante los meses del otoño, la primavera o el invierno. En verano es diferente, porque el bullicio que traen en ese tiempo los hijos de ese nuevo fenómeno del turismo que desde la década de los setenta invade también el pueblo, transforma su fisonomía y su semblante y acelera los latidos de su inquieto corazón.

Carrizo de las Monjas o Carrizo de la Ribera. Toda su vida en torno al monasterio o al río.

El Órbigo no es un río cualquiera. Es un río sereno y heroico que nace sin estruendo al encontrarse como en un acto de amor secreto el Luna y el Omaña, que crece sin prisas y que al llegar, precisamente a las inmediaciones de Carrizo, gana y entrega con generosidad todo su esplendor formando la Ribera. Por sus aguas corren las truchas más preciadas del país y sus orillas atesoran algo de magia, de imán y de estrategia. En ellas se han establecido asentamientos y se han disputado batallas desde muy lejanos tiempos. Pero el río ha seguido ahí, perseverante, tenaz, heroico, rodeándose de prados y de vegetación donde los animales han encontrado su alimento y los hombres una alternativa valiosa para el cultivo del algodón, el lúpulo, la menta, las legumbres y las hortalizas, esperando con generosa amabilidad a los pescadores, a los curiosos, a los domingueros y a los que únicamente desean perder por unos segundos la vida y la mirada en el brillo sagrado de sus aguas para ganar así un momento impagable de felicidad.

Sin embargo, Carrizo no nació como tal hasta el siglo XII cuando doña Estefanía Ramírez, esposa del conde Ponce de Minerva, mandó construir el Monasterio de Santa María para cobijo de religiosas cistercienses. Un edificio hermoso rodeado de abundante vegetación, a la sombra de los árboles y en medio del silencio. Hoy la Plaza Mayor nos acerca al Arco de San Bernardo que coronan la imagen del santo en una hornacina, y una cruz, y que nos sirve de entrada. Nos reciben plácidos jardines bien cuidados y el que fuera Hospital de Peregrinos, luego palacio de los Marqueses y en los últimos años reconvertido en centro hostelero con el nombre de “Posada del Marqués”. 

En su interior el monasterio conserva un retablo barroco, la delicada sillería del coro e interesantes piezas, aunque las consideradas verdaderamente valiosas, “han emigrado” hacia destinos más ambiciosos o rentables, como sucede con ese llamado Cristo de Carrizo, realizado en marfil allá por el siglo XI y que hoy se expone en el Museo de León, o el arcón Románico del siglo XIII decorado con policromías referentes a la vida de Cristo y que se encuentra en el Museo de la Catedral de Astorga. 

En torno al monasterio surgiría el pueblo. Y en torno a él se fue desarrollando. De la forma tranquila, ordenada y serena que suele emanar de un monasterio. Pero también con un considerable esfuerzo que, sin duda, ha dejado sus huellas. 

La fuerza de la constancia y la tradición propició que durante los largos años medievales y aun en la Edad Moderna, la vida de Carrizo y la de toda la comarca girase sobre el centro religioso.

Se dice que Don Suero de Quiñones y sus caballeros pernoctaron allí finalizada la batalla del Passo Honroso, y también que la reina Berenguela, esposa de don Alonso de León y mujer espléndida y muy preocupada por las obras religiosas y aun civiles de la provincia, lo visitaba con frecuencia.

La abadesa del Monasterio reunía en su persona un gran poder ya que no solo representaba la máxima autoridad para las monjas sino que gozaba además del privilegio de jurisdicción sobre los habitantes y los pueblos de la zona, incluyendo el río.

Así pues, como se ha dicho, el esplendor de esos años giró de manera esencial en torno al Monasterio. Por ello no es de extrañar que con la decadencia que sufrió la comunidad de religiosas en el siglo XIX se produjera también un importante declive en el pueblo.

