martes, 28 de abril de 2020

LEÓN

Las ciudades cambian pero hay en ellas un espíritu que permanece siempre. Por eso tanto los mayores como los jóvenes, los optimistas, los nostálgicos, los inmigrantes o los turistas vemos León como una ciudad de espacios abiertos, llena de luz, de calma y de belleza (de ella dijo Ortega y Gasset: “la ciudad irradiando reflejos tiene un despertar de joya”), un lugar que, heredero de un rico pasado y portador de un presente lleno de horizontes, abre grietas continuas por las que asoman su resignación y sobre todo su orgullo, porque esta vieja población que los romanos construyeron en los primeros años de la Era Cristiana como un cuartel, ya en el siglo X había tenido “24 reyes antes que Castilla leyes”, aunque ahora no sea más que la capital de otra de las nueve provincias de una comunidad autónoma mal asimilada y querida por casi todos y que se llama Castilla y León porque no ha sido capaz de inventar una identidad ni tan siquiera un nombre.
Y es que León es una ciudad individualista y soñadora como sus gentes. Por eso aquí abundan los quijotes y los poetas. Quijotes individuales como Guzmán el Bueno que se fue al sur para defender la plaza de Tarifa contra los moros ofreciendo a su propio hijo en sacrificio. O quijotes colectivos como esos miles de leoneses que en la década de los sesenta del s. XX, viviendo en la capital de una de las provincias más ricas del país en recursos minerales y energéticos, apoyaron el proceso industrializador de otras regiones menos favorecidas, contribuyendo a su recuperación mientras dejaban la suya abandonada.

Lo de los poetas es otra historia. Así como hay futbolistas en Brasil, pescadores en Galicia, leñadores en Vizcaya o chulos en Madrid, hay poetas en León. Cada pueblo crea a sus propias gentes porque la tierra marca, enseña, modula y forma más allá de la propia voluntad. Crémer, Nora, Gamoneda, Colinas, Mestre, Llamazares, o los que han buscado otro medio de expresión a su poesía como Fermín Cabal en el teatro, Pereira con el cuento o Luis Mateo Díez, Merino, Torbado, Trapiello o Aparicio con la novela, no son más que la consecuencia brillante y lógica de una cantera inagotable. 


Sin embargo, ser poeta en León no tiene mérito. Aquí la poesía vie en la calle, en la luz policromada que renace día tras día a través de las vidrieras de la catedral, en las pinturas del Panteón Real de san Isidoro, en la humildad de sus dos ríos, en la fachada plateresca y deslumbrante de san Marcos, en los arcos y las piedras de sus plazas, en las nieves del invierno, en el aire cargado de los bares del barrio Húmedo, en las narraciones de los ancianos, en las risas de los niños, en los ojos misteriosos de las gentes que cruzan a todas horas la avenida de Ordoño -arteria principal de la ciudad- como si en ellos llevaran la nostalgia cuando en realidad sólo llevan el secreto de la vida... Los poetas solo tienen que salir a la calle y dejarse invadir por ella. Lo demás es artificio. 

En esta capital del antiguo Reino podemos enorgullecernos de contar con las mejores representaciones del gótico, el románico o el plateresco. La catedral de León no es sólo el primer Monumento Nacional de España sino también una invitación para los amantes del misterio y los milagros. Erigida en el lugar más alto de la ciudad, descansa sobre restos esenciales de su historia, ya que allí estuvieron antes las termas romanas y el palacio de Ordoño II que el propio rey donó para erigir un primer templo románico. Sus torres persiguen el cielo ligeras y elegantes pero, como si fueran dos árboles auténtico lo hacen de forma desigual creciendo según la influencia del sol. Así la del Norte es más humilde y pequeña mientras la del Sur, construida en tiempos del obispo Cabeza de Vaca, por lo que llegaría a conocerse de ese modo, se eleva en una exuberancia fértil y aún corona su “copa” altiva con un rico chapitel calado. 

