jueves, 15 de mayo de 2014

EL EXTERIOR

Aunque en la catedral la vida y el milagro se manifiestan dentro, también el exterior ha sabido recrear la dulzura de un estilo que cuanto más divino quería ser más humano nos parece.

Las torres se elevan firmes y solemnes. La del Sur, altiva, se corona con un rico chapitel calado y se ha quedado con el reloj. La del Norte acoge las campanas. Son similares aunque conservan su propia personalidad y la manera peculiar de presentarse al mundo. Compiten entre sí pero se llevan de maravilla y por eso han permanecido juntas tantos siglos. Las dos se independizan del pórtico que da acceso a las naves y así conceden al hastial el privilegio de mirar a la plaza y a occidente luciendo el rosetón y su armonía. Con ese recurso -casi trampa-, la vanidosa iglesia no sólo parece más bella y elegante sino que además ya empieza a engañarnos, coquetea y juega con nosotros abriendo espacios de vértigo en los que delicados arbotantes le confieren un aspecto frágil que no tiene. Animales ágiles como gacelas o poderosos como tigres sostienen sus pesados cuerpos en finas patas. Así los arbotantes de esta catedral que también quería imitar a la Naturaleza nos recuerdan esas bellísimas imágenes donde miembros delgados pero duros como piedras velan por el equilibrio de esos cuerpos. Y no inmóviles siempre aunque a alguno lo parezca. Con un poco de imaginación se pueden ver pináculos que levitan y gárgolas que se enfurecen con la lluvia y muros y contrafuertes que se aproximan o se alejan en una alarde de suprema libertad.

El ábside se encarga de recibir el sol cada mañana y por eso ofrece tantos espacios para la luz. Pletórico de armonía y sublime se encumbra a la muralla y la desborda. Sin estridencias. Quiere ser cabecera de un “reino” y se corona con pináculos que volarían al cielo si no fuera porque tienen muy asumida su misión. En él no todo el espíritu es ascendente y delicado sino también práctico, funcional, dentro de esa belleza a la que no se renuncia en ningún caso, bajo pretexto alguno. Los arbotantes transmiten fuerzas de sujeción y equilibrio pero sin perder tampoco un ápice de elegancia conectan con las gárgolas para servir de desagüe al edificio. El ritmo que adoptan sus posturas no es, por tanto, gratuito. Nada lo es.

A la fachada Norte, oculta por la serenidad del claustro y la sombra permanente, ese apartamiento del mundo le ha permitido conservarse más pura, más auténtica, con la policromía que en el siglo XVI le concedió León Picardo y de la que las otras disfrutaron también pero han perdido, tanto por efectos del tiempo como por vergüenza de los hombres, pues en los arcos de la puerta occidental el color resaltaba cuerpos desnudos de mujeres que el pudor del siglo XVIII no podía consentir. Aún pueden apreciarse, sin embargo, restos de azul y rojo en la puerta del Juicio Final que pintara Nicolás Francés.

La Virgen del Dado (nombre debido a la leyenda) que preside la fachada Norte llenando de orgullo el parteluz, ya nos transmite esa serena elegancia de la escultura gótica, la túnica y el manto plegándose naturales a voluntad del cuerpo, la postura digna y la expresión del rostro esperanzada ante el mundo que la rodea. Una corona y un velo cubren su cabeza y todo en ella es armonía aunque haya quien reniegue de esos pies libres que se adelantan como si quisieran volar, vulneren o no otras lógicas. En la mano derecha sostiene una rosa y en el brazo izquierdo al Niño. El Niño, aún feliz en su inocencia, porta un libro y también nos saluda o nos bendice. Parecen invitarnos los dos a una ceremonia donde se regala paz a cambio tan solo de gratitud.

San Pedro, san Pablo, Santiago, san Mateo y una Anunciación, donde es tan bello el Ángel como la Virgen, adornan con elegancia las jambas que custodian la puerta. Además, sean jóvenes o viejos, dulces o severos, sus gestos transmiten lo que quieren: profundas emociones. Bajo sus pies, castillos y leones conmemoran el nuevo reino. Por amplios que sean los espacios no queda resquicio inútil alguno. El tímpano lo preside un Dios en majestad rodeado de ángeles que parecen sostenerlo, y otros ángeles que no son ángeles sino evangelistas con alas y los símbolos correspondientes al Tetramorfos.