Pero después de unos años de transición, y como si se tratara de una alternativa establecida previamente o de la sincronización perfecta de dos relevistas, el nuevo despegue de Carrizo que deviene a mediados de este siglo XX se origina en torno al río y la riqueza que genera impulsando de manera notable la ganadería y los cultivos industriales entre los que le ha correspondido un protagonismo especial al lúpulo. El cultivo del lúpulo, necesitado de agua todo el año, no podía encontrar mejores terrenos que estos que rodean al Órbigo. De él viven y han vivido muchas familias de la zona donde se concentra la práctica totalidad de la producción del país y al que se dedica cada año una multitudinaria feria. La sede de la empresa “Española de Fomento del Lúpulo” se ubica en el término de Villanueva de Carrizo, pero para quienes no hayan recorrido aún la zona, les diremos que sólo los separa -o los une- el río y un sólido puente de hierro inaugurado con gran solemnidad en el año 1895, contando con la asistencia del gobernador civil de la provincia, el alcalde y el ingeniero que dirigió las obras.

Regresando al centro religioso, señalaremos que aunque su influencia ya nunca volverá a contar con el poderío ni las prerrogativas de antaño, en esta nueva etapa de esplendor no se le olvida y es declarado en 1974 Monumento Nacional. Título tan prestigioso dará lugar a una restauración completa que ha permitido que siga no solo vivo para el presente y el futuro sino también como testigo de la tradición y la historia de Carrizo. 

La influencia del río, en cambio, no se limita a la riqueza directa que genera en su ribera sino también a la seducción que ejerce sobre el turismo. Un turismo atraído especialmente por el clima, la vegetación, el paisaje (hijos directos del río), con lo que el pueblo, situado en el centro de la provincia de León, se consolida de forma definitiva también como centro de la comarca. Surgen al lado de las casas hidalgas -que aún conserva-, las edificaciones de varias plantas, los restaurantes, los bares, el camping, las entidades bancarias, las discotecas, el polideportivo, todas esas obras e infraestructuras que le cambian la cara a Carrizo para convertirlo en un lugar moderno que no ha perdido su condición antigua, un pueblo que por muchos cambios que experimente y mucho afán que ponga en nuevos progresos nunca podrá olvidar que es un pueblo deudor de un monasterio y un río, y que si quiere seguir viviendo con dignidad, deberá de volver los ojos, de vez en cuando, hacia ellos.

domingo, 5 de abril de 2020

BENAVIDES DE ÓRBIGO

En la calle principal de Benavides, al lado mismo del edificio del Ayuntamiento, la fuente de los ocho caños derrama sin cesar un agua transparente y milagrosa de la que se dice que todo aquel que la beba adquirirá para siempre lo que de bueno tiene la personalidad del pueblo: su lealtad, su generosidad, la perseverancia... Esta fuente humilde que mira al suelo y extrae sin soberbia ni descanso el agua de un acuífero que se hunde bajo sus pies ya desde el año 1914, se ha convertido en símbolo y compañero inseparable para los vecinos de Benavides. 

Don Manuel, quien oficiaba de cura párroco del pueblo en una de las múltiples ocasiones que lo visité, me habla de ellos y asegura, “son mis feligreses gente noble y generosa”. Y me refiere con orgullo que él mismo ha podido comprobar cómo en todas las colectas que organiza la Iglesia, Benavides se destaca con respecto a otras parroquias con mayor número de fieles. Hecho que atribuye al positivo influjo de san Martín, “quien aún siendo soldado pagano al servicio de Roma -antes de su conversión al cristianismo- se encontró a un mendigo aterido de frío en medio de un monte y con su espada partió a la mitad la capa que cubría sus hombros para proporcionar abrigo al miserable”. Ésta es la leyenda que lo acompaña. Y a su advocación se levanta en el siglo XVIII sobre el solar que ocupara una iglesia románica muchos años antes, el templo actual. Exhibe la altiva iglesia un estilo ampuloso y compacto presidido por la torre que se muestra esbelta como una dama pero fuerte como un soldado. En su interior la bóveda nos regala llamaradas de luz y le confiere esa presencia espiritual y gozosa reservada a las grandes catedrales. 

Una historia de generosidades encontradas, la que el santo transmite al pueblo, con la que el pueblo corresponde al santo.

