miércoles, 14 de abril de 2021

 MOLINASECA



Un pueblo no es nada sin sus gentes y éstas no son otra cosa que el fruto de esa tierra igual que lo pudieran ser el trigo, la uva o las cerezas. “Las frutas de Molinaseca se distinguen por su riquísimo sabor”, me dice con más entusiasmo que orgullo don Daniel, el maestro de siempre de Molina. Por eso a mí me ha gustado ver este pueblo cálido y entrañable reposando con el gesto humilde y suficiente de un sabio tranquilo a la sombra de montes serenos como El Soto, el Castro, Las Cembas o La Escrita, que lo cobijan en una especie de protección maternal que él ha sabido aprovechar y agradecer a través de los ojos de esas gentes que lo habitan. De esas mujeres cordiales que a la puerta de unas casas bellísimas de piedra rodada, tejados de pizarra y corredores de madera rebosantes de geranios, se entretienen pelando almendras para elaborar los dulces de los días de fiestas que celebran en Agosto en honor del Agua y de san Roque, y que te las ofrecen como quien ofrece algo de sí mismo, una caricia, una sonrisa o una gota de la propia sangre. A los ojos de don Daniel que, a la sombra del verano, me habla con nostalgia de los tiempos en que él tenía 60 niños en la escuela, el pueblo rebosaba actividad con 50 parejas de bueyes, más de 30 rebaños de ovejas que disfrutaban de las muchas y buenas praderías y de las fiestas citadas, unas fiestas pletóricas de sol, de espera y de alborozo a las que acudía Sapín, el mejor tamborilero del Bierzo, con su dulzaina y el tamboril para animar los bailes.


El pueblo por entonces era un auténtico vergel sin necesidad de recurrir a las aguas embalsadas de un pantano como se veían obligados otros pueblos de la comarca. Y es que ellos contaban con un RÍO. El Meruelo inundaba de vida la vega, y las huertas, los viñedos, los frutales se mostraban fértiles y nos ofrecían sus frutos con suma naturalidad.


Hoy el río se utiliza como piscina fluvial para que se bañen en él los veraneantes y se refresquen los peregrinos que en Año Jacobeo llegan en avalancha al pueblo sin poder creerse del todo que un solo lugar se concentren de tal manera la belleza, la armonía, la majestuosidad y los efectos de un espíritu superior que los recibe con los brazos abiertos -como a todo el mundo- para irlos estrechando en un abrazo amigo cuando, tras sortear el puente románico que lleva su nombre, acceden a la calle Real (la calle más hermosa del Camino de Santiago). En esa calle se conserva la casa en que pernoctaba doña Urraca en sus viajes a Galicia, que para eso Molina pertenecía a uno de los principales señoríos de su padre, el gran rey y conquistador de Toledo, Alfonso VI. También nos encontramos el palacio de los Balboa, una mansión esbelta y sobria que se deja proteger por inmensos torreones como brazos poderosos de un gigante. Con el nombre de “La Casa de las Torres”, los hermanos Rojo, descendientes de los Balboa, la han acondicionado como hostelería. Pepe Rojo me recibió, como es tradición en este pueblo, con una amabilidad espontánea y natural y me contó algunos detalles de la casa. Comí el menú del peregrino “en la misma sala que servía de albergue y hospital a los caminantes de otros siglos, bajo las mismas bóvedas de piedra”, donde, según las letras impresa en un sencillo folio por la mano del periodista de la familia, Alfonso Rojo, “podrás comer caliente, beber buen vino y reponer fuerzas para llegar a Santiago de Compostela”.