En las arquivoltas siguen el color y el ritmo dorando los arcos que decoran hombres y mujeres. Los primeros son clérigos o artesanos. Las segundas, vírgenes. Hay un ángel alegre, pleno de felicidad y gracia como corresponde a su categoría, Ángel de la Anunciación o Ángel de Reims por el gran parecido con ese ángel francés. Tal vez incluso se trate del mismo ángel que ha venido a visitarnos y no va a cambiar de rostro solo por cambiar de país.

La fachada meridional nos ofrece tres portadas. Sobre ellas se levanta un hastial perfecto y renovado pero fiel, y a su izquierda la famosa “silla de la reina” que realizara Jusquín en el XV. En la portada central, llamada de la Revelación, un Cristo severo y sentado sostiene sobre la rodilla izquierda un libro y nos bendice o revela la Doctrina a los aplicados evangelistas que la escriben acompañados por el ángel, el buey, el león y el águila, símbolos y personificación de los cuatro (san Mateo, san Lucas, san Marcos y san Juan), configuración del Tetramorfos, tema medieval que con tanta frecuencia se repite en el arte gótico cristiano, por lo general en torno al Pantocrator. Bajo ellos, aquí se mueven los apóstoles. Sobre ellos vuelan ángeles protectores y piadosos en cuyas alas, a veces, se posa una paloma. Pero no acaba el ensueño. Siguen ascendiendo los arcos. Y ángeles, más ángeles, venerables ancianos y reyes optimistas que, sentados, perseveran en arrancar algunas notas a sus duros instrumentos, llenan de ilusión las arquivoltas. También recibe el nombre de Apocalipsis, ese libro “profético” de san Juan que trataba de infundir esperanza sobre el destino último del mundo de los cristianos en un momento de la historia en que les era necesaria.
La escultura gótica se empeñó en escribir la Biblia en piedra y en esta catedral a fe que lo consigue. La intención era reflejar en el Sur, que recibe el sol, el Nuevo Testamento, y en el Norte, siempre en sombra, el Antiguo. Todo adquiere un significado al que ha de servir. Otros motivos, otras disculpas y otros personajes irían también ampliando la propia personalidad del monumento.

San Froilán, patrono de la diócesis, insigne obispo que gobernó la iglesia legionense del 900 al 905, preside el parteluz de esta portada meridional y es su gesto, aunque severo, muy humano. La Virgen de la Anunciación, los reyes Magos y el profeta Samuel descansan adosados a las ajambas, menos verticales, menos firmes, con una cortesía y una suavidad que anuncia a los fieles que no teman el rigor del viejo obispo. Las esculturas góticas se comunican con la amabilidad que para sí quisieran algunas personajes. A la izquierda, jambas y tímpanos exentos de figuras no pierden armonía y su sencillez, tan sólo decorada en los arcos por una sucesión continua de castillos y leones y una parra con las hojas y las uvas, la hace más profunda. Es una puerta limpia y serena como la propia catedral que aquí renuncia a otras ambiciones. Sólo en la sencillez de la madera se nos revela la muerte.
A la derecha, el mismo san Froilán que antes presidiera el parteluz de la central cobra nuevo protagonismo en el tímpano donde se representa el traslado de sus reliquias desde el monasterio cisterciense de Moreruela a la catedral leonesa en que estuvieron antes de que Almanzor atacara la ciudad. Las imágenes de piedra donde vemos el cortejo fúnebre, a pesar del daño de tiempo y la erosión que les han robado presencia a las figuras, nos dan fe de la majestuosidad de aquel traslado que Lucas de Tuy describe como de “grandísima pompa, y aparato” y cuando la emoción lo domina: “acaeció una cosa maravillosa... en todo el camino por donde trahian aquellos huesos sacratísimos et por allí alderredor llovía miel en tanta abundancia que de los árboles et de los cabellos de los hombres, et de los animales corrían arroyos de miel”. Bajo el tímpano, la puerta tapiada es un símbolo más que sostiene esa escena tan dulce y piadosa.