Hoy Benavides es un lugar tranquilo pero vivo, despierto, diverso, contradictorio, manteniendo un espíritu rural en el trabajo del campo y los soportales antiguos y entrañables que decoran sus calles más auténticas, en el tradicional mercado de los jueves que se viene celebrando desde la Edad Media, y persiguiendo el carácter urbano en esas edificaciones por pisos y en el comercio y la actividad que genera el turismo. Nada ajeno a su condición de cabecera de comarca, que le ha generado además de otras ventajas, acoger infraestructuras comunales como el Centro de Salud.

En el siglo XVIII consiguió ya el pueblo un importante auge industrial con famosos telares en los que se trabajaba con sabiduría el lino. A finales del siglo XIX en “La fábrica de Romero” comenzaron a elaborarse ceras, exquisitos chocolates y licores, y una buena parte de las gentes de la zona se ocuparon allí hasta que a mediados del XX comenzó la decadencia que llevaría a su cierre. Se mantiene sin embargo la tradición confitera con dos fábricas de dulces de las que salen deliciosos cuadrados de coco, sequillos, mantecados y borrachos. Hay también cerámicas y fábricas de harinas. Pero es en el campo, en esa ribera fértil del Órbigo, donde ha encontrado su mejor riqueza.

Benavides, que según Nemesio Sabugo “quiere ser religioso, labriego, variadamente industrioso y mercantil, generoso y definitivamente pacífico”, encontró, como sin duda no hubiera podido por entonces ser de otra manera, su mayor florecimiento gracias a guerras y batallas, a la belicosidad de algunas de sus gentes, aquello que en tiempos se llamó “la lealtad y el heroísmo”. De un rey torpe y sin escrúpulos como Bermudo II, envuelto en mil apuros, traiciones y desastres durante su reinado y obligado por tanto a realizar todo tipo de concesiones a vasallos, Mendo de Benavides -súbdito suyo- logró beneficiarse consiguiendo para sí el señorío de Benavides de Órbigo. Y ya en tiempos de Fernando IV, la valentía y entrega de Juan Alfonso de Benavides colaborando de manera destacada bajo las órdenes del rey a la defensa de Tarifa alcanzaron importantes privilegios y franquicias que iban a proporcionar al señorío de Benavides su época de esplendor.

Castillo, casas señoriales, el convento de san Francisco, incluso la “Chana de la Magdalena” que se supone primitivo asentamiento del pueblo y en el que hoy un pino solitario se levanta como un túmulo honrando el horizonte, todo ha ido cediendo y ocultándose a la fuerza inexorable de la desidia y de los tiempos. 

Ya pocos vecinos recuerdan tan siquiera ni las ruinas del castillo de los Condes de Luna. Del convento queda la memoria de su emplazamiento. Y del palacio de los Benavides el nombre de un territorio en el que se han levantado “casas baratas” y donde los árboles, el lúpulo, el maíz y la vegetación cubren lo demás. Ese “prao palacio”, fuente de historia y de leyendas, paraje mágico o encantado, lugar de ocultación y ensueño que regala intimidad y despierta los sentidos, donde reyes y señores se encontraban con amantes plebeyas para intercambiar entre la hierba pasiones muy ocultas, donde se pudieron vivir encuentros entre príncipes astutos y mozas sorprendidas o asustadas que a cambio de una promesa de amor entregaban su cuerpo inocente y sus tesoros. Incluso se habla de historias más turbias, de despechos, venganzas, del llanto de un niño abandonado entre los juncos, encontrado a primeras horas de la mañana por pastores y que no era otro que uno de los hijos secretos del rey.

Las leyendas, las historias y los hechos cobran su mayor autenticidad cuando han sido capaces de vivir en la imaginación rebosante de los hombres. Por eso son posibles los milagros. Por eso la fe mueve montañas. Por eso también en este pueblo, la ermita del Bendito Cristo de la Vera-Cruz que goza de honda tradición y orígenes que se remontan al siglo XV, además de los avatares que ha vivido desde entonces, del desamparo y la desidia que la llevaron a la ruina y la han vuelto a reconstruir una y mil veces hasta su aspecto actual -un poco simple y desalmado aunque haya quien quiera otorgarle un estilo modernista- nos ofrece un bello relato de su primera ubicación. 

