BRAÑUELAS
Mi
recuerdo de Brañuelas es el de un cielo enmarañado por cientos de
cables que dibujaban sobre nuestras cabezas, sobre los tejados de las
casas una intrincada red, la tela de araña metálica y poderosa que
parecía querer defendernos de los odios de algún dios violento o
del sol que penetraba en nuestro suelo partido en mil pedazos por la
fuerza ciega de los hilos. El tendido eléctrico de una de las
estaciones principales de la línea Palencia-La Coruña (proyectada
en 1856 y que llegó a Brañuelas en 1868 deteniéndose allí, a los
pies del puerto de Manzanal durante varios años) y los alambres de
los teleféricos por los que se deslizaban continuamente las
vagonetas que traían el carbón de la cuenca de Tremor a través de
las líneas que desde los cargues de la estación buscaban una salida
fácil al mundo, eran la imagen del primer firmamento que tuvimos.
Corrían
los años sesenta. Hoy la estación ha perdido su protagonismo y de
las “líneas” solo quedan los esqueletos rotos y vacíos de lo
que un día fueron los terminales de un viaje aéreo humilde pero
eficaz, y los caballetes de “Alto Bierzo” que solos,
desconectados unos de otros simulan poderosos hombres de hierro bien
plantados, supervivientes testarudos de un desastre que no se
resisten a abandonar el trozo de tierra donde quemaron su juventud.
Este
pueblo de semblante áspero y mordaz que se levanta y esconde a la
sombra de los fríos inviernos que le vienen del Manzanal muestra su
piel curtida con esa severidad que dan el brezo y los matorrales pero
guarda en su interior viejos secretos que los antiguos pobladores
supieron aprovechar. En lo que hoy es el barrio de Mediavilla tuvo el
conde Gatón una braña para que sus ganados pudieran beneficiarse de
los favorables pastos que la abundante agua ferruginosa de aquella
zona lograba en las praderías (este poderoso conde repoblador de
buena parte del territorio leonés durante la Edad Media disponía de
uno de sus palacios a tres quilómetros de aquí, en Villagatón, y
debía pasar necesariamente por Brañuelas en sus viajes desde
tierras del Bierzo). Años después los pastos irían animando a
distintos pobladores a establecerse en ese lugar y en torno a él,
por el Esterdiecho y el Fontanón donde fuentes generosas regalaban
sus aguas magníficas, configurando poco a poco lo que hoy conocemos
como “el pueblo”.
En
los montes próximos crecen arándanos, genciana, ruda, malvas,
manzanilla, menta, poleo, diente de león, morga con bolas negras que
si se tiraban al río ponían tontos a los peces, sanguinaria, sauce,
cola de caballa, carqueixa o el tomillo que mezclado con vino
caliente, orégano y miel batidos en una vasija también caliente
proporcionaba un irresistible bebedizo de gran poder seductor,
emparentado muy de cerca con la ambrosía, aquella bebida propia de
los dioses que tomaban los romanos para conseguir la inmortalidad.
Pero
el discurrir lento, humilde y laborioso de unas gentes que decidieron
extraerle la vida a un terreno difícil en medio de un clima hostil
sufrió un cambio vertiginoso con la llegada de los trenes.
Los
carbones extraídos en la zona de Tremor comenzaron a buscar la
estación de Brañuelas desde principios del siglo XX. Me cuenta
Antonio Suárez cómo gentes de Almagarinos subían las Bárcenas con
un carro tirado por una cuartia que no podía más que con media
tonelada hasta el alto de cueto Gallina donde completaban la carga
para el descenso con el mineral que se había ido acarreando a la
cima en serones de caballerías.
En
los años veinte “Antracitas de Brañuelas” trazó el tendido de
la primera línea de teleférico como harían más tarde
“Carbonífera”, “Alto Bierzo”, “Heras y García Nieto”.
Otros “cargues” más modestos, como el de Rodriguez Ollé, se
instalaron en los muelles aledaños a las vías, originando un
cambio revolucionario en el transporte del carbón. Ellos y el
-foto de Cristina Pedreira-
ferrocarril fueron llenando el pueblo de vida y forasteros. Llegaban gentes de todas partes, andaluces de Motril, castellanos, gallegos como mi padre, hombres de los pueblos cercanos, Requejo, Valbuena, Villagatón y otros lugares de La Cepeda que veían en la posibilidad de un jornal el alivio para sus economías agrícolas de subsistencia.
-foto de Cristina Pedreira-
ferrocarril fueron llenando el pueblo de vida y forasteros. Llegaban gentes de todas partes, andaluces de Motril, castellanos, gallegos como mi padre, hombres de los pueblos cercanos, Requejo, Valbuena, Villagatón y otros lugares de La Cepeda que veían en la posibilidad de un jornal el alivio para sus economías agrícolas de subsistencia.
Brañuelas
se convirtió durante años en punto esencial de la línea
Madrid-Coruña, nudo de transbordo y parada obligada en el trayecto.
