miércoles, 13 de mayo de 2020

NAVATEJERA

Navatejera es un pueblo en la encrucijada, un pueblo que ha saltado del ayer al hoy con rapidez y estrépito pero sin sobresaltos que alteren su plácido discurrir. Y que vive en la duda entre convertirse en “una ciudad dormitorio” del alfoz de León o mantener el espíritu tranquilo de “lugarejo”, como lo define Díaz-Jiménez y Molleda en el escrito que recoge el Boletín de Real Academia de la Historia de 1922 cuando se refiere al descubrimiento de la “Villa Romana” durante el año 1885, “en el camino muerto que entonces ponía en comunicación la capital con el pueblo de Villaquilambre y en el trozo que pasa junto a la ladera del altozano en que se encuentra el lugarejo de Navatejera...”.


Los romanos que llegaron a la provincia leonesa en busca de oro y otros bienes con que seguir engrandeciendo el imperio y levantaron el campamento militar de la Legio VII Gémina y puede que de la Legio VI a escasos cinco quilómetros de Navatejera, gustaban de buscar para sus asentamientos parajes bellos y despejados que reciban el influjo benéfico del aire y el sol y próximos a lugares donde abunde el agua, tan apreciada en sus vidas. Se dice que los romanos de entonces consumían tanta agua diaria como hoy la ciudad de Roma, ya que buena parte de sus cultura y costumbres giraban en torno al noble elemento.

Situado en la margen derecha del Torío y surcado por presas y manantiales en abundancia, Nava (como la conocemos casi todos) ofrecía incentivos suficientes para atraer a aquellos primeros pobladores. 

La Villa Romana”, cuyos restos se encuentran en situación de semiabandono a pesar de la declaración de Monumento Histórico Artístico en 1931 y al “amparo” del Museo de León, comprendía, según los investigadores, la casa de recreo a la vez que de labor de una notable familia de la época. En las excavaciones que siguieron a su descubrimiento casi por sorpresa en 1885 cuando las abundantes lluvias del invierno arrastraron tierras y horadaron profundos hoyos, se han recuperado ricos mosaicos, fragmentos de cerámicas, restos de estatuas que simbolizan a una diosa, monedas con la efigie del emperador y, según se recoge en la memoria, “instrumentos de labranza, piedras de molino y no escasa clavazón”. La residencia la componía una zona “noble” destinada a la familia y una “rústica” a su izquierda para alojamiento de esclavos y donde se hallaban también los cubiles, gallineros, bodega y edificaciones necesarias para cobijar a los animales y los diversos aperos de labranza. Espacio importante, como era costumbre en Roma, ocupaban los baños, con los diferentes hornos para calentar el agua destinada a los baños calientes y de vapor (caldaria y laconicum). Ya a principios del siglo XX, sin embargo, resultaba difícil diferenciar dichas estancias. En gran medida debido a que a los pocos días del feliz descubrimiento “y a pesar de las precauciones tomadas por la Comisión, el vulgo ignorante, aprovechando los descuidos del guarda, penetró por distintos puntos de la empalizada y destruyó las grandes baldosas que cubrían los hornillos de los hipocaustos, deshizo los pilares de éstos y arrancó las tégulas que formaban las cañerías que conducían el agua a las distintas habitaciones y que tendidas por los suelos y atravesando los muros, ora cálida, ora templada o convertida en vapor, calentaba, refrescaba o inundaba el aire de las cámaras. La destrucción hubiera sido completa de no haberse vuelto a soterrar los restos más notables y a cobijarse con edificaciones los ricos pavimentos de mosaico...”.

Los primeros pobladores debieron asentarse en este pequeño altozano que se eleva desde la “Villa Romana” buscando también el sol y otros vientos favorables y por cuyo subsuelo discurren las presas que incluso en recientes excavaciones para la construcción de nuevas viviendas ha originado no pocas dificultades. Y es que el agua ha estado siempre tan ligada al pueblo como a Roma. De hecho hasta su nombre la refiere, ya que como explica Ana Isabel Arias en su libro “San Antonio Abad y el pueblo de Navatejera”: “Navatijera o Nava Tixera debe su nombre a la abundancia de agua y presas que hay por estos parajes provenientes del río Torío. Nava significa tierra baja y llana con abundancia de agua, Tijera alude a los canales por los que discurría el agua”. El propio diccionario de la Real Academia de la Lengua incluye en la definición de nava la de “terreno pantanoso”. Por cierto, a san Antonio Abad, ese eremita al que las leyendas y la historia atribuyen una querencia especial por los animales e incluso la curación milagrosa de alguno de ellos, se le rinde tributo en el pueblo cada 17 enero, fecha estimada de su muerte. 