Cuentan las voces más antiguas cómo su emplazamiento no fue elegido al azar. Según esos relatos, la persona encargada de recuperar la imagen del Cristo del convento franciscano donde se guardaba, para evitar que se profanase en uno de los ataques citados, caminaba lentamente por la calle principal cuando tropezó en una piedra y el Cristo se le fue al suelo. Volvió el buen hombre a recogerla con sumo cuidado y la profunda veneración que se le dispensa y se le ha dispensado siempre en la comarca. Pero la imagen no debía encontrarse muy segura en esos brazos y volvió a caerse de nuevo en el mismo punto en que había caído unos minutos antes. Ni él ni quienes lo contemplaban quisieron admitir que fuera tan torpe el buen hombre encargado del piadoso traslado e interpretaron ambas caídas como un vivo deseo del Bendito Cristo. Sin duda, les estaba indicando que no quería moverse de allí porque era aquel un emplazamiento de su agrado, “rogándoles” que levantaran en ese término la ermita donde habría de cobijarse. Y los hombres, tantas veces obedientes a los mandatos de Dios, aceptaron levantar la ermita precisamente donde la venerada imagen les indicaba.








viernes, 3 de abril de 2020

BEMBIBRE

La historia de los pueblos no se debe a los aristócratas que los dominaron ni a los cronistas que la escribieron ni a los fieros soldados que los asolaron y destruyeron para poseerlos luego aunque sea con la piel abierta y las venas desbordadas por la sangre. Por eso Bembibre, capital del Bierzo Alto y pueblo singular, fuerte y vigoroso de un León variopinto y plural, no es lo que es gracias a los condes de Alba de Aliste, ni al castillo del que ya no quedan ni las ruinas, ni a esos ingleses bárbaros que lo devastaron en los primeros años del siglo XIX, ni tan siquiera a Enrique Gil y Carrasco. Pero sí gracias a su “Señor de Bembibre”, mucho más auténtico, sin duda, que don Enrique Enríquez, primer conde y poseedor legal del señorío que se extendía desde La Peña de Congosto hasta Los Altos de Brañuelas, y quien perdido en la fiebre de mil batallas llegaría, incluso, a dar muerte dentro del castillo a su encantadora esposa, entregada en sus largas ausencias a las caricias y la pasión de bercianos menos valientes pero más sensatos que él. 


Álvaro Yáñez, “que es un caballero principal a quien todo el mundo quiere y estima en el país por su nobleza y valor”, locamente enamorado de la hija del señor de Arganza, doña Beatriz Osorio “una doncella de tanta hermosura..., humilde como la tierra, y cariñosa como un ángel”, no solo resulta más creíble que el conde Enríquez sino que se ha ganado la inmortalidad porque aún vive y pasea en el corazón de enamorados sin esperanza, de soñadores antiguos, de hombres orgullosos por el único y privilegiado motivo de haber visto la luz en esta tierra bañada por el río Boeza y un sol que calienta tanto las almas como los cuerpos. Ellos son los que realmente crean y escriben día a día la historia interminable de Bembibre. Ellos, hombres y mujeres laboriosos que se han ido dejando la vida a tiras sobre los campos verdes o en las negras galerías de las que extraían un carbón que también va siendo historia, y que son quienes convierten en realidad un Cristo que veneran en su propio santuario y al que pasean en procesión multitudinaria y fervorosa durante las fiestas de septiembre para que se pueda sentir parte integrante y partícipe del pueblo. Ellos, bercianos naturales, escriben a diario la historia de Bembibre codo a codo con los portugueses, africanos, los paquistaníes y todos los inmigrantes que han acudido a esta tierra en busca del pan y han encontrado un destino y una frontera que se cruza tal vez con esfuerzo y dolor pero sin amenazas ni peligro. Bembibre es junto con el valle de Laciana donde mayor variedad de etnias y por tanto costumbres y formas de vivir y de hablar conviven o, al menos, han convivido en la última mitad del siglo XX, con tensiones pero siempre con aceptación.

La historia de Bembibre está siendo escrita por forasteros y nativos como también se la han escrito el carbón que se extrajo durante años de las minas cercanas. Y el botillo que se prepara en los hogares según la tradición y se degusta con deleite y hasta se le rinde culto con entusiasmo y el apoyo de un festival como si se tratara de un dios menor del que se tiene noticia ya en el siglo XI, cuando los monjes del monasterio de san Pedro de Montes exigían a los “vasallos” establecidos en sus dominios entregarles cada año “botellus” de su matanza. Y el tren que lleva pasando día a día ante sus puertas de forma ininterrumpida desde 1882, después de permanecer más de catorce años “detenido” en la estación de Brañuelas debido a las múltiples dificultades para vencer el puerto de Manzanal. Y las chapas.

