ALFONSO IX "el rey demócrata"
Hoy, día 23 de diciembre del año de gracia de 1230, víspera de la Natividad del Señor, mientras trazo las últimas letras con las que quiero transmitir las amarguras y los duros trances pero también las dichas, los triunfos y la gloria de uno de los reyes más magníficos que han podido conocer los reinos cristianos, se cumplen tres meses desde que el gran Alfonso nos abandonó. Rey de León y de Galicia, en cuyo término se incluyen la Transierra, la Extremadura leonesa y las Asturias, solo unos días antes de su muerte había logrado avanzar las fronteras de su reino desde la orilla del Tajo a la del Guadiana. Y si el buen Dios no hubiera decidido convocarlo a su presencia cuando aún la sangre corría por sus venas con el ímpetu de un joven, hubiera conseguido llevarlas hasta el Guadalquivir y puede que hasta las aguas del Estrecho donde se juntan los dos mares, a poco que le hubiera sonreído la fortuna.
Esta mañana, mientras despuntaba con fatiga la aurora y finos copos de nieve se desprendían de un cielo más blanco que azul, salí de casa en compañía de mi esposa Aline para acudir a la solemne misa de réquiem que por el alma del rey iba a oficiar el obispo Rodrigo.
A esas horas el silencio era tan intenso que únicamente lo violentaban bruscas ráfagas de aire. De las cuatro antorchas que lucen en las esquinas de la plaza de Santa María de Regla, dos habían sufrido las consecuencias del viento y las otras dos estaban a punto de apagarse. Las calles apenas eran transitadas por algún perro vagabundo y los pocos albañiles y canteros que intentaban cubrir con grandes lonas los contrafuertes y arbotantes que ya velan por la estructura de los arcos y las incipientes bóvedas de la ambiciosa catedral que soñó en su día el obispo Manrique de Lara. Pretenden que las juntas de las piedras no sufran las agresiones de los hielos y el frío con que nos amenaza el invierno que acaba de iniciarse.
Desde que falleciera el rey Alfonso parece como si la ciudad se hubiera sumido en un profundo letargo.
El obispo decidió que la sagrada ceremonia se celebrara en la basílica de San Isidoro debido, precisamente, al estado de obras en que se encuentra la catedral.
–¿La veremos terminada algún día? –me preguntó mi esposa cuando pasamos ante ella.
–Quiera Dios que así sea –le respondí–. Será señal de que decide concedernos larga vida.
Nos sonreímos uno al otro porque sabemos que por mucha gracia divina que nos ampare, ninguno de los dos conseguirá ver coronadas las altivas torres que se rumorea pretenden alcanzar el cielo, ni los pináculos previstos para un ábside que a día de hoy solo nos muestra los sillares que emergen de sus cimientos y apenas si levantan dos codos de altura. Y eso considerando que Aline es varios años más joven que yo.
Cuando llegamos a la iglesia pudimos comprobar cómo los lugares de privilegio los ocupaban quienes ahora rigen nuestros destinos, el tercero de los reyes que lleva por nombre Fernando y a su lado la madre que ha guiado su mano con maestría desde que falleciera el rey Alfonso, una orgullosa Berenguela que cumplidos los cincuenta años de edad aún conserva en su mirada el aire entre firme y obsequioso del que hizo gala en los lejanos tiempos en que ejerciera como reina de León y en su rostro la misma belleza serena de entonces.
Mientras los contemplaba siguiendo egregios en su condición de nuevos soberanos los ritos de la ceremonia oficiada por el obispo, reclinándose o volviéndose a incorporar o dibujando sobre la frente la señal de la cruz, no pude evitar que se me trenzara un nudo en el pecho y me abatiera la melancolía.
De regreso en casa, mientras colocaba estos nobles pergaminos sobre el atril, mis ojos se humedecieron de lágrimas recordando al hombre cuya pérdida ha dejado en los corazones de todos los leoneses una triste sensación de orfandad y una herida que tardará lustros en curarse. Dios lo tenga en la gloria. Espero que hasta allí no lleguen los ecos de la traición a sus deseos urdida por su propio hijo, quien fuera su amada esposa y auxiliados en tan codiciosa tarea por ilustres prelados entre los que ocupa lugar de privilegio el de nuestra propia diócesis, quien les ha abierto de par en par las puertas de la capital del reino y su iglesia cuando ni los ciudadanos a pie ni la mayoría de los caballeros los apoyábamos.
