miércoles, 1 de abril de 2020

VILLAFRANCA DEL BIERZO

                                                                            

Un anciano que mira desde la nostalgia podría ver en ella los restos de un antiguo esplendor, de un pasado noble, engalanado y altivo que ha dejado sus huellas escritas igual que la vida las deja en el hombre. Un adulto la podría mirar con una mezcla confusa de orgullo y desconfianza, como observa un labrador la siembra de su huerta más valiosa pero que no ha terminado de brotar, y además teme a la tormenta. Los jóvenes simplemente miran desde ella porque saben que es una magnífica atalaya y el futuro será suyo siempre.
Villafranca del Bierzo, afortunadamente, es uno de esos lugares que teniéndolo todo (situación, riquezas, pasado y clima) para haber sido contaminada por la fiebre de expansión y falso desarrollo que surgió en la España de los 60, fue capaz de mantenerse ajena al cambio vertiginoso, a las piquetas, a los edificios altos y simples, al mal gusto y la desidia que destruyó tantos bellos rincones de nuestro país. Ese es su milagro. Los que sostienen que el pueblo va a menos porque no crece y se expande como una ciudad, pensando que eso es el progreso, no deben olvidar que ningún pueblo dispone de mejor futuro que aquel que en los años locos del presente (de todos los presentes) ha sabido impedir que se alteren, se desprecien o se violen su espíritu, sus valores auténticos, sus herencias más queridas.

Si bien es cierto que solo los afortunados o los sabios pueden elegir el esplendor para el tiempo que más les favorece. Villafranca lo consiguió. Supo recibir a los poderosos, los nobles y la Iglesia cuando despreciaban a los hombres pero se enamoraban de los pueblos. Fue corte de los señores medianeros a partir del siglo XV. El marquesado que lleva su nombre, con los Alvarez Osorio y más tarde Álvarez de Toledo al cruzar con los duques de Alba, se convertiría en uno de los más extensos y poderosos de España. Y el poder eclesiástico eligió también este rincón privilegiado del Camino donde se besan con serenidad el tiempo, la belleza, la calma, la sorpresa y un espíritu especial que desprende el aire de algunos sitios, con mucho misterio, para que solo los clérigos listos lo puedan descubrir. Ese poder se fijó en su mapa y lo llenó de iglesias, de conventos, que era como decir entonces de espiritualidad y de dominio. 

La Colegiata, en sus orígenes monasterio benedictino -segundo en importancia en la provincia tras el de Sahagún- donado a los cluniacenses por la reina Urraca de León, casada con Raimundo de Borgoña, hija de Alfonso VI y de la también borgoñona Constanza, lo que explica sus buenas relaciones con Cluny y su abad Hugo, renace como tal colegiata de canónigos en el siglo XVI, tras años de abandono y de penuria, y se mantiene independiente hasta el siglo XIX, gozando de jurisdicción sobre prácticamente todo el Bierzo y parte de Galicia. La iglesia de Santiago, la de San Fancisco, (antiguo convento franciscano del siglo XIII, cuyos monjes además de dedicarse a la oración han elaborado desde antaño sabrosos vinos), el convento de San Nicolás, el de la Divina Pastora, el de la Anunciata, el de la Concepción, el de San José. Todos ellos conservan en sus arcos, en sus pórticos, en la quietud sublime de sus piedras, nobles señales de la mejor herencia del hombre y de la historia.

Cuando la electricidad, el ferrocarril, la minería..., en el siglo XIX comienzan a acelerar el ritmo del tiempo, “la villa del Burbia” se detiene porque presiente que tanta velocidad no puede acarrearle nada bueno, y le cede a Ponferrada -a la que ya había devuelto en 1823 la capitalidad oficial del Bierzo- también la capitalidad comercial. Ella seguiría serena y altiva, con su carácter minifundista y artesano, con su sentido reflexivo de la existencia, ganando vida y personalidad en contra del “progreso”, llenando los poros de su piel de una esencia inexplicable. Si acaso se aventuran con el vino y, al igual que sucede en Corullón y Cacabelos, atrae a expertos enólogos que están consiguiendo verdaderos milagros con la mencía. En Villafranca se abrió la primera bodega de la comarca, y hoy siguen abriéndose camino caldos tan apreciados como Vega Montán, Ledo, Casar de Valdaiga o algún otro con nombre tan pretencioso como “El vino de los cónsules de Roma”, pero que van ganando cada día un merecido prestigio en las mesas de los mejores restaurantes. 