Puede que fuera la abundancia de agua unida al terreno arcilloso quienes propiciaron la instalación en el pueblo de varias “tejeras” donde se fabricaban tejas y ladrillos, como si quisieran encontrarle otro sentido al nombre que lo define. La última en cerrar se situaba precisamente muy próxima a los restos romanos, en el solar que hoy ocupa un inmenso bazar chino. 

Y es que como comentamos en las primeras líneas, Nava ha saltado con vértigo del ayer al hoy, de ese ayer que mediados los años cuarenta del último siglo apenas rebasaba los 200 habitantes cuando hoy ronda los 10.000. De ese ayer que como me recuerda un amable anciano sentado a la tímida sombra de las hojas de un viejo árbol protegiéndose de los primeros rayos de sol de una mañana de primavera en un banco de la pequeña plazoleta hoy llamada Plaza Salvador Fernández, “aquí -me informa- estaba precisamente la primitiva escuela, a la que acudíamos entre veinte y treinta niños cuando yo era rapaz, atendidos por un solo maestro”, a un hoy donde aproximadamente seiscientos alumnos acuden al moderno grupo escolar CEIP Villa Romana en que imparten clase más de cuarenta profesores. 

Y es que Nava se ha multiplicado en los últimos años “como los panes y los peces”. Muy especialmente desde los primeros noventa del pasado siglo cuando se acentuaba la expansión de la capital. Viendo levantarse chalets y edificios de varias plantas al lado de las viviendas más humildes, creando un polígono industrial (éste, al menos, sí, con empresas), acogiéndonos a multitud de leoneses que por diversos motivos nos hemos ido acercando a él. En su término se encuentra una de las instalaciones deportivas y sociales más completas de España bajo el nombre de “Casa de Asturias”, que ocupa una superficie que supera los 100.000 metros cuadrados y cuenta con cerca de 10.000 socios. Las calles, rotondas y la carretera León-Collanzo que la abraza por el este protegiéndola del Torío y la línea de FEVE que funciona (o debería funcionar) como tren de cercanías, han ido adquiriendo los hábitos de la urbe. Únicamente su iglesia se erige sobria y elegante en medio de tanto “desarrollo” con su espadaña apuntando al cielo y su atrio buscando y escondiendo el sol que llega del sur y dedicada a san Miguel Arcángel, en cuyo honor se celebran célebres y bulliciosas fiestas en el mes de Mayo.

Mientras todo eso sucede, mientras el tiempo pasa y las gentes viven, se afanan y divierten, Nava sigue acogiendo forasteros y todos -nativos y recién llegados-, contribuimos con nuestro grano de arena para que este lugar que tan propicio consideraban antiguos y sabios romanos siga escribiendo con elegancia su pequeña historia y manteniendo su espíritu noble, privilegiado receptor de agua, sol y aires favorables gracias a su inteligente emplazamiento.




viernes, 8 de mayo de 2020

LAGUNA DE NEGRILLOS

Laguna de Negrilllos rinde tributo a la Naturaleza ya en su nombre. El agua y los árboles como símbolo máximo del campo y la vida que generan. Ambiciones -sueño y deseo- necesarias y casi indispensables para un territorio enclavado al sur del páramo leonés, donde dichos elementos no abundan precisamente con la generosidad que en otras zonas de la rica y variada provincia de León. 


Los negrillos que, según viejas tradiciones, bordeaban en lejanos tiempos charcos, poblaban las riberas de los arroyos y se adentraban hasta las mismas puertas de las casas, poco a poco fueron sufriendo sucesivas pérdidas a medida que se roturaban terrenos destinados al cultivo, hasta que ya en la década de los setenta del pasado siglo, la grafiosis (esa enfermedad letal que según parece viene de Asia, donde los olmos son más resistentes que aquí) acabó definitivamente con los últimos ejemplares. 

El agua, que nunca ha sobrado a estas tierras, se remansaba, en cambio, en pequeñas lagunas o fuentes naturales que brotan sin excesivo entusiasmo en los alrededores del pueblo.