Hace apenas dos días que las infantas Sancha y Dulce, acompañadas por su madre Teresa se acercaron a León camino del monasterio de Santa María de Villabuena en el Bierzo, a donde han decidido retirarse tras ceder sus derechos sucesorios a su hermanastro Fernando, aunque esto suponga una merma de diez mil maravedíes en las rentas que se decidió asignarles en los acuerdos suscritos en Benavente. Deseaban agradecernos de todo corazón el apoyo que muchos leoneses habíamos prestado a su causa desde la muerte del rey hasta la firma de la concordia.
Nos manifestaron también que les hubiera gustado cumplir la última voluntad de su padre pero que las presiones ejercidas sobre ellas tanto por las gentes de Castilla como desde sectores leoneses abanderados por algunos clérigos, entre los que no cabe ninguna duda de que se halla el obispo Rodrigo, no solo las habían colocado en una posición difícil sino que les hicieron temer que estallaran las hostilidades entre ambos reinos.
–Y ni nosotras ni nuestra madre deseábamos que corriera sangre inocente contando como contábamos con recursos para evitarlo –nos dijo la infanta Sancha.
–Eso os honra, alteza –le respondió Diego Froilaz–, pero queremos que sepáis que muchos de nosotros estábamos dispuestos a entregar hasta la última gota por defender vuestros derechos, que no son otros que los del glorioso reino de León y el testamento del rey Alfonso.
Fue especialmente sentido ese encuentro entre las infantas y Diego en presencia de su esposa Aldonza. Me cupo la fortuna de presenciarlo y puedo decir que en él corrieron sentidas lágrimas por las mejillas de los cuatro.
Al dirigirse a mí la mayor de las hermanas agradeciendo mis servicios y la lealtad mostrada tanto a su padre como a ellas, tampoco yo pude evitar que me embargaran vivas emociones.
Pretendiendo orientar nuestra breve conversación hacia asuntos menos dolorosos, la joven Sancha se interesó por los escritos en que pretendo recoger “hazañas y episodios del largo reinado y vida del rey Alfonso” (fueron sus palabras) y de los que había recibido cumplida información por boca del propio rey.
–Creo que en muy pocos días habré conseguido ponerles término, si Dios no dispone lo contrario.
Percibí que mi respuesta les agradaba sobremanera tanto a una como a la otra.
Se avecinan malos tiempos. Ya no soy un joven. Me he adentrado en la última etapa de mi vida y las amenazas que penden sobre el que fuera glorioso reino de León desde que falleciera el rey Alfonso y sobre quienes defendimos su legado y su última voluntad me están sumiendo en una profunda tristeza. Quizá el único consuelo que me auxilia en estas horas difíciles que me está tocando vivir sea la compañía de mi dulce y fiel esposa Aline. Con una frecuencia desacostumbrada se acerca a la cámara donde escribo las amargas frases a las que hoy no me puedo sustraer y recurre a las más diversas excusas para interrumpirme. Intuyo que teme por mi salud. A media mañana lo ha hecho para dejarme un caldo caliente, poco después para preguntarme si me apetecía que me preparase una infusión de aromáticas hierbas y con las últimas luces de la tarde para sugerirme que me tomara un breve descanso.
Yo me limito a mirarla con un gesto en el que pretendo transmitirle lo mucho que agradezco sus desvelos pero desde entonces no he parado de escribir. Deseo que todas estas vivencias, observaciones y recuerdos encuentren un pronto final. Es el sentido homenaje que debo al rey Alfonso y ya no dispongo del tiempo que me gustaría.