En el bar Las Vegas, mientras tomo un café caliente que me ayude a olvidar el frío de esta mañana de invierno, un hombre de muchos años y nobles arrugas en su rostro, que también es historia y bebe vino de un vaso tosco de cristal, se cubre la cabeza con una boina negra y exhibe cerca de los ojos dos de esas líneas azules que deja como huella la mina en los rostros de los mineros, me cuenta cómo más de una noche se pasó en vela jugando a las chapas en “El Aniceto”. Y se pierde en anécdotas curiosas como la del joven minero, amigo suyo, que después de haber bebido demasiado y perder no solo la paga entera del mes que se había apostado y la moto con la que pretendía regresar a casa, propuso jugarse a su mujer. “La perdió”, me dice, “pero el muy estúpido estaba soltero y como las apuestas en el juego son sagradas, no vea la manta de hostias que le cayeron encima”.

Por ésta y otras anécdotas, las chapas son también historia de Bembibre tanto y más que pueden serlo los primitivos astures o los romanos de Interamnium o los gallegos, asturianos y mozárabes que contribuyeron a repoblarla en la Edad Media, o Alfonso IX, el gran rey leonés que ha pasado a la historia por ser el primero en convocar las primeras Cortes democráticas de la vieja Europa, y que la supo levantar de una ruina provocada por las guerras. 

La historia de Bembibre es auténtica, presente y natural porque palpita sin tregua como la propia vida y no precisa de artificios para erigirse con orgullo. La escriben los jóvenes que se olvidan de alguna clase mientras ven películas de cine en una gran pantalla de televisión o juegan a las cartas en el bar El Estudiante, igual que la escribieron los mineros de la insurrección del 34 que después de asaltar ayuntamiento e iglesia tomaron la que llegaría a ser famosa imagen del Cristo Rojo para llevarla hasta las barricadas de la plaza donde se podía leer: “Cristo Rojo, a ti te respetamos por ser de los nuestros”; o los judíos que oraban en la sinagoga de san Pedro, o los católicos que rezan en esa iglesia, y la imagen del Sagrado Corazón. Y puede que también las cigüeñas que buscan la paz en lo más alto de la espadaña, o la gracia de la lluvia que encomiendan cada siete años al Ecce Homo, o los sueños inconfesables y las ambiciones secretas, y los hombres que luchan o las mujeres que se tapan y se adornan con grandes pañuelos de colores llamativos y lucen diminutas estrellas brillantes en la nariz, o los niños traviesos que corren por el Parque Gil y Carrasco, o los de piel oscura que también juegan. 

Ellos, todos ellos son quienes lucen en la chispa de sus ojos la esperanza que hará perder a los mayores que han visto salir la vida y el dinero de unas minas ahora abandonadas, el miedo a que el futuro sea más negro sin carbón. Porque les taparán las minas pero mientras quede un proyecto, una ilusión o, simplemente, un sueño, se seguirá escribiendo la historia.











miércoles, 1 de abril de 2020

VILLAFRANCA DEL BIERZO

                                                                            

Un anciano que mira desde la nostalgia podría ver en ella los restos de un antiguo esplendor, de un pasado noble, engalanado y altivo que ha dejado sus huellas escritas igual que la vida las deja en el hombre. Un adulto la podría mirar con una mezcla confusa de orgullo y desconfianza, como observa un labrador la siembra de su huerta más valiosa pero que no ha terminado de brotar, y además teme a la tormenta. Los jóvenes simplemente miran desde ella porque saben que es una magnífica atalaya y el futuro será suyo siempre.
Villafranca del Bierzo, afortunadamente, es uno de esos lugares que teniéndolo todo (situación, riquezas, pasado y clima) para haber sido contaminada por la fiebre de expansión y falso desarrollo que surgió en la España de los 60, fue capaz de mantenerse ajena al cambio vertiginoso, a las piquetas, a los edificios altos y simples, al mal gusto y la desidia que destruyó tantos bellos rincones de nuestro país. Ese es su milagro. Los que sostienen que el pueblo va a menos porque no crece y se expande como una ciudad, pensando que eso es el progreso, no deben olvidar que ningún pueblo dispone de mejor futuro que aquel que en los años locos del presente (de todos los presentes) ha sabido impedir que se alteren, se desprecien o se violen su espíritu, sus valores auténticos, sus herencias más queridas.