Las condiciones de vida y el paisaje han cambiado con los años, pero el espíritu primero permanece en sus calles, en sus casas, en sus iglesias y en la memoria de los nuevos pobladores. La primera vez que visité Laguna de Negrillos -por los ya lejanos años setenta- la impresión que recibieron mis ojos fue la estampa de un gigante que llevara mucho tiempo tendido de espaldas al sol con los brazos abiertos en cruz y el semblante sereno contemplando una llanura a la que no se le adivina el horizonte mientras evoca con nostalgia una historia que puede que comenzase hace más de mil años. 
Reyes, belicosos guerreros, señores con ambiciones de aristócratas y servidores fieles eligieron el enclave como punto de defensa en sus tareas de dominio y expansión. 

Aunque caben muchas posibilidades de que Fernando II fuese el primero de los monarcas del reino leonés que eligió este enclave como uno de sus baluartes defensivos en estratégica zona, en realidad sería su hijo Alfonso IX (el rey a quien alcanzó la gloria de convocar en el claustro de san Isidoro de León La Curia Regia en que se encontraban representados “Los Tres Estados”, como precursora de las primeras cortes que podríamos definir como democráticas en la vieja Europa) quien otorgó fuero a Laguna y la repobló y engrandeció, esforzado en mantener firme un camino de salida a su reino en torno a la Vía de la Plata. 

El rey castellano Alfonso VIII, rompiendo los pactos previamente suscritos se había saltado las fronteras y comenzaba a invadir territorio leonés. Ya se había apoderado de Valderas y Valencia de don Juan, a escasos quilómetros de Laguna, objetivo siguiente del castellano, previo acoso a la importante población de Astorga. Ambas plazas, sin embargo, resistieron aunque dichas acometidas animan al rey de León a defenderse de manera más firme e inicia la construcción de murallas y un imponente castillo con su altiva y sólida torre mayor. Castillo que a lo largo de los años ha sufrido achaques, rehabilitaciones y ruinas pero llega hasta nosotros con un magnífico aspecto. 

Contamos con referencias del apoyo de Alfonso IX a una época de esplendor para Laguna de Negrillos, y también con textos que confirman su estancia en el pueblo, ya que en uno de los puntos del “Fuero” otorgado se reseña, “el deber colectivo de entregar al rey, cuando viniera a Laguna, la cantidad de 30 maravedíes en equivalencia dineraria de un buen yantar debido al monarca”. 

Algunos documentos y escritos, sin embargo, apuntan a otros reyes como impulsores de la época de esplendor de Laguna de Negrillos, y donantes de los fueros. La confusión quizás la propicie el hecho de que como apunta el historiador Justiniano Rodríguez, “el núcleo primitivo (se refiere a los fueros) viene puesto en boca de un rey Alfonso (sin especificar ordinal) quien justifica la concesión generosa de la carta cuando dice: “que yo el rey don Alfonso hago a vos los pobladores de Laguna e de todas sus aldeas”.

Aparecen también referencias anteriores en escritos a lugares que bien pudieran identificarse con el pueblo actual, por ejemplo en donaciones como la que realiza el rey Alfonso VI -conquistador de Toledo, impulsor del Camino de Santiago y uno de los grandes reyes de la historia de España- a “la iglesia de Astorga”.

Pero al igual que sucediera en otros muchos territorios a lo largo del extenso período medieval, siguen a los tiempos de gloria y esplendor años de oscurantismo y decadencia. Se produce un acusado despoblamiento y murallas y castillo se arruinan. Habrá que esperar al siglo XV para que de la mano del conde de Luna, Diego Fernández de Quiñones, recobren buena parte de las venturas de su pasado.

Pero Laguna como el resto de pueblos y personas no puede vivir únicamente mirando hacia atrás, por eso encara el presente y el futuro con nuevos bríos, nuevas esperanzas. Se siguen cultivando cereales y legumbres. Se organizan fiestas que recrean la historia y distraen a los nativos a la vez que invitan a acercarse a forasteros y turistas. Para ello, si es preciso, se amparan en la tradición o se fijan en la tierra. 

La Cofradía del Señor Sacramentado viene organizando desde el siglo XVII “La procesión del Corpus” que congrega cada año a cientos de personas en torno a un espectáculo único donde se mezclan la espiritualidad y el teatro: un san Sebastián ataviado en un estilo entre carnavalesco y militar parte a mediodía de san Juan Bautista (iglesia parroquial que remonta sus orígenes a los siglos XV y XVI, con su espléndida torre amparada por el pequeño pórtico que sustentan seis columnas) y marcha a un ritmo de firmes taconazos seguido de un cortejo integrado por danzantes, los once apóstoles y dos birrias que representan una imagen entre burlona y ridícula del diablo. Los acompañan las mejores imágenes que se conservan en los templos y las niñas y niños ataviados con los trajes con que ese año han recibido la Primera Comunión. Aproximadamente una hora más tarde harán su entrada en la ermita del Arrabal, donde se celebra la solemne misa.