La luz del sol no se detiene en el Sur.

El pórtico que mira a occidente atesora la solemnidad de un elevado recibimiento. La imagen de la Virgen Blanca (cuya figura original realizada por autor anónimo en el siglo XIII, descansa en su capilla) nos recibe bajo un fino doselete gótico. Su rostro joven y bello transmite la emoción de la madre que sostiene en brazos a su hijo. No es altiva pero sí elegante. Cubre su cabeza una corona y un fino velo que antes de descansar sobre sus hombros nos descubre las ondas ocultas de su melena. La túnica se adapta a su postura y la del Niño, un niño alegre que saluda aunque algunos quieran pensar que los bendice (una vez más la generosidad expresiva nos confunde) y sostiene en la otra mano una bola que igual pudiera ser una pelota que el globo del mundo a una escala asequible. Ella es la protagonista de esta portada. Si su boca quisiera hablar no nos diría más de lo que dicen sus cerrados labios juveniles. Por eso siempre que nos acercamos a la catedral nos roba la atención. Ha sabido quedarse y transmitirnos esa imagen de esperanza tan querida a las vírgenes del gótico. Andrés Seoane volcó todo su ingenio en esta copia. Una vez admirada su dulzura se ofrece a nuestra vista el resto de la puerta del Juicio Final, escena representada en el tímpano. Momentos del paraíso y el infierno, cuerpos llenos de gozo o devorados por fieras monstruosas o las calderas completan la representación dramática. Podemos cerrar los ojos unos segundos y trasladarnos al espíritu que animaba aquellos tiempos. En la parte superior un Cristo en majestad, dos ángeles... Sobre firmes pilares, en las jambas a ambos lados de la puerta, los apóstoles solemnes dan testimonio de una ilusión que ellos vivieron y desean compartir. Finos doseletes góticos los coronan. Y a lo largo de las arquivoltas, ángeles, reyes, príncipes y una vez más seres monstruosos ávidos de sangre y carne humana siguen contándonos la historia que iniciara el tímpano. Hay rojos, azules y restos de trazos en dibujos florales en el intradós de los arcos, recordando la vieja policromía.

Las otras dos puertas de este pórtico son las correspondientes a san Juan y san Francisco. En la primera volvemos a ver, como en la Sur, a reyes tocando arpas, violas, laudes... encaramados a las arquivoltas con gran naturalidad. Otras molduras también muestran personajes y escenas conocidos de la Biblia, ministros de la Iglesia. La central revive momentos de la vida de san Juan. En el dintel hay ángeles que miran, sueñan o se mueven. Y en el tímpano escenas prodigiosas de la vida de Jesús y de la Virgen: la Adoración de las Reyes, la Visitación, el Nacimiento, la Huida a Egipto, la Matanza de los Inocentes en el ángulo superior del arco... Todo natural como un episodio cualquiera de la vida. En las jambas un rey más pequeño que los otros reyes y los santos a quienes ha de hacer compañía y exhibiendo una poderosa espada en su mano derecha y una balanza fiel en la izquierda aporta un toque de inquietud al sereno equilibrio de la portada. Él es más joven, más nuevo, “más justo” y más grave, sin embargo. Ni san Pedro ni David ni san Juan, ni siquiera Salomón se sorprenden. Lo respetan pero ni lo miran. Realismo y piedra para contar una historia leída entonces con la fidelidad que se le debe a un libro sagrado.

En la puerta de san Francisco se viven la gloria y la tragedia: Coronación y Exequias de la Virgen. Figuras principales con gran fuerza y ángeles que se adaptan a la armonía del triángulo. En la parte inferior la Virgen yace sin vida y los apóstoles le rinden el último tributo. Nubes cubren sus cabezas para acceder a un cielo donde Dios hecho hombre y rey bendice la coronación de su madre. Y fuera ya del tímpano, en los laterales que rodean la puerta y completan la serie que recorre el pórtico, Isaías, Juan, la reina de Saba, Simeón, la sibila Eritrea, Jesucristo, cada uno fiel a su temperamento, nos contemplan con una humanidad y una paciencia dignas de elogio, posados en firmes pedestales. Por las curvas suaves de los arcos vuelan ángeles y las vírgenes prudentes y las necias nos recuerdan la parábola de san Mateo en que se invita a un celo y una prudencia permanentes apara acceder al paraíso, pues mientras las prudentes estaban vigilantes, las necias, debido a su descuido, debieron ir a la tienda en busca de aceite para sus lámpara, “llegó el esposo y las que estaban prontas entraron con él a las bodas y se cerró la puerta...”. Todo es místico y mágico a la vez.

