miércoles, 10 de febrero de 2016

BRAÑUELAS - TREN y TRAGEDIA



BRAÑUELAS

TÚNELES DEL TIEMPO

El ferrocarril siempre ha sido más que una vía de comunicación entre los pueblos. El tren trae y lleva esplendores y ocasos, revitaliza o deprime comarcas y se acaba convirtiendo en un símbolo para aquellos lugares donde tiene presencia.

Si en el s. XIX, la puesta en circulación de la línea Madrid-Coruña supuso el declive de un territorio leones tan entrañable como Maragatería, cuyos arrieros encontraron en el tren un competidor "desleal" para sus carromatos, de los que tiraban recios mulos y donde transportaron miles de kilos de oro y mercancías desde el siglo XVI, para pueblos como Brañuelas significaría el renacer y el impulso para una nueva vida, más próspera y más rica.

El tendido eléctrico de Palencia- La Coruña fue proyectado en 1856 y llegó a Brañuelas en 1868, deteniéndose a los pies del puerto de Manzanal durante años. En ese tiempo, Brañuelas llegaría a convertirse en una de las estaciones principales de la línea, al ser lugar de transbordo y parada obligada en el largo trayecto.

Llegaban los viajeros desde cualquier rincón de España y allí debían apearse para cubrir en diligencia el tramo hasta Torre del Bierzo, donde el tren recobraba de nuevo su camino. Pasar de Brañuelas supuso, en aquellos años de finales del XIX, una auténtica odisea. Como lo supondría salvar el desnivel de las pronunciadas pendientes del Manzanal.

Las características del ferrocarril en el que las ruedas del tren apenas acarician los raíles, ofrecen ventajas a la hora de impulsar grandes pesos con un mínimo gasto de energía pero, a cambio, deben pagar un tributo. O mejor dicho, dos: las limitaciones a la hora de utilizar el freno y, sobre todo, la dificultad para enfrentarse a grandes desniveles.

Hasta 1882, catorce años después de que llegara el tren a Brañuelas, no fue posible conectar la meseta con el Bierzo. El 1 de septiembre de 1883, el rey Alfonso XII pudo al fin realizar el viaje entre Madrid y Galicia inaugurado una nueva época en las comunicaciones de nuestro país. Pero para que eso llegara a suceder, para que la ansiada vía alcanzase sin interrupciones la ciudad de Ponferrada, se precisaron años de trabajo, ingenio y sacrificio.

La única solución viable para vencer el puerto pasaba por abrir camino a través de los escarpados montes mediante túneles, esos misteriosos lugares que tanto nos sorprenden de niños, al contar con el raro privilegio, que parece cosa de magia, de poder convertir en un solo segundo el día en la noche y viceversa.

Nada más salir de Brañuelas, el túnel 1 nos avisa de que nuestro viaje entra en otra dimensión. Y así hasta treinta más, pues esos son los túneles que comunican al resto de la provincia y a España con Ponferrada y, por extensión, con Galicia, Todos ellos han tenido sus dificultades para abrirse, su protagonismo y sus anécdotas, pero son dos los que, por motivos diferentes, han quedado grabados en la memoria popular. Uno es el túnel de El Lazo. El otro, el túnel 20 o Peñacallada.

Al primero lo han hecho famoso los avatares de su construcción y su leyenda. Al segundo, el accidente ocurrido en su interior el día 3 de enero de 1944.

Regresemos al siglo XIX. El puerto de Manzanal, que alcanza sus mayores cotas saliendo de Brañuelas, busca de súbito el valle del Boeza a través de pronunciadas pendientes. Salvar el desnivel hacia La Granja es el gran reto que se les presenta a los ingenieros. Ellos, sin embargo, enfrascados en minuciosos estudios, se muestran incapaces de ofrecer una solución de garantías. Se dice que más de uno desiste del empeño ante las dificultades que encuentran, e incluso a algún pesimista se le oye decir que el tren nunca podrá sortear esas montañas. Es entonces cuando se extienden por la zona rumores de que un humilde pastor que cuida de su rebaño por aquellos riscos, se burla de la ineptitud de los técnicos, alardeando de que él sí tiene respuestas para lo que se percibe como imposible.


Los ingenieros, desesperados por lo infructuoso de sus planes, se interesan por esos rumores a los que de puertas afuera no quieren conceder la mínima importancia. No dudan, sin embargo, en la necesidad de dar con el pastor. Muy conocido en la comarca, no resultará tarea difícil emplazarlo para un encuentro a solas.

Cuentan las leyendas que se entrevistan con él y escuchan cuanto les propone. A quienes pensaran encontrarse con un patán cuyas ocurrencias muy probablemente no les iban a producir otra respuesta que la risa, sorprende la claridad con que se expresa aquel hombre sencillo que apenas se atreve a levantar los ojos del suelo mientras habla. Cuando termina de exponer lo que parece de sentido común, todos se miran desconcertados y quien más quien menos se pregunta cómo no se les ha ocurrido reparar en la que a todas luces es la única alternativa viable.

No sabemos lo que pasó por las atormentadas mentes de los ingenieros  pero lo que se nos transmite es que deciden apropiarse del proyecto del humilde cabrero. Y la historia no termina ahí. Celosos de que pueda dejarlos en ridículo al revelar los motivos y el contenido de la conversación que han mantenido, no solo deciden arrebatarle la autoría de la brillante idea que va a solucionar de una vez por todas el gran escollo del túnel más famoso de la línea Madrid-Coruña, sino también poner fin a su vida.

Lo que había planeado el pastor pasaba por un sencillo dibujo en el que los raíles dieran un giro completo sobre sí mismos, pero a diferente altura, en una especie de gigantesco lazo.

Leyenda o realidad, lo cierto es que con los últimos días del verano de 1881, trece años después de que el tren hiciera su entrada en Brañuelas, Melitón Martín y Arranz, prestigioso ingeniero licenciado en Inglaterra y también conocido como reputado escritor, firma la obra que pone en funcionamiento el túnel de El Lazo. La Ilustración Española y Americana, la revista más importante de la segunda mitad del siglo XIX español se hace amplio eco de la noticia.

La historia del túnel número 20 es más trágica aún. Y aquí no cabe el recurso a la leyenda. Corrían los primeros días del año 1944. El correo que enlaza Madrid con La Coruña y Vigo, viaja con más vagones de los habituales para acoger al elevado número de viajeros que en fiestas navideñas van o vienen a sus casas, preferentemente en tren.

Ese expreso que lleva el número 421 grabado en la frente, llega con más de una hora de retraