domingo, 5 de abril de 2020

BENAVIDES DE ÓRBIGO

En la calle principal de Benavides, al lado mismo del edificio del Ayuntamiento, la fuente de los ocho caños derrama sin cesar un agua transparente y milagrosa de la que se dice que todo aquel que la beba adquirirá para siempre lo que de bueno tiene la personalidad del pueblo: su lealtad, su generosidad, la perseverancia... Esta fuente humilde que mira al suelo y extrae sin soberbia ni descanso el agua de un acuífero que se hunde bajo sus pies ya desde el año 1914, se ha convertido en símbolo y compañero inseparable para los vecinos de Benavides. 

Don Manuel, quien oficiaba de cura párroco del pueblo en una de las múltiples ocasiones que lo visité, me habla de ellos y asegura, “son mis feligreses gente noble y generosa”. Y me refiere con orgullo que él mismo ha podido comprobar cómo en todas las colectas que organiza la Iglesia, Benavides se destaca con respecto a otras parroquias con mayor número de fieles. Hecho que atribuye al positivo influjo de san Martín, “quien aún siendo soldado pagano al servicio de Roma -antes de su conversión al cristianismo- se encontró a un mendigo aterido de frío en medio de un monte y con su espada partió a la mitad la capa que cubría sus hombros para proporcionar abrigo al miserable”. Ésta es la leyenda que lo acompaña. Y a su advocación se levanta en el siglo XVIII sobre el solar que ocupara una iglesia románica muchos años antes, el templo actual. Exhibe la altiva iglesia un estilo ampuloso y compacto presidido por la torre que se muestra esbelta como una dama pero fuerte como un soldado. En su interior la bóveda nos regala llamaradas de luz y le confiere esa presencia espiritual y gozosa reservada a las grandes catedrales. 

Una historia de generosidades encontradas, la que el santo transmite al pueblo, con la que el pueblo corresponde al santo.

Hoy Benavides es un lugar tranquilo pero vivo, despierto, diverso, contradictorio, manteniendo un espíritu rural en el trabajo del campo y los soportales antiguos y entrañables que decoran sus calles más auténticas, en el tradicional mercado de los jueves que se viene celebrando desde la Edad Media, y persiguiendo el carácter urbano en esas edificaciones por pisos y en el comercio y la actividad que genera el turismo. Nada ajeno a su condición de cabecera de comarca, que le ha generado además de otras ventajas, acoger infraestructuras comunales como el Centro de Salud.

En el siglo XVIII consiguió ya el pueblo un importante auge industrial con famosos telares en los que se trabajaba con sabiduría el lino. A finales del siglo XIX en “La fábrica de Romero” comenzaron a elaborarse ceras, exquisitos chocolates y licores, y una buena parte de las gentes de la zona se ocuparon allí hasta que a mediados del XX comenzó la decadencia que llevaría a su cierre. Se mantiene sin embargo la tradición confitera con dos fábricas de dulces de las que salen deliciosos cuadrados de coco, sequillos, mantecados y borrachos. Hay también cerámicas y fábricas de harinas. Pero es en el campo, en esa ribera fértil del Órbigo, donde ha encontrado su mejor riqueza.

Benavides, que según Nemesio Sabugo “quiere ser religioso, labriego, variadamente industrioso y mercantil, generoso y definitivamente pacífico”, encontró, como sin duda no hubiera podido por entonces ser de otra manera, su mayor florecimiento gracias a guerras y batallas, a la belicosidad de algunas de sus gentes, aquello que en tiempos se llamó “la lealtad y el heroísmo”. De un rey torpe y sin escrúpulos como Bermudo II, envuelto en mil apuros, traiciones y desastres durante su reinado y obligado por tanto a realizar todo tipo de concesiones a vasallos, Mendo de Benavides -súbdito suyo- logró beneficiarse consiguiendo para sí el señorío de Benavides de Órbigo. Y ya en tiempos de Fernando IV, la valentía y entrega de Juan Alfonso de Benavides colaborando de manera destacada bajo las órdenes del rey a la defensa de Tarifa alcanzaron importantes privilegios y franquicias que iban a proporcionar al señorío de Benavides su época de esplendor.

Castillo, casas señoriales, el convento de san Francisco, incluso la “Chana de la Magdalena” que se supone primitivo asentamiento del pueblo y en el que hoy un pino solitario se levanta como un túmulo honrando el horizonte, todo ha ido cediendo y ocultándose a la fuerza inexorable de la desidia y de los tiempos. 

Ya pocos vecinos recuerdan tan siquiera ni las ruinas del castillo de los Condes de Luna. Del convento queda la memoria de su emplazamiento. Y del palacio de los Benavides el nombre de un territorio en el que se han levantado “casas baratas” y donde los árboles, el lúpulo, el maíz y la vegetación cubren lo demás. Ese “prao palacio”, fuente de historia y de leyendas, paraje mágico o encantado, lugar de ocultación y ensueño que regala intimidad y despierta los sentidos, donde reyes y señores se encontraban con amantes plebeyas para intercambiar entre la hierba pasiones muy ocultas, donde se pudieron vivir encuentros entre príncipes astutos y mozas sorprendidas o asustadas que a cambio de una promesa de amor entregaban su cuerpo inocente y sus tesoros. Incluso se habla de historias más turbias, de despechos, venganzas, del llanto de un niño abandonado entre los juncos, encontrado a primeras horas de la mañana por pastores y que no era otro que uno de los hijos secretos del rey.

Las leyendas, las historias y los hechos cobran su mayor autenticidad cuando han sido capaces de vivir en la imaginación rebosante de los hombres. Por eso son posibles los milagros. Por eso la fe mueve montañas. Por eso también en este pueblo, la ermita del Bendito Cristo de la Vera-Cruz que goza de honda tradición y orígenes que se remontan al siglo XV, además de los avatares que ha vivido desde entonces, del desamparo y la desidia que la llevaron a la ruina y la han vuelto a reconstruir una y mil veces hasta su aspecto actual -un poco simple y desalmado aunque haya quien quiera otorgarle un estilo modernista- nos ofrece un bello relato de su primera ubicación. 

Cuentan las voces más antiguas cómo su emplazamiento no fue elegido al azar. Según esos relatos, la persona encargada de recuperar la imagen del Cristo del convento franciscano donde se guardaba, para evitar que se profanase en uno de los ataques citados, caminaba lentamente por la calle principal cuando tropezó en una piedra y el Cristo se le fue al suelo. Volvió el buen hombre a recogerla con sumo cuidado y la profunda veneración que se le dispensa y se le ha dispensado siempre en la comarca. Pero la imagen no debía encontrarse muy segura en esos brazos y volvió a caerse de nuevo en el mismo punto en que había caído unos minutos antes. Ni él ni quienes lo contemplaban quisieron admitir que fuera tan torpe el buen hombre encargado del piadoso traslado e interpretaron ambas caídas como un vivo deseo del Bendito Cristo. Sin duda, les estaba indicando que no quería moverse de allí porque era aquel un emplazamiento de su agrado, “rogándoles” que levantaran en ese término la ermita donde habría de cobijarse. Y los hombres, tantas veces obedientes a los mandatos de Dios, aceptaron levantar la ermita precisamente donde la venerada imagen les indicaba.








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