La nieve no ha dejado de caer desde la última noche. Y cuando la fatigada luz del sol amenaza con ocultarse de nuevo en el ocaso y me obliga a interrumpir mi tarea hasta la mañana siguiente, observo cómo los copos van ganando intensidad y se deslizan ante mi ventana con premiosa lentitud, aunque ya han conseguido que calles, tejados y las lonas que cubren las piedras de la catedral se hayan cubierto de un espeso manto blanco.
Recojo las vitelas con el mimo y los cuidados que se prestan a un recién nacido. No me
gustaría que alguna de ellas se perdiera por descuido.
Uno de los siervos que atiende nuestras necesidades en la casa, siguiendo las órdenes de Aline, ha calentado agua en una gran caldera para que pueda darme un baño con el que no solo aliviar mi cuerpo sino también mi mente. Baruj ben Adael, el médico judío con quien trabé una buena amistad y tantas veces, aunque algunas muy dolorosas, alivió mis males y los de mi familia, me relató en uno de nuestros amables encuentros cómo el agua caliente no solo purifica nuestra piel sino también, debido a extrañas influencias en nuestro organismo que está seguro de que algún día se descubrirán, nos proporciona un benéfico estado de calma. Y a fe que en estos momentos me es tan necesaria como el propio aire que respiro.
Esta misma mañana, mi propio hijo Alfonso, que acaba de cumplir los once años de edad, me preguntó:
–¿Qué os sucede?, padre.
–Nada, hijo –le respondí.
–Parecéis triste.
–Solo estoy un poco cansado pero me encuentro bien.
No me costó esfuerzo mentirle porque pienso convertirlo en depositario de estas sentidas narraciones para que cuando yo falte y él haya alcanzado la madurez que proporciona el tiempo, le vayan mostrando la trascendencia del reinado del gran Alfonso para León, para Castilla y aún para los demás reinos cristianos y los mundos de la justicia, las leyes y las nuevas poblaciones que fundó y ha sabido dotar de fueros y privilegios a fin de que se desarrollen y prosperen.
No quiero, sin embargo, hurtarle la cara fea de las cosas ni las miserias que en tantas ocasiones acompañan la conducta de los hombres y por eso pretendo darle a conocer las curiosas circunstancias, los caprichos de Dios o del destino que él gobierna y las deslealtades y perfidias que, después de trescientos largos años de gloria y 19 reyes, están conduciendo al reino de León a un penoso final aun cuando Berenguela y su hijo Fernando pretendan convencernos de lo contrario.
Confieso que en todo momento he procurado mostrarme fiel a cuanto vieron mis ojos y oyeron mis oídos, sin dejarme persuadir por fobias o simpatías, aunque tampoco ignoro que soy humano y a veces me pregunto cuánto han podido pesar en mi ánimo el respeto y la admiración que siempre dispensé al rey Alfonso a la hora de enjuiciar sus decisiones, cuánto mi benevolencia a la hora de ensalzar sus virtudes o justificar sus vicios, cuántas de mis informaciones se deben a los rumores de los chismosos o a los infundios de sus propios vasallos. E incluso me han asaltado las dudas acerca de cuántas lagunas de la memoria he debido paliar con la ayuda de otros fértiles recursos.
Desde que era un simple jovenzuelo hasta ayer como quien dice, mi vida ha transcurrido al lado del gran Alfonso de León e inmerso en el entusiasmo, la concordia y las intrigas de la corte. En ella trabé amistades y alianzas y tuve acceso a conversaciones y escenas por las que el propio rey hubiera pagado un buen puñado de maravedíes.
También soy consciente de los peligros que entraña recurrir a fuentes tan diversas por muy fiables que se precien, ni los engaños a que a veces nos conducen nuestras propias observaciones. Sin embargo, no me duelen prendas al declarar que me obliga mi conciencia a confesarles, tanto a mi hijo como a todos aquellos que decidan detenerse sobre estas humildes palabras, unos puede que guiados por la curiosidad, otros por el deleite que les procura la lectura, que si me he permitido alguna licencia, que en ningún caso traicionará el espíritu de cuanto aquí se escribe, se debe a que yo, al igual que algunos de mis valiosos confidentes, concedo un mérito a la imaginación que no concedo a la memoria.