Si bien es cierto que solo los afortunados o los sabios pueden elegir el esplendor para el tiempo que más les favorece. Villafranca lo consiguió. Supo recibir a los poderosos, los nobles y la Iglesia cuando despreciaban a los hombres pero se enamoraban de los pueblos. Fue corte de los señores medianeros a partir del siglo XV. El marquesado que lleva su nombre, con los Alvarez Osorio y más tarde Álvarez de Toledo al cruzar con los duques de Alba, se convertiría en uno de los más extensos y poderosos de España. Y el poder eclesiástico eligió también este rincón privilegiado del Camino donde se besan con serenidad el tiempo, la belleza, la calma, la sorpresa y un espíritu especial que desprende el aire de algunos sitios, con mucho misterio, para que solo los clérigos listos lo puedan descubrir. Ese poder se fijó en su mapa y lo llenó de iglesias, de conventos, que era como decir entonces de espiritualidad y de dominio. 

La Colegiata, en sus orígenes monasterio benedictino -segundo en importancia en la provincia tras el de Sahagún- donado a los cluniacenses por la reina Urraca de León, casada con Raimundo de Borgoña, hija de Alfonso VI y de la también borgoñona Constanza, lo que explica sus buenas relaciones con Cluny y su abad Hugo, renace como tal colegiata de canónigos en el siglo XVI, tras años de abandono y de penuria, y se mantiene independiente hasta el siglo XIX, gozando de jurisdicción sobre prácticamente todo el Bierzo y parte de Galicia. La iglesia de Santiago, la de San Fancisco, (antiguo convento franciscano del siglo XIII, cuyos monjes además de dedicarse a la oración han elaborado desde antaño sabrosos vinos), el convento de San Nicolás, el de la Divina Pastora, el de la Anunciata, el de la Concepción, el de San José. Todos ellos conservan en sus arcos, en sus pórticos, en la quietud sublime de sus piedras, nobles señales de la mejor herencia del hombre y de la historia.

Cuando la electricidad, el ferrocarril, la minería..., en el siglo XIX comienzan a acelerar el ritmo del tiempo, “la villa del Burbia” se detiene porque presiente que tanta velocidad no puede acarrearle nada bueno, y le cede a Ponferrada -a la que ya había devuelto en 1823 la capitalidad oficial del Bierzo- también la capitalidad comercial. Ella seguiría serena y altiva, con su carácter minifundista y artesano, con su sentido reflexivo de la existencia, ganando vida y personalidad en contra del “progreso”, llenando los poros de su piel de una esencia inexplicable. Si acaso se aventuran con el vino y, al igual que sucede en Corullón y Cacabelos, atrae a expertos enólogos que están consiguiendo verdaderos milagros con la mencía. En Villafranca se abrió la primera bodega de la comarca, y hoy siguen abriéndose camino caldos tan apreciados como Vega Montán, Ledo, Casar de Valdaiga o algún otro con nombre tan pretencioso como “El vino de los cónsules de Roma”, pero que van ganando cada día un merecido prestigio en las mesas de los mejores restaurantes. 

He recorrido muchas veces las calles de Villafranca y siempre encontré en ellas valores nuevos no descubiertos en ocasiones anteriores y que no se construyen ni se adquieren, permanecen sobre su piel y se han ido perfeccionando a través de los siglos para deleite del ciudadano, del turista o del viajero que al caminar por la calle del Agua, por el jardín romántico de la Alameda, por sus plazas, sobre sus puentes, por los alrededores verdes y moderadamente salvajes, no ve sino que siente el sosiego, la calma, el color de la naturaleza y la emoción del tiempo, el vértigo y un deseo exagerado de que la vida fuera siempre así (no como es sino como se percibe en esos instantes increíbles que te produce un paseo al final de la tarde por ese pueblo pletórico de magia y de embrujo). Solo un pueblo que te impulsa a sentir y de ese modo puede albergar un alma poderosa y ese es un don que las personas bien nacidas deberíamos de saber agradecer.