En esta rica fachada que mira la plaza de Regla, no podemos olvidar una columna llena de historia. Más pequeña entre las demás columnas, la inscripción Locus Appellationis rememora el sitio donde los cuatro jueces del rey, de la iglesia, de los nobles y del pueblo resolvían los casos de apelación como recuerda el fuero leonés. Fue colocada allí en el siglo XV.
Ni tampoco debemos olvidar las figuras más expuestas al viento y la intemperie, ni los ricos follajes que adornan muros y arquivoltas, ni los pequeños arcos ciegos inferiores, ni la madera tallada de las puertas, ni el silencio y la magia que las inunda y entra y se posa y sale en los rostros y los ojos de la gente como un regalo más de este misterio.

Pero debemos aclarar que no sólo las esculturas, los hastiales o las torres le dan belleza y armonía exterior a la catedral. Todas las piedras se encuentran, se encumbran y se contorsionan o se besan en un equilibrio temerario que busca el más difícil todavía. En cada espacio conformado, en cada filigrana, en cada vacío se vive el vértigo que nos seduce y nos invita a ascender. Pináculos, chapiteles, agujas o desagües, contrafuertes, arbotantes, cruces, arcos o figuras, huecos, campanas, el reloj y hasta el tejado, las nieves del invierno o el viento que la sopla o las cigüeñas que la habitan o los ojos sorprendidos que la miran son imprescindibles. Nada es superfluo o arbitrario en esta sinfonía inacabada y sublime, de un blanco ligeramente tostado por el sol, débil y enfermiza, lo que le confiere más belleza, esa frágil y encantadora feminidad de una dama romántica que sufre y bajo sus ojos que lloran y una piel que se lamenta vemos el deseo de una mujer que quiere que la quieran. Tan dolida y a la vez tan elegante y arriesgada, quién no va a quererla.



lunes, 12 de mayo de 2014

LA CONSTRUCCIÓN

A dos obispos, Manrique de Lara y Martín Fernández corresponde un protagonismo decisivo en el impulso de las obras de la que iba a ser la nueva catedral gótica de la capital leonesa. Ellos no sólo atesoraban la fe, el dinero y las ideas, sino que se encargaron de traer de Francia a los mejores canteros, arquitectos y artesanos formados en los prestigiosos talleres de Reims, Amiens, París...

Manrique de Lara, ilustre miembro de una familia noble, lideró en los últimos años del siglo XII el ideal de la nueva fe que llevaría a derribar la aún magnífica iglesia románica para iniciar sobre sus ruinas la ambición que demandaba el gótico. Reinaba entonces Alfonso IX y, aunque lejos el reinado del esplendor de años precedentes, en los más de cuarenta años que duraría el mandato del que iba a ser el último rey leonés, “nunca fue vencido en el campo de batalla, permaneciendo siempre victorioso en las guerras que sostuvo frente a cristianos y sarracenos”, según Lucas de Tuy. En 1188 le alcanzó la gloria de convocar en san Isidoro de León las que pueden ser consideradas primeras cortes democráticas en la vieja Europa. Obispo y rey se comprendieron y apoyaron siempre, pudiendo así iniciar el primero un sueño que se detuvo con su muerte en 1205. Berenguela, la reina, compartía ese sueño.

Años de pobreza y mal gobierno siguieron en la diócesis, las ilusiones tuvieron que atemperarse y las obras esperar otro impulso que las elevara a donde ambicionó Manrique.