Además del transporte de antracita, la situación estratégica del
pueblo al pie del puerto de Manzanal también le ayudará a jugar un
papel importante en el transporte de viajeros. Llegaban estos desde
cualquier rincón de España y aquí debían apearse para cubrir en
diligencia el tramo hasta Torre del Bierzo donde el tren recobraba de
nuevo su camino. Pasar de Brañuelas supuso en aquellos años de
finales del siglo XIX una auténtica odisea. Como lo supondría
salvar el desnivel hasta La Granja, lo que provocó incluso leyendas
en torno a la muerte de un pastor en lugares próximos a la zona y a
quien se atribuye la autoría de una ingeniosa idea: vencer la
montaña formando un lazo con los raíles. Los ingenieros -celosos de
su iniciativa- pudieron haberlo asesinado para atribuirse el proyecto
del que iba a ser famoso túnel del Lazo. Pero leyendas aparte, la
travesía del Manzanal originó sudor, lágrimas y sangre, sin tener
en cuenta la tragedia del ferrocarril que figura en el libro Guiness
de los récords y se produjo en el túnel 20 al estrellarse un
mercancías que subía de Bembibre contra el correo abarrotado de
pasajeros que pocos minutos antes había partido de la estación de
Brañuelas, donde el maquinista había alegado serios reparos a
seguir viaje aunque luego fuese el único condenado por el accidente.
Aquellos viejos vagones de madera ardiendo dentro de los muros del
túnel se convirtieron en un crematorio infernal. Estamos a 3 de
enero de 1944, día de feria en Bembibre por lo que muchos vecinos de
la zona viajaban en ese tren, además de gente conocida del resto de
España, como el equipo de fútbol de Betanzos que regresaba de jugar
en Palencia.
Con
la electrificación del ferrocarril sucedió algo parecido a los
tiempos de la diligencia. Brañuelas se convirtió en núcleo
esencial de la línea, electrificada en dirección a Galicia pero no
a León (sin tendido eléctrico hasta el año 1955), por lo que las
“chocolateras” que llegaban de la meseta debían efectuar en el
pueblo el cambio de máquinas. Se estableció en la estación un
“cuarto de gentes” para que las brigadas de mozos de tren
pudieran pasar la noche. Aunque parece ser que muchos de ellos
preferían los bares (llegaron a coexistir once, incluyendo la
cantina de la estación) que no cerraban. Aquellos hombres alejados
de sus casas, empresarios del carbón, representantes de material
para las empresas mineras, carboneros de Valladolid a bordo de sus
flamantes camiones, ferroviarios de Monforte de Lemos que trajeron a
Brañuelas el primer contrabando de tabaco americano y orujo gallego,
se reunían en bulliciosas juergas nocturnas que se prolongaban hasta
la madrugada. En el bar Herrera o Gonzalo se jugaban el dinero a la
garrafina o el gilé estas gentes altivas que vivían un nuevo
esplendor mientras al otro lado de las vías los obreros de “los
cargues” se disputaban al tute, en la cantina de Angel Cabezas,
libras de chocolate. Y los festivos, los más jóvenes bailaban en la
sala de Sabino y más tarde en “El Resbalón”, hoy reconvertido
en casa rural con el nombre de “Cumbres Borrascosas”, nombre
literario que obedece a la condición de escritor de su dueño,
Javier Pérez (premio Azorín de novela entre otros).
Tanta
actividad trajo un movimiento desconocido y extraordinario al pueblo.
Llegaron hombres entrañables, emprendedores, esforzados como los
burreros que primero transportaron en los serones de sus burros el
balasto para asentar los caballetes de las líneas en los lugares más
inaccesibles de los montes y después el menudo de las empresas;
personajes curiosos, extraños, vividores o simpáticos como el señor
Eustaquio que trabajaba de guardabarreras, era natural de las Rozas y
se ufanaba contándonos a los chiquillos cómo de chaval salía en
grupos por los bosques de su pueblo a cazar conejos para Alfonso
XIII. Sólo en torno a la estación llegaron a trabajar cerca de
doscientos empleados. En esos tiempos también se amplió la fábrica
de ovoides que perteneció a Carracedo y después a “Voltaire”.
Se levantó la escuela unificada para “el pueblo” y “la
estación” que hasta entonces habían vivido como dos mundos
distintos y enfrentados, con cuatro aulas (dos para niñas y dos para
niños) en una época en que la educación primaria solo se cursaba
entre los seis y los diez años..
En
las calles bullía la vida y en el corazón de todos esperanza, el
sueño inalcanzable de que aquello no solo no terminaría nunca sino
que sin duda debía ser la antesala de un florecimiento mayor. Pero
si las vías de comunicación le dieron parte de su vida Brañuelas,
ellas mismas se la quitaron.
Los
tiempos comenzaron a cambiar. Los combustibles derivados del petróleo
iban ganando espacio a otros recursos fósiles. Se arreglaban los
despiadados caminos que conducían a la zona de Tremor y el tren
perdía protagonismo en favor del transporte por carretera. Llegaban
los años setenta, años de incertidumbre y cierta “locura”,
pórtico de una gran crisis. El país y el mundo cambiaban a
velocidad de vértigo. En Brañuelas se comenzaron a levantar las
líneas de baldes. Día a día se iban suprimiendo empleos y
servicios ferroviarios. El pueblo había iniciado su declive.
Muchos
pobladores, sin arraigo familiar en el pueblo y, sobre todo, sin
trabajo, fueron haciendo sus maletas. Recuerdo cómo los amigos nos
despedían con lágrimas en los ojos y un billete en la mano que los
llevarían en tren lejos de su tierra, de esa tierra que como canta
Gloria Estefan, “te da en medio del alma cuando tú no estás”.
Aquellas casas insuficientes para albergar a todos los vecinos, en
las que varias familias compartían vivienda con derecho a cocina, se
fueron quedando vacías, abandonadas, y el presente volvió a
recobrar el ritmo lento de las épocas primeras.
Nadie
sabe lo que deparará el futuro. Por eso, Brañuelas espera ahí, en
el mismo sitio de siempre, sereno, con los pies firmes, la piel
dañada por el tiempo y la frente fría pero la esperanza intacta.
¿Qué sería de los pueblos si les quitasen la esperanza?
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