Sin embargo, a pesar de la prodigiosa serenidad que desprende el pueblo, lo que más me llamó la atención cuando la vi por vez primera fue su estilo para colocarse en el mundo, ese porte de desafío con que se levanta sin soberbia pero con excelencia y pompa por las faldas de unos montes repletos de viñedos y vegetación, viendo con gozo como a sus pies se unen dos ríos, el Burbia y el Valcarce, por los que siempre corrieron agua que es el sueño de los pobres, y oro que es el sueño de los desesperados. Juan Carlos Mestre, uno de sus poetas escribe en el poema “De Villafranca”: “no hay lugar para ti bajo otro cielo/ los astros te han fundado en este sitio,/ tu cárcel es la cárcel de la Historia,/ mi dolor ha nacido junto al tuyo,/ he soñado un sueño y tú soñabas/ con caballos blancos y laderas/ que bajaban desde el sol hasta los ríos,/”.

A nadie le extraña que los peregrinos que por enfermedad no fueran capaces de llegar a Compostela pudiesen ganar, precisamente en Villafranca, el jubileo ante la Puerta del Perdón de la sobria y recogida iglesia románica de Santiago, tan humilde que huye de la luz del sol y permanece siempre mirando al norte. 

Y es que Villafranca no solo es (no puede ser) historia, memorias de grandeza, del esplendor de los tiempos en que fue señorío o marquesado o provincia o capital de la propia provincia. Tiempos de orgullo y de recuerdo que le han legado esas iglesias, esos conventos, los palacios, blasones, piedras, silencio y sombras, y un castillo que se levanta como una fortaleza herida en lo más alto del pueblo. Villafranca del Bierzo es también una realidad presente, puerta (la mejor puerta que pudiera encontrarse) de una Galicia que no le da la espalda sino que coquetea con ella como únicamente se hace con una mujer hermosa y deseada, reglándole lo más beneficioso de su clima, de su paisaje e incluso lo más meloso de su acento.

En este pueblo altivo y orgulloso el tiempo, aunque a veces pudiera dar esa impresión, no se detiene, y buena muestra de ello son el éxito actual ya citado de sus vinos, su cocina y sobre todo sus fiestas. El pueblo que sabe comer, beber y divertirse es un pueblo lleno de vida y de futuro. En Villafranca se honra con festejos a los turistas, a las castañas, al Carnaval, a la poesía, a los santos y hasta a los meses. Son famosas sus “Festas do Maio” en las que se realiza un verdadero canto de provocación a la luz y los colores que trae ese mes para sacar definitivamente a los tristes de la nostalgia. Pero sobre todo, la que ha alcanzado mayor prestigio, notoriedad y belleza es, sin duda, la “Fiesta de la Poesía” que se celebra en el Jardín Romántico el último domingo de primavera y en la que los mejores poetas han dejado sus versos para ver si al contacto con tanta belleza se enriquecen.

Es difícil decir esto, pero creo sinceramente que Villafranca del Bierzo es el pueblo más bonito de León y, tal vez, de España. No es extraño que sea fuente continua de inspiración para artistas de todo tipo, algunos tan notables como el músico Cristóbal Halffter o los escritores Enrique Gil y Carrasco, Ramón Carnicer y Antonio Pereira (los tres nacidos en el pueblo y vivos en nuestra memoria siempre). Este último, con la amabilidad y la elegancia que caracterizan a los espíritus sensibles, me la definió diciendo: “Villafranca es la capital de mi Noroeste: un país que comprende la Galicia de Cunqueiro, la asturianía de Clarín, la Sanabria de San Manuel Bueno mártir y, por supuesto, el Bierzo y la Maragatería, hasta la ribera del Torío para que no se quede fuera la catedral de León...” Un pueblo sin fronteras que regala el horizonte. Generoso. Sabio. Universal. Sensible. Como el sueño de un dios. Como el alma de un poeta.