Martín Fernández ocupó el trono episcopal en 1254, en medio de una crisis general que había afectado también a la iglesia, sobre todo a la iglesia. Hombre de confianza de Fernando III, el rey santo que unió de manera definitiva los reinos de León y de Castilla y a quien se atribuye el honor de haber colocado la primera piedra de la catedral leonesa tras el largo y oscuro paréntesis que inició la muerte de Manrique de Lara, sería, sin embargo, en tiempos de su hijo Alfonso, coronado en 1252, cuando llegaría a la diócesis con todas las bendiciones también del nuevo rey. Alfonso X el Sabio, hombre de letras sensible y culto, amigo personal del obispo Martín, le concedió su ayuda moral y económica propiciando la exención de deudas, la afluencia de tributos y privilegios que jugarían a su favor. Su largo episcopado iba a significar una inflexión notable en aquella decadencia. Cuatro años después de ser entronizado, los obispos del reino congregados en Madrid decidieron la concesión de indulgencias a los fieles que contribuyeran según sus posibilidades en la construcción de la catedral de santa María. Acto que se repitió en 1274 con motivo del concilio general celebrado en Lyon.

Martín Fernández compartía las ambiciones del gótico para esta iglesia y supo mover, sin duda, entre prelados y reyes, los hilos que hicieran posible el sueño que ambicionaba. Pero también el pueblo -todo el pueblo- se volcó, cada uno en la medida de sus posibilidades, para lograr que su fe, tan grande, fuera acogida en un templo a la medida de esa fe.

Así, con ese ánimo, aquellos donativos, la buena gestión espiritual y económica del obispo leonés y la generosidad comentada de los reyes en una labor que les asegurase el cielo (Alfonso X, además de la buena sintonía y el apoyo personal a Martín Fernández, entregaba 500 maravedíes cada año en su codicia por ganarse el paraíso), se pudo ir conformando a lo largo de ese siglo XIII resplandeciente, intelectual y culto, el núcleo esencial de la iglesia. Los últimos años de la centuria querían resarcirse de la parálisis sufrida en los primeros y surge así, con la explosión de quien ha estado esperando con ansiedad, una labor frenética que unida al entusiasmo del pueblo irían conformando piedra a piedra una de las ambiciones más altas que ha concebido el ser humano. Se puede decir, sin miedo a exageraciones, que la catedral de León es el final feliz de todos, nobles y plebeyos, clérigos, obispos, reyes, peregrinos, miserables en busca de amparo, de fantasmas...

Llegaron el maestro Enrique y años después Juan Pérez. Llega también con ellos el nuevo espíritu que inunda Europa. Son años de influencias e intercambios. Artesanos y arquitectos son tan cosmopolitas como pueden serlo y lo que aprenden en un lugar enseguida lo aplican en otro. Santa María se despereza definitivamente del prolongado letargo. Se inician y se acaban las capillas de la girola, la capilla mayor, las torres... Arcos, bóvedas y ventanas se abren, se elevan y se comunican entre ellos antes de dirigirse a dios. Lo hacen temerarios pero seguros porque afuera, donde el peligro pudiera amenazar, ya arbotantes y contrafuertes les prestan el auxilio que necesitan. Tan larga espera empieza a dar sus frutos y lo sueños se van convirtiendo poco a poco en realidad.

Aunque la dirección del maestro Enrique se detuvo en 1270 y la de Juan Pérez en 1296, el proyecto es imparable. Se quiere entrar en el nuevo siglo con la obra concluida, con ese sueño que empezó a fraguarse en la anterior centuria tan virgen como el primer día pero también concreto a los ojos de los hombres que desean compartirlo. En 1302 el obispo Gonzalo Osorio, que había accedido a la silla episcopal un año antes para sustituir a don Fernando, un obispo oscuro entre dos obispos brillantes, declara que la catedral se halla en buen estado y un año después afirma: “la obra ya está hecha gracias a Dios”. Y a pesar de que aún han de seguir épocas de dedicación y esfuerzo en una catedral eterna que no ha dejado de hacerse a lo largo de los siglos, se pueden considerar sus palabras el ramo de laurel que corona el éxito.


sábado, 10 de mayo de 2014

ANTECEDENTES HISTÓRICOS

El lugar donde se asienta la catedral de León es el más alto de la ciudad.

