LAS
VIDRIERAS
Si
algo puede convertir en sublime a una catedral -ya de por sí
grandiosa como la de León-, ese algo es las vidrieras. En ellas la
luz, ambición del hombre y de los dioses por ser eternos y brillar
siempre como el sol y como él ser fuente inagotable de vida se
transforma en realidad y magia.
Todos los símbolos, todos los sueños
encuentran amparo en esa fuerza capaz de confundir nuestros sentidos.
“Aunque entré dentro de la iglesia, yo cierto que pensé que aún
no había entrado, sino que todavía estaba en la plaza, y es que
como la iglesia está vidriada...”, dice la Pícara Justina después
de visitar el templo. Cielo y mundo se aúnan, crean el color y,
transparentes, penetran en las capillas o las naves adaptados a la
hora del día, época del año y ánimo de las gentes. Por eso la
variedad cromática es tan amplia como puedan serlo los ojos y la
sensibilidad que las contemplan. Las vidrieras buscan transmitirnos
la belleza y una fe que durante siglos ha perdurado y aún perdura en
el corazón de seres de toda edad y condición, pero también crear
un ambiente místico propicio para el reencuentro de esa fe en un
lugar sagrado. Son, por tanto, medio y fin, símbolo y soplo que
prepara el ánimo de los fieles para recibir la verdad de su Dios.
En
la catedral de León mil ochocientos metros cuadrados de cristal
reemplazan los muros y desafían la fuerza de la gravedad e incluso
de la razón (eso pretenden). En ninguna otra catedral del mundo las
vidrieras encuentran un protagonismo tan amplio, tan sublime... Acaso
en Chartres...
La
vidriera gótica nace en España de la inspiración francesa,
decisiva durante el siglo XIII en toda Europa, donde se introduce de
la mano del nuevo estilo que pretendiendo ensalzar hasta el éxtasis
el espacio interior necesitaba la magia de la luz y los colores para
alcanzar sus objetivos. Tal vez por ello encuentre en esta obra -tan
fiel al espíritu que venía de Francia- el ejemplo más claro de
aquel sueño.
Aquí se establecieron talleres, se
instalaron maestros y se fue aprendiendo un arte que no solo
pretendía jugar con la luz o convertir lo material en incorpóreo,
sino también competir con la escultura y la pintura. La vidriera
medieval adopta formas simples y colores fuertes y logra así una
plasticidad muy bella. Artistas posteriores de estilos diferentes
buscarán el duende de su genio en esos colores y esas formas que
alcanzan la máxima expresión en algunos de los mejores cuadros de
Paul Gauguin.
Las
primeras vidrieras de la catedral de León se remontan a sus inicios
en la segunda mitad del siglo XIII bajo el impulso del obispo Martín
Fernández y su rey protector Alfonso X, inmortalizados ambos también
en los cristales. Se encendía así la llama de un fuego que no ha
cesado aún. Hasta el siglo XVII siguieron condensando épocas y
estilos, flexibles a las modas pero fieles al espíritu que
trasciende su materia. A finales del XIX, cuando se encuentran en su
estado más crítico, Juan Bautista Lázaro, auxiliado por pintores
como Marcelino Santamaría que le ayudan a recobrar el espíritu
antiguo, las salva con un ambicioso programa de restauración en el
que, sin embargo, no se privó de dejar su impronta, cuestionada por
algunos. Y también ahora, desde los últimos años del siglo XX, se
ha emprendido una nueva labor que quería, y tal vez quiere, dotarlas
de la larga vida que estamos obligados a otorgarles. Bajo la
dirección del vidriero leonés García Zurdo y coordinada por
Angeles Robles, con el asesoramiento de una comisión europea de
expertos, la ayuda económica de instituciones y el buen hacer del
taller de vidrieros de la catedral empezó a caminar lentamente pero
con constancia. Una tarea precisa que, sin embargo, y a pesar de esa
buena voluntad primera se encuentra a veces con serias dificultades
que amenazan la valiosísima herencia.
