viernes, 3 de abril de 2020

BEMBIBRE

La historia de los pueblos no se debe a los aristócratas que los dominaron ni a los cronistas que la escribieron ni a los fieros soldados que los asolaron y destruyeron para poseerlos luego aunque sea con la piel abierta y las venas desbordadas por la sangre. Por eso Bembibre, capital del Bierzo Alto y pueblo singular, fuerte y vigoroso de un León variopinto y plural, no es lo que es gracias a los condes de Alba de Aliste, ni al castillo del que ya no quedan ni las ruinas, ni a esos ingleses bárbaros que lo devastaron en los primeros años del siglo XIX, ni tan siquiera a Enrique Gil y Carrasco. Pero sí gracias a su “Señor de Bembibre”, mucho más auténtico, sin duda, que don Enrique Enríquez, primer conde y poseedor legal del señorío que se extendía desde La Peña de Congosto hasta Los Altos de Brañuelas, y quien perdido en la fiebre de mil batallas llegaría, incluso, a dar muerte dentro del castillo a su encantadora esposa, entregada en sus largas ausencias a las caricias y la pasión de bercianos menos valientes pero más sensatos que él. 


Álvaro Yáñez, “que es un caballero principal a quien todo el mundo quiere y estima en el país por su nobleza y valor”, locamente enamorado de la hija del señor de Arganza, doña Beatriz Osorio “una doncella de tanta hermosura..., humilde como la tierra, y cariñosa como un ángel”, no solo resulta más creíble que el conde Enríquez sino que se ha ganado la inmortalidad porque aún vive y pasea en el corazón de enamorados sin esperanza, de soñadores antiguos, de hombres orgullosos por el único y privilegiado motivo de haber visto la luz en esta tierra bañada por el río Boeza y un sol que calienta tanto las almas como los cuerpos. Ellos son los que realmente crean y escriben día a día la historia interminable de Bembibre. Ellos, hombres y mujeres laboriosos que se han ido dejando la vida a tiras sobre los campos verdes o en las negras galerías de las que extraían un carbón que también va siendo historia, y que son quienes convierten en realidad un Cristo que veneran en su propio santuario y al que pasean en procesión multitudinaria y fervorosa durante las fiestas de septiembre para que se pueda sentir parte integrante y partícipe del pueblo. Ellos, bercianos naturales, escriben a diario la historia de Bembibre codo a codo con los portugueses, africanos, los paquistaníes y todos los inmigrantes que han acudido a esta tierra en busca del pan y han encontrado un destino y una frontera que se cruza tal vez con esfuerzo y dolor pero sin amenazas ni peligro. Bembibre es junto con el valle de Laciana donde mayor variedad de etnias y por tanto costumbres y formas de vivir y de hablar conviven o, al menos, han convivido en la última mitad del siglo XX, con tensiones pero siempre con aceptación.

La historia de Bembibre está siendo escrita por forasteros y nativos como también se la han escrito el carbón que se extrajo durante años de las minas cercanas. Y el botillo que se prepara en los hogares según la tradición y se degusta con deleite y hasta se le rinde culto con entusiasmo y el apoyo de un festival como si se tratara de un dios menor del que se tiene noticia ya en el siglo XI, cuando los monjes del monasterio de san Pedro de Montes exigían a los “vasallos” establecidos en sus dominios entregarles cada año “botellus” de su matanza. Y el tren que lleva pasando día a día ante sus puertas de forma ininterrumpida desde 1882, después de permanecer más de catorce años “detenido” en la estación de Brañuelas debido a las múltiples dificultades para vencer el puerto de Manzanal. Y las chapas.

En el bar Las Vegas, mientras tomo un café caliente que me ayude a olvidar el frío de esta mañana de invierno, un hombre de muchos años y nobles arrugas en su rostro, que también es historia y bebe vino de un vaso tosco de cristal, se cubre la cabeza con una boina negra y exhibe cerca de los ojos dos de esas líneas azules que deja como huella la mina en los rostros de los mineros, me cuenta cómo más de una noche se pasó en vela jugando a las chapas en “El Aniceto”. Y se pierde en anécdotas curiosas como la del joven minero, amigo suyo, que después de haber bebido demasiado y perder no solo la paga entera del mes que se había apostado y la moto con la que pretendía regresar a casa, propuso jugarse a su mujer. “La perdió”, me dice, “pero el muy estúpido estaba soltero y como las apuestas en el juego son sagradas, no vea la manta de hostias que le cayeron encima”.

Por ésta y otras anécdotas, las chapas son también historia de Bembibre tanto y más que pueden serlo los primitivos astures o los romanos de Interamnium o los gallegos, asturianos y mozárabes que contribuyeron a repoblarla en la Edad Media, o Alfonso IX, el gran rey leonés que ha pasado a la historia por ser el primero en convocar las primeras Cortes democráticas de la vieja Europa, y que la supo levantar de una ruina provocada por las guerras. 

La historia de Bembibre es auténtica, presente y natural porque palpita sin tregua como la propia vida y no precisa de artificios para erigirse con orgullo. La escriben los jóvenes que se olvidan de alguna clase mientras ven películas de cine en una gran pantalla de televisión o juegan a las cartas en el bar El Estudiante, igual que la escribieron los mineros de la insurrección del 34 que después de asaltar ayuntamiento e iglesia tomaron la que llegaría a ser famosa imagen del Cristo Rojo para llevarla hasta las barricadas de la plaza donde se podía leer: “Cristo Rojo, a ti te respetamos por ser de los nuestros”; o los judíos que oraban en la sinagoga de san Pedro, o los católicos que rezan en esa iglesia, y la imagen del Sagrado Corazón. Y puede que también las cigüeñas que buscan la paz en lo más alto de la espadaña, o la gracia de la lluvia que encomiendan cada siete años al Ecce Homo, o los sueños inconfesables y las ambiciones secretas, y los hombres que luchan o las mujeres que se tapan y se adornan con grandes pañuelos de colores llamativos y lucen diminutas estrellas brillantes en la nariz, o los niños traviesos que corren por el Parque Gil y Carrasco, o los de piel oscura que también juegan. 

Ellos, todos ellos son quienes lucen en la chispa de sus ojos la esperanza que hará perder a los mayores que han visto salir la vida y el dinero de unas minas ahora abandonadas, el miedo a que el futuro sea más negro sin carbón. Porque les taparán las minas pero mientras quede un proyecto, una ilusión o, simplemente, un sueño, se seguirá escribiendo la historia.











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