Despejado y sereno, privilegiado receptor de luz y vientos favorables, aquí estuvieron las termas romanas cuando la Legio VII Gemina, Pia, Felix, fundada por Augusto, ya en España, decidió crear esta población en “sitio llano, fértil y delicioso”, en medio de dos ríos y a una distancia prudente y accesible de las dos regiones más rebeldes al poder de Roma (Cantabria y Asturias), cuyo dominio también pretendía el Imperio. Corría por entonces el año 74 de nuestra Era.

La legión le dio nombre a la ciudad y en ella vivieron caballeros notables, desde el Legado Augustal, ”cuya jurisdicción -como dice Manuel Risco- era inmediata a la potestad del emperador, y comprehendía todos los negocios militares y provinciales”, hasta los nobles que acompañaban al ilustre Presidente de Provincia o los que componían la corte del Prefecto, y por supuesto, los soldados que formaban el ejército más poderoso de entonces.

Las termas para los romanos ostentaban una condición social de primer orden y todas sus ciudades las tenían e, incluso, los campamentos militares. Salubres, plácidas y bellas eran decoradas con motivos que reproducían escenas alusivas a los baños y las aguas. En 1884 fue hallado en el crucero de la Iglesia de León un mosaico donde algas y peces le otorgan vida a un mar sereno. En las excavaciones de 1996, con el fin de peatonalizar el entorno de la catedral, han aparecido valiosos restos, unos correspondientes a las letrinas y otros a muestras tanto del pavimento de ladrillo que discurría entre canales y muros formando espinas de pez (opus spicatum) como del realizado con argamasa de cal y ladrillo machacado y que recibe el nombre de “opus signium” por ser originario de la ciudad de Segni, antigua Signia. También en la cripta abierta y ahora visitable (?), al lado de estas huellas de aquel tiempo, se pueden contemplar algunas piedras y un murete de la primitiva muralla romana del siglo I.

Restos todos que nos hablan de los hijos de un pueblo contradictorio, lleno de sombras pero también de luces y una enorme ambición. A ellos corresponde el mérito de descubrir este magnífico emplazamiento para las obras más emblemáticas de la ciudad.
“Esta es la cima de León. Solemos
subir de la ciudad hombres cansados
a beber cada noche esta frescura
y sentir en silencio las estrellas”
(Gamoneda)

Se cuenta que los godos en su época de dominio contaron allí con aula regia. Y algunos siglos después, mientras los moros ascendían buscando ansiosos el norte de la península, Ordoño II llegó de Galicia para recoger la corona del nuevo reino libre tras la muerte de su hermano García sin descendencia.
El que iba a ser gran monarca para León, padre de cinco hijos -más o menos-, esposo de tres mujeres : Nuña Elvira “a quien amaba tiernamente”, Aragonta, a la que repudió, imaginamos que porque no la amaba tanto y además “porque no era de su gusto” según Sampiro, y Sancha de Navarra; rey activo y emprendedor de “corazón bravo y colérico”, más amigo de la guerra que del descanso, sin embargo contó en el mismo lugar que los romanos dedicaron en su día al cuidado de la piel y los sentidos, el palacio donde buscaba sosiego y paz tras las batallas.

Ese palacio, residencia de reyes desde antes de ser León reino pero ya residencia favorita de los monarcas asturianos, fue el germen primero de la catedral antigua y por tanto también de la que sobre ella se iba a iniciar trescientos años después.

El rey leonés que iniciaba un siglo de esplendor en los años oscuros del milenio, ganó gloria en su guerra contra los moros pero también hizo partícipe de ella a la capital legionense, engrandeciendo su diócesis, enriqueciendo la corte, las iglesias, llevando su trono a otro palacio y dotando a la ciudad y al reino de un orgullo difícil de igualar.

La historia, el rumor y la fantasía se mezclan con descaro en el recreo de aquellos tiempos y como tan válidos y queridos nos pueden resultar unas como otro nos importa hacernos eco de todos ellos. Dice Cabrera, el escritor cubano: “Plutarco, el biógrafo más importante de la antigüedad, se fiaba más de los rumores que de las fechas”. Y John Ford aconsejaba -no sé si también lo escribió Cabrera-: “entre la historia y la leyenda siempre hay que elegir la leyenda”.