La
historia de la vidriera de los siete últimos siglos ha escrito
(escribe) aquí, en los vitrales leoneses, un capítulo
imprescindible, necesario, al que solo le sobran esas páginas que
intentaron entonces y hoy intentan proyectar sombras donde únicamente
debe reinar la LUZ.
Tres rosetones, multitud de rosas y
ventanales conforman esta sinfonía de luz y color que estalla en las
paredes. Al sur, al norte y al oeste se abren los tres grandes
rosetones. Cuando el último, de casi ocho metros de diámetro,
recibe el sol en las horas de la tarde e incendia los vestidos de los
ángeles que tocan sus trompetas en torno a una Virgen con el Niño y
se proyecta sobre la puerta de cristal del trascoro para coronar con
su reflejo la capilla mayor, nuestros sentidos se confunden aún más,
si ello es posible, y entonces la magia es absoluta. Resultan
increíbles los prodigios que estos cristales coloreados pueden
provocar y así también las sensaciones en nosotros.
En
las naves bajas son diez las vidrieras con cuatro huecos cada una y
sobre ellas tres rosas lobuladas. El azul, el rojo, el amarillo y el
verde se rozan y se mezclan con intensidad en una recreación más
vegetal que humana aunque en las rosas podemos ver cuerpos o rostros
de mujeres que representan virtudes, vicios (la ira, la pereza, la
lujuria, la gula..., todos femeninos), artes y trabajos de aquel
tiempo, en definitiva, escenas llenas de vida y colorido. Es la
naturaleza, sin embargo, quien nos asombra con la sencillez de largas
ramas y hojas típicas de los árboles de nuestros montes que les
nacen y se elevan, se abren, se besan os e comban en actitud tan
simple como una puesta de sol o la cascada de un río. Nos
maravillan. Son naturales y divinas a la vez. No se marchitan nunca.
Lejos del bosque tienen su fuerza. Diminutas cabezas de bestias, de
bichas, asoman entre la espesura.
El
triforio, espacio decisivo en la consecución de luminosidad, lo
recorren setenta y cuatro ventanales cegados hasta el siglo XIX, por
lo que sus vidrieras son de entonces. Las correspondientes al
presbiterio las ocupan santos y el resto rinden culto a nobles,
benefactores, clérigos y casas importantes con un despliegue de
escudos que portaron reyes, aristócratas y obispos. De tamaño
reducido y evidente modestia no se ocultan tras la fina elegancia de
los arcos que recorren la galería sino que, generosos, le conceden a
estos el privilegio de ennoblecer su luz para que así resulte el
conjunto excelente.
Doce metros de altura miden los
treinta y un ventanales que iluminan la parte más elevada de la
iglesia. A ella corresponde el mayor protagonismo pero han de
compartir la glria. Profetas, reyes, apóstoles, evangelistas y
santos se encumbran a los vidrios y allí permanecen regalando a
través de sus vestidos, sus coronas, sus rostros serenos, sus
instrumentos o caballos, el festival de color que acerca la alegría
del paraíso a los hombres de la tierra. Los personajes principales
se sitúan en la parte superior y en la inferior los secundarios.
Cuatro huecos que se reducen a tres y dos en el presbiterio
configuran estas inmensas ventanas, aún ampliadas cuando cuatro, a
dos finas bandas laterales que ascienden hasta confluir en las rosas
con el auxilio de pequeños triángulos irregulares para otorgar a
las vidrieras la armonía del arco apuntado al que se integran.
Como es tradicional en el arte gótico,
el lado norte, aquel que no recibe la luz del sol, también se
reserva en las vidrieras para personajes del Antiguo Testamento.