En la basílica de san Isidoro la sobriedad del románico coquetea en su exterior con elementos góticos y barrocos y nos ofrece en el Panteón de los Reyes un festival eterno de pinturas en que recreaciones bíblicas y florales alcanzan el carácter de gloriosas. La Capilla Sixtina del románico español fue decorada en el s. XII por sabias manos. Bajo poderosos capiteles pletóricos de luz y color que recrean escenas religiosas y populares descansan los cuerpos de 23 reyes, 12 infantes y 9 condes leoneses, o tal vez más.

San Marcos (monasterio, hospital de peregrinos, hostal... aunque también cárcel en que estuvo preso Quevedo) se levantó un buen día al lado del Bernesga y el puente por el que continuaban los peregrinos su camino hacia Santiago, y luego se fue estirando desde 1514 en un derroche de ingenio y locura para completar la fachada, protegida en un extremo por la iglesia y en la otra por un robusto torreón. Medallones en el zócalo, guirnaldas, el friso, impostas y columnas, los balcones, las ventanas, versículos de los Salmos grabados en los muros, cornisas y una bella crestería le confieren esa presencia deslumbrante que maravilla a todos.

Pero no son estos los únicos símbolos de orgullo para los leoneses. En Palat de Rey, la iglesia más antigua de la ciudad, del s. X, se han encontrado restos mozárabes y visigóticos de la primitiva construcción en diferentes excavaciones. Hay otras iglesias antiguas como la del Mercado, que se acerca de espaldas a la plaza del Grano, empedrada entre humildes soportales y donde dos ríos/dos ángeles abrazan la ciudad/una columna; la de San Martín, la de Santa Ana, la de Santa María la Real; y viejos torreones y palacios como el de los Conde de Luna; y restos de murallas y edificios señoriales en los que late la historia de un reino, un orgullo y una ambición. Aquí se celebraron las primeras Cortes democráticas de la vieja Europa cuando en 1188 Alfonso IX convocó a concilio a obispos, nobles y también a ciudadanos representantes del pueblo. Antes, otro Alfonso, el V, convocó igualmente a la curia y los grandes de León, Galicia y Asturias a otra asamblea donde además de leyes generales para el gobierno de los reinos, se promulgó el Fuero de León, el más importante de España durante la Edad Media.


Aires de ayer y caminos de esperanza, la ciudad se fue abriendo hacia el futuro. Aquella “isla deliciosa entre dos ríos”, no sólo desbordó pronto el viejo campamento romano para incorporar en el s. XIV “el burgo nuevo” y más tarde el recinto medieval, sino también las cuencas del Torío y el Bernesga para salir al exterior y mezclarse con el mundo. Se “ensanchaba” la ciudad. La Gran Vía comunicaba la plaza de Santo Domingo con la de San Marcos, paseos tranquilos como el de la Ronda (Papalaguinda) y el de la Playa, bordeando el río, se iban llenando al atardecer de ciudadanos inquietos y tranquilos a la vez, amantes del reposo y la aventura, cultos y profundos en una pequeña capital de provincias que llegó a tener diez periódicos y once puertas como símbolo de su afán de conocimiento y comunicación.

A pesar de todo , o quizá por eso, León hoy es una ciudad contradictoria y rica que sigue buscando, no sin dificultades, su destino. Una gran desconocida de la que fuera de sus fronteras sólo se sabe que tiene catedral y un invierno frío. O sea, nada. Por eso quienes la visitan se sorprenden al recorrer sus calles, visitar sus monumentos y conocer sus costumbres, su clima y a sus gentes. Sánchez Albornoz dice de ella que hace ya más de mil años, “cuando fue la población más importante de la España cristiana, León vivía a ras de tierra, sin otro acicate que la sensualidad y sin otra inquietud espiritual que una honda y ardiente devoción. Mística y sensual, guerrera y campesina, la ciudad toda dividía sus horas entre el rezo y el agro, el amor y la guerra”.



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