Aún queda el camino de regreso a la iglesia de san Juan. Allí, un san Sebastián convertido a la fe, se despoja de la máscara que ha cubierto toda la mañana su rostro y huye hacia su casa, seguido de los danzantes y birrias y avergonzado de su prepotencia al querer colocarse a la altura del mismo Dios. Acto con el que concluye la vistosa, prolongada y sentida celebración.

Es el “Corpus” una fiesta de hondo raigambre que, como se ha dicho, hunde sus raíces en la Edad Media y ha prendido en los corazones de los “laguneses” con el espíritu de un alma común y ha sido declarada de “Interés Provincial y Regional”.

Pero si celebraciones como ésta podemos afirmar, haciendo uso de una licencia literaria, que llegan del cielo, los vecinos de Laguna, muy pragmáticos, no se olvidan de la tierra de la que se han extraído durante años sus valoradas alubias y, aunque a muchos resulte curioso, a esta generosa, nutritiva y antiquísima legumbre traída de América por los primeros “conquistadores” honran también con una fiesta que no desmerece a las de carácter místico o religioso. En pleno mes de agosto cuando más visitantes, oriundos, emigrados y turistas acuden al pueblo se organizan cuatro días de alegres festejos en los que la ALUBIA se convierte en protagonista máxima y excusa para divertirse. 

Las dos fiestas tradicionales de Laguna, “el Voto” y “el Corpus”, se celebran en fechas primaverales. Y ese detalle que carecía de importancia cuarenta o cincuenta años atrás, torna decisivo en una época en que numerosos vecinos como otros muchos leoneses se habían visto obligados a emigrar hacia lejanas tierras -de la década de los 60 a la de los 80, Laguna había perdido 500 habitantes- en busca de un futuro mejor. Solo podía contarse con su presencia en verano. De ahí nació la idea entre los ediles de organizar una multitudinaria fiesta para el mes de agosto. 

Me dice Vicente Baza, que a mediados de los setenta, los jóvenes que necesitaban clases de recuperación en sus estudios acudían a una antigua biblioteca cedida por al Ayuntamiento. El alcalde comentó a los profesores que no pensaba cobrarles por la cesión del local, pero a cambio quería que organizasen una fiesta de verano. La iniciativa fue asumida por todos dede el primer momento. Se envió a los jóvenes alumnos a pedir dinero por las casas para el festivo fin. Los vecinos colaboraron gustosamente. Y desde un principio se pensó en la alubia -cultivo esencial en aquella época- como la protagonista en torno a la que girase la fiesta.

Desde el primer año resultó un completo éxito, a pesar de la inexperiencia de los organizadores y los escasos recursos con que contaban. Pero ya se atrevieron con desfiles de carros y carrozas, que entonces provocaban más risa que admiración. Como el rústicamente adornado por los más jóvenes, del que tiraba un macho y al que acompañaba como símbolo de su participación en las tareas del campo, una famélica burra que, según recuerda Vicente, había conseguido otro de los mozos de entonces, Virgilio -no recuerda bien cómo ni donde- pero que sus fuerzas (las de la burra) debían ser tan escasas que a duras penas consiguió llegar con vida al final de las fiestas.

Desde entonces, mucho ha cambiado. No en entusiasmo ni imaginación, pero sí en medios, organización y el apoyo esencial de las diferentes peñas. 

Hoy se eligen reina y damas entre las chicas más guapas del pueblo, se organizan desfiles participativos con vistosas carrozas y disfraces, premios y concursos, se baila en las verbenas y las más originales y creativas embarcaciones descienden por las aguas del “reguero”. Los carros -estos sí- lujosamente engalanados despiertan la admiración de los presentes.

No debemos, sin embargo, olvidarnos de la famosa “alubiada”, centro, motivo y justificación en torno a la cual se organiza todo. Un lujo de diversión para quienes participan, pero no menos para quienes lo contemplan.

Estas festividades como otras similares no solo reflejan lo que tienen de espíritu festivo sino que hablan también del alma y el corazón de un pueblo que sueña y no se detiene, que atesora fuerzas suficientes para enfrentarse al duro presente y al incierto futuro para el que cuentan, como hemos dicho, con uno de los más ricos pasados de los muchos que atesoran los pueblos de León.