He recorrido muchas veces las calles de Villafranca y siempre encontré en ellas valores nuevos no descubiertos en ocasiones anteriores y que no se construyen ni se adquieren, permanecen sobre su piel y se han ido perfeccionando a través de los siglos para deleite del ciudadano, del turista o del viajero que al caminar por la calle del Agua, por el jardín romántico de la Alameda, por sus plazas, sobre sus puentes, por los alrededores verdes y moderadamente salvajes, no ve sino que siente el sosiego, la calma, el color de la naturaleza y la emoción del tiempo, el vértigo y un deseo exagerado de que la vida fuera siempre así (no como es sino como se percibe en esos instantes increíbles que te produce un paseo al final de la tarde por ese pueblo pletórico de magia y de embrujo). Solo un pueblo que te impulsa a sentir y de ese modo puede albergar un alma poderosa y ese es un don que las personas bien nacidas deberíamos de saber agradecer.

Sin embargo, a pesar de la prodigiosa serenidad que desprende el pueblo, lo que más me llamó la atención cuando la vi por vez primera fue su estilo para colocarse en el mundo, ese porte de desafío con que se levanta sin soberbia pero con excelencia y pompa por las faldas de unos montes repletos de viñedos y vegetación, viendo con gozo como a sus pies se unen dos ríos, el Burbia y el Valcarce, por los que siempre corrieron agua que es el sueño de los pobres, y oro que es el sueño de los desesperados. Juan Carlos Mestre, uno de sus poetas escribe en el poema “De Villafranca”: “no hay lugar para ti bajo otro cielo/ los astros te han fundado en este sitio,/ tu cárcel es la cárcel de la Historia,/ mi dolor ha nacido junto al tuyo,/ he soñado un sueño y tú soñabas/ con caballos blancos y laderas/ que bajaban desde el sol hasta los ríos,/”.

A nadie le extraña que los peregrinos que por enfermedad no fueran capaces de llegar a Compostela pudiesen ganar, precisamente en Villafranca, el jubileo ante la Puerta del Perdón de la sobria y recogida iglesia románica de Santiago, tan humilde que huye de la luz del sol y permanece siempre mirando al norte. 

Y es que Villafranca no solo es (no puede ser) historia, memorias de grandeza, del esplendor de los tiempos en que fue señorío o marquesado o provincia o capital de la propia provincia. Tiempos de orgullo y de recuerdo que le han legado esas iglesias, esos conventos, los palacios, blasones, piedras, silencio y sombras, y un castillo que se levanta como una fortaleza herida en lo más alto del pueblo. Villafranca del Bierzo es también una realidad presente, puerta (la mejor puerta que pudiera encontrarse) de una Galicia que no le da la espalda sino que coquetea con ella como únicamente se hace con una mujer hermosa y deseada, reglándole lo más beneficioso de su clima, de su paisaje e incluso lo más meloso de su acento.

En este pueblo altivo y orgulloso el tiempo, aunque a veces pudiera dar esa impresión, no se detiene, y buena muestra de ello son el éxito actual ya citado de sus vinos, su cocina y sobre todo sus fiestas. El pueblo que sabe comer, beber y divertirse es un pueblo lleno de vida y de futuro. En Villafranca se honra con festejos a los turistas, a las castañas, al Carnaval, a la poesía, a los santos y hasta a los meses. Son famosas sus “Festas do Maio” en las que se realiza un verdadero canto de provocación a la luz y los colores que trae ese mes para sacar definitivamente a los tristes de la nostalgia. Pero sobre todo, la que ha alcanzado mayor prestigio, notoriedad y belleza es, sin duda, la “Fiesta de la Poesía” que se celebra en el Jardín Romántico el último domingo de primavera y en la que los mejores poetas han dejado sus versos para ver si al contacto con tanta belleza se enriquecen.

Es difícil decir esto, pero creo sinceramente que Villafranca del Bierzo es el pueblo más bonito de León y, tal vez, de España. No es extraño que sea fuente continua de inspiración para artistas de todo tipo, algunos tan notables como el músico Cristóbal Halffter o los escritores Enrique Gil y Carrasco, Ramón Carnicer y Antonio Pereira (los tres nacidos en el pueblo y vivos en nuestra memoria siempre). Este último, con la amabilidad y la elegancia que caracterizan a los espíritus sensibles, me la definió diciendo: “Villafranca es la capital de mi Noroeste: un país que comprende la Galicia de Cunqueiro, la asturianía de Clarín, la Sanabria de San Manuel Bueno mártir y, por supuesto, el Bierzo y la Maragatería, hasta la ribera del Torío para que no se quede fuera la catedral de León...” Un pueblo sin fronteras que regala el horizonte. Generoso. Sabio. Universal. Sensible. Como el sueño de un dios. Como el alma de un poeta.









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