Procuraré, sin embargo, atender la voz de los historiadores. Algunos de ellos afirman que Ordoño II a su regreso victorioso de la primera campaña militar a Mérida como rey de León contra los musulmanes, agradecido a Dios por la suerte en el conflicto, decidió donar su palacio real para que sobre esas piedras y esa leve ondulación magnífica que se eleva y se comba como la grupa de un caballo en la zona más noble de la ciudad, se levantara un templo en honor a la Virgen. Hay quien asegura que vendió parte de sus joyas y tierras para sufragar la obra. Otros dicen que el generoso gesto le sobrevino tras liberar de asedio el castillo de san Esteban de Gormaz. “Concluida esta expedición se volvió don Ordoño á León rico de despojos, y alegre con el triunfo; y deseando mostrarse agradecido a Dios por el beneficio que acababa de recibir..., pensó luego en ordenar y aumentar el culto divino en la Iglesia principal de su corte” (Sampiro). Y hay incluso quien sostiene que ni siquiera llegó a ser el rey quien donó el palacio, sino que un antiguo abad del Monasterio de san Pedro de Eslonza, que servía a sus órdenes como Mayordomo, fue el osado que tomó tan arriesgada decisión.
Partía Ordoño para una de sus múltiples expediciones cuando sugirió al clérigo levantar una gran iglesia en la ciudad y éste, apreciando la ubicación y trazas del palacio, se le ocurriría elegirlo como emplazamiento. Suntuoso, bien situado, con tres grandes salas como tres naves de techos abovedados, el Mayordomo pensó que todos eran designios de un poder supremo para que intercediera de forma definitiva en el cambio de espíritu de un lugar que desde el subsuelo de los baños y la horizontalidad del lujo y el recreo elevara su condición como símbolo máximo de fe, aun a expensas de dejar al rey sin morada. Con una rapidez asombrosa facilitada por la particular estructura del edificio, con sólo colocar los altares y algunos arreglos más, el atrevido Mayordomo conseguiría el cambio de uso y condición con un resultado tan espléndido que el sorprendido Ordoño, visceral, tras la ira del primer momento, supo comprender e incluso aplaudir la nueva obra y, auxiliado por su espíritu cristiano, perdonar tamaña osadía.

Versión fantástica y por tanto muy querida y tan posible como cualquiera otra, sin duda es arriesgada, máxime teniendo en cuenta el bravo carácter del rey y el eco de otros rumores y escritos que no sólo contradicen esta hipótesis sino que abundan en el carácter voluntario de la donación por parte del monarca y significan su gran enojo contra el Mayordomo, llegando a amenazarlo de muerte, no por lo dicho sino por lo contrario, la tenaz resistencia que oponía a la decisión de donar el palacio real para iglesia mayor.

Sea como fuere, lo cierto pudiera ser que bajo el reinado de Ordoño II se inicia la construcción de la primera catedral leonesa. Y si o fue así, otros autores sostienen que ya en el siglo IX, su abuelo Ordoño I donó el palacio para levantar la iglesia y que al ambicioso nieto sólo le cupo la gloria de falsificar las escrituras para inscribirse en la historia como autor del generoso gesto.

Prerrománica o románica, de ladrillo y ambiciosa, a engrandecer su espíritu llegaron pronto las reliquias de san Froilán, eremita durante años en el monte Curueño y más tarde obispo de León y santo. También sus piedras gozarían el honor de contemplar y ennoblecerse con las coronaciones respectivas de reyes tan queridos y admirados como Ramiro II o Alfonso V. Cuando en 924 Ordoño muere en Zamora, sus restos son trasladados a la catedral donde aún descansan con todo el honor que se merecen.

Así, con esa dignidad y otras más humildes con esfuerzos, gracias, “milagros” y un afán infinito ha ido sosteniendo la seo leonesa la creencia de los fieles a pesar de las feroces acometidas que le iría tocando en suerte vivir. Gobernaba entonces la diócesis el obispo Frunimio, quien en 928 decidió dejar en herencia a la catedral joyas, valiosos objetos de plata, libros, vino y una huerta recibida de sus padres para él retirarse al monasterio de santa María de Bomba en la provincia de Valladolid y dedicar su vida a la meditación y el diálogo íntimo con Dios.