Pertenecen la mayoría de esta zona al siglo XIV y su discreción es
tan valiosa como el lucimiento de otras más brillantes. La
colocación de las figuras y los símbolos no es caprichosa sino que
obedece a un programa iconográfico trazado según los deseos
medievales y el espíritu de aquella Iglesia. Pero no se trata de
idnetificar a santos, apóstoles, reyes y clérigos conocidos en
todas las imágenes, cuando alguna de ellas tal vez tan solo sea el
rostro anónimo de algún prohombre de la época inmortalizado como
modelo o tributo a su generosidad. Además no importa tanto su imagen
auténtica como la gracia de acercarnos una luz divina.
Todas las vidrieras altas cumplen su
función y tienen su belleza, pero por motivos diversos alguna
acaparan un protagonismo especial. Por ejemplo, la del árbol de Jesé
o la de La Cacería. La primera, que recoge el mítico tema de las
escrituras sagradas sobre el origen de Cristo, no es casualidad que
se encuentre en el lugar más oriental, el primero que recibe la luz
del sol cuando amanece. De finales del siglo XIII, es de las más
antiguas y aunque no siempre estuvo en el centro del ábside, ese
emplazamiento le conviene. Sus figuras son pequeñas como es querido
por las zonas bajas, pero su significación grandiosa. En lugar de un
tronco es una rama la que se eleva sobre fondo azul para confirmar la
naturaleza humana de Jesús. No es una ascensión huidiza sino
armónica. En lo más alto, la rosa corona la escena acogiendo en su
interior un Pantocrator salvador del mundo y poderoso Dios. Todo es
tan sublime como demanda la fe.
Sobre al vidriera de La Cacería han
corrido ríos de tinta alabando su hermosura y tratando de explicar
su origen y su significado. Algunos autores le atribuyen un origen
profano, tanto por el tema como por la procedencia. Sostienen estos
que habría sido hecha para el palacio real de doña Berenguela,
destruido en el siglo XIV, y que solo a partir de entonces pasó a la
catedral. Para ellos el rey que preside la escena principal se trata,
sin duda, de Alfonso X y los hombres a caballo, los perros que los
siguen, el halcón o el águila que acompañan a los caballeros, la
liebre, el halconero... e incluso el mono montado en un camello son
personajes de una cacería.
Para otros, sin embargo, ni la obra es
profana ni procede de ningún palacio. Estos dicen que vidrieras con
temas parecidos figuran en otras catedrales del siglo XIII como la de
Chartres. Apoyan su teoría en que el emperador central no es Alfonso
X, sino Carlomagno a caballo y con la corona de espinas de Jesucristo
que en sueños le entregó Constantino, y los ángeles músicos y las
representaciones de las artes y las ciencias harían alusión a su
interés por tales temas, así como su afición por la caza
justificaría las escenas que la evocan. Idealizado por entonces,
héroe de los primeros cantares de gesta franceses y santo, su
presencia era muy grata a la cristiandad del siglo XIII.
Estas versiones y las controversias
que provocan otorgan más fama a la vidriera de La Cacería, aunque
ella no la necesite. Le basta su belleza, la fuerza intensa de su
color, la resistencia tenaz al paso de los años (es de las vidrieras
más antiguas) y la multitud de figuras y evocaciones que la
vitalizan aún en ausencia de la luz del sol. Situada en el ventanal
quinto del lado norte en la parte alta, también se discute su
ubicación por el tamaño de las imágenes al lado de hieráticas
figuras más grandes y más claras. Pero ella sigue ajena a todo,
proporcionando más contraste que inconveniencia a su serie, tanto
enigma como claridad, prestigio y gozo a quien la contempla. Íntima,
densa y feliz, la dominan tonos azul y rojo, los colores del cielo y
de la sangre. Si es dueña de su destino también es dueña de su
misterio. Tan solo se supone que Pedro Guillelmo pudo participar en
su diseño y configuración. Pues tampoco la fecha de su origen está
clara. Mientras unos apuntan al siglo XII, otros aseguran que
pertenece a la centuria siguiente.