Molinaseca, un pueblo que enamora por su magia, por su luz, por los sonidos de sus aguas y el color de las plantas y las flores que adornan los balcones de las casas, debe, en gran medida, su origen y su vida al Camino. El párroco actual, don Maximino, me comenta que no se explica de otro modo que como fruto de las peregrinaciones el que se levantara aquí un templo dedicado a san Nicolás de Bari, en torno al cual se estableció sobre el siglo XIII una colonia franca. La basílica actual se erigió en el XVII. Hoy ejerce como iglesia parroquial amparando la robusta torre un edificio solemne y altivo (la perla del Bierzo) que guarda en su interior la emoción contenida de otros años y en sus bodegas el aroma inapreciable y amargo del trigo de los diezmos que los humildes labradores debían de pagar al clero. Cada una de las tres naves culmina en un retablo.


Pero no es éste el único edificio descollante en un pueblo que contó con siete molinos, siete ermitas y tres hospitales para peregrinos. El santuario de las Angustias dignifica el pórtico solemne a la magia y la elegancia de Molina. Puerta obligada en el Camino que nos abre el acceso las mejores tierras bercianas, se refugia desde tiempos muy antiguos en la falda de un monte que le sirve de cobijo en lugar de acoso como algunos llegaron a creer al comprobar las grietas que se abrían en su bóveda y en sus muros. Llevados por ese error, en 1931 se procedió a levantar la actual torre de piedra labrada, con el propósito de impedir que el edificio siguiera “patinando” ante el empuje de la cumbre. No lo consiguieron porque el fallo radicaba en los cimientos aunque, a cambio, se ganó la torre. Recientemente, ya en los años ochenta, se pudo acometer una rehabilitación integral del templo, orientada a otorgarle garantías que eviten sustos futuros.


Sin embargo, aunque se haya perdido parte del esplendor pasado como en tantos y tantos pueblos leoneses, Molinaseca conserva en su espíritu y en su piel lo mejor de aquella herencia y proporciona motivos a los tiempos -a todos los tiempos- para que no le vuelvan la espalda. Las edificaciones nuevas, bajo la protección de Bellas Artes, deben guardar el máximo respeto al entorno, la tradición y la cadencia que poco a poco van convirtiendo sus calles y sus plazas en una inacabable sinfonía. Pero las gentes no solo piensan en pasado. Se han abierto nuevos restaurantes, bares y hospederías que priman el trato exquisito a los clientes. Y varias fábricas de embutidos funcionan a pleno rendimiento y consiguen ganar fama y prestigio más allá de sus fronteras.


Los fines de semana el pueblo tranquilo y apacible se transforma. Cientos de automóviles llegados de Ponferrada y otros puntos cercanos toman materialmente el pueblo como si se tratara de una invasión pacífica y la calle Real y demás rincones se convierten en un río alegre de personas que van y vienen a través de la serenidad y la historia como si la quisieran romper, y comen en sus mesones y entran en sus bodegas. Hasta diez pude contar. Cabanas, un personaje auténtico y natural como el vino que sirve, me relata con detalle cómo diez años atrás, recogiendo el vino de su cosecha, se encontró con varios cántaros más de los previstos a causa de un fallo (él asegura que fortuito) en la prensa de su suegra, lo que a punto estuvo de acarrearle un serio disgusto. No encontrando salida para tanto vino -“y eso que yo soy un bebedor de primera”, me asegura-, decidió venderlo directamente en su bodega. Fue tal el éxito de la iniciativa, que otros la secundaron. Y hoy contribuyen a dar vida a esos increíbles fines de semana que muchos definen, “el milagro de Molina”.


Como se ve, todo es posible en este bello pueblo. La magia, la luz y los milagros. Los ojos sabios de sus gentes. La cordialidad, la sencillez y la melodía inextinguible de sus piedras. Pero nada es comparable, sin embargo, a una noche de verano con los faroles encendidos y la luna reflejándose en el río Meruelo a la vera del puente de los Peregrinos, con la iglesia de san Nicolás y el Santuario elevándose al fondo igual que mansiones de dioses muy altivos o muy sabios, y sentir en la piel erizada por la emoción que todo aquello te acaricia.


Era una noche de verano.




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