Después de haber salido León con empuje del siglo IX y gozar la gloria en el décimo -Sánchez Albornoz escribe: “el rey Magno, en un salto de tigre, extendió sus estados hasta el Mondego, el Duero y el Pisuerga; León dejó de estar amenazada; al desplazarse hacia el Sur la raya fronteriza, pasó a ser centro político del reino, y en adelante se convirtió en la capital de la joven y fuerte monarquía, en que se fundieron sangres, ideas, costumbres, normas jurídicas, instituciones y formas artísticas de abolengo romano, de raigambre visigoda y de origen árabe. Durante el s. X, León fue la población más importante de la España cristiana”-, los últimos años del siglo, sin embargo, no resultaron en absoluto positivos para la ciudad ni para su principal templo.

Gobernaba el reino leonés un debilitado Vermudo II a quien hostigaban sus propios nobles, especialmente bajo la inspiración o el mando directo del conde de Saldaña, ambicioso de la corona para su nieto. Esa circunstancia favorable fue aprovechada por el ejército musulmán que a las órdenes de Abi Amir (el Almanzor de las crónicas cristianas) sitió León en 986 y tras duros meses de asedio emprendió violentas incursiones que dañaron sus puertas, sus murallas y sus edificios más queridos, intentando arrasar cuanto encontraba a su paso. La iglesia, sin embargo, fiel al pueblo y su carácter, resistió con valentía aunque quedaron las huellas terribles de la guerra grabadas en sus muros. Y no cesaron ahí los ataques de los invasores. Alguna crónica nos habla de una ciudad muerta, casi fantasma tras la ofensiva del heredero Abd al-Malik en los primeros años del siguiente siglo.
No obstante, las diferentes ofensivas la dejaron al borde de la destrucción, malherida, abocada a una miseria que a duras penas paliaban los generosos esfuerzos y las donaciones en que los fieles se volcaron tras el desastre que siguió a las sucesivas incursiones de Almanzor y su hijo. “Las capillas amenazaban ruina, los altares estaban descompuestos, las paredes desnudas y maltratadas con las copiosas lluvias, los Canónigos sin casas, y oficinas y el templo sin los libros y ornamentos necesarios”, nos cuenta el Padre Risco en “España Sagrada”.
Tiempos difíciles aquellos. El abismo a los pies y aún tanta grandeza. Pero resistir es vencer. Y las cenizas no se apagaron totalmente. Ni la fe de los sufridos ciudadanos. Pronto soplarían otros vientos. Llegó la paz, años de sosiego y toda la esperanza imaginable, y con ellos don Pelayo, un obispo que desde que en 1073 (ya con el gran Alfonso VI en el poder) se hizo cargo de la diócesis leonesa, se se enamoró de la ciudad, de su templo y del futuro que querían. Y como el amor obra milagros, él, generoso y decidido, no sólo puso las riquezas de que disponía al servicio de una ambiciosa restauración, sino que usó de su influencia para que los fieles, los nobles, los señores, todos aquellos que tuvieran medios y devoción cristiana (de eso no faltaba) los pusieran también al servicio de causa tan solemne. Logró aunar voluntades y reunir una buena suma de bienes y dinero. Con ellos acometió la rehabilitación de los muros y altares, dotó una rica biblioteca y alrededor de la basílica hizo levantar claustros y dependencias donde los canónigos pudieran desarrollar su vida con la dignidad que les regalaban los tiempos. Así quedaba definitivamente configurada la iglesia románica que daba continuidad a la primitiva de Ordoño II y se preparaba para encarar el futuro.

Y también de ese modo sereno y eficaz, con esas trazas, esa ilusión, ese silencio y ese esfuerzo que ayudaron a vencer las peores aventuras y los años más difíciles, se iría entrando en el siglo XII que iba a traer nuevos aires para una fe que crecía y un anhelo que buscaba con fervor la luz tras surgir de las tinieblas.

Todo será distinto desde entonces, más vertical, más sublime y ambicioso.