La
catedral se inició por las capillas de la girola y sus vidrieras
fueron las primeras en colocarse, allá por los últimos años del
siglo XIII, tan citado, tan ambicioso para la iglesia y tan
espléndido. Algunos de los vidrios más antiguos, situados ahora en
otras partes, pueden proceder de aquí.
En
esas vidrieras se recogen figuras pequeñas como corresponde a la
serie baja y su objetivo es representar escenas de la vida de Jesús,
de la Virgen y de los santos a cuya memoria estaba dedicadas las
capillas.
Por
ser más viejas que ninguna otra han sufrido más los estragos del
tiempo, los elementos y los hombres. Se conservan de las originales
solo escenas parciales, restos de vidrios que se han aprovechado en
la nueva configuración que le han dado las sucesivas restauraciones,
en la propia girola y en otros lugares, como ya se ha dicho.
Su
espíritu particular, su aroma, su carácter imprimen a las capillas
una personalidad determinada que sin ella sería de otra forma.
Dentro del estilo gótico que las domina, en la de la Virgen Blanca
el naturalismo y la libertad renacentistas se adueñan del color para
hacerse más humanas y más libres. Pero todas son íntimas y serenas
como la luz tenue.
Fuera del recinto interno de la
catedral merecen nuestra atención las cuatro vidrieras de la capilla
del Santísimo o Santiago o Virgen del Camino, antigua Librería.
Realizadas por Diego de Santillana en los primeros años del siglo
XVI también gozan de influencias flamencas y del Renacimiento.
Severos prelados, evangelistas, santas y santos exhiben sus mejores
atuendos y una solemnidad grandiosa que no palidece nunca.
Y
sobre la puerta que da acceso al claustro, la vidriera de la Virgen
del Dado adaptándose dúctil al espacio que le conceden representa a
María con su hijo sobre el brazo izquierdo, amparados ambos por un
doselete gótico, a un obispo que pudiera ser Cabeza de Vaca y a
cuatro hombres que juegan a los dados: uno los tira, otro observa y
los otros dos se pelean. Los vidrios han perdido nitidez y su
colorido es débil pero fuerte la tradición que representa. Fue
realizada en 1454 por el maestro Anequín siguiendo el modelo de los
cartones de Nicolás Francés.
Nicolás Francés, tan identificado
con esta iglesia como se ve, no solo dejó muestras de su genialidad
en el retablo mayor, en frescos y pinturas sino también en las
vidrieras para las que realizó varios cartones, dibujados con su
maestría, completos los colores y las formas. Algo que parece obvio
pero no siempre era así, pues en la restauración del XIX Juan
Bautista Lázaro pudo descubrir cómo algunos vidrieros medievales
para ahorrar tiempo y pintura utilizaban unos simples signos que
situados en cada parte del cartón indicaban el color que
correspondía a tal o cual espacio. Así el signo V representaba al
amarillo, X al rojo, L al azul...
Además de Nicolás Francés y
Anequín, citados en las últimas líneas, o Diego de Santillana
también citado, se tiene constancia de otros artistas y vidrieros
que dejaron la impronta de su sueño en la luz y el color de estos
cristales. Entre los primeros en llegar durante la dirección del
arquitecto Juan Pérez, se cita a Fernán Arnol, Adam y Pedro
Guillelmo. Ya en el siglo XV a Juan de Arquer, Valdovín, otro Juan y
Gonzalo de Escalante. Un siglo después a Rodrigo de Herreras, autor
de la Natividad en la capilla de la Virgen Blanca. Ellos, los
actuales, los restauradores Lázaro y Torbado, todos importan por su
pericia y por su ingenio pero sobre todo por la función de
transmisores entre una ambición de locos y el delirio que hoy nos
maravilla, apóstoles de una fe que quiso bajar el paraíso a las
naves de una catedral y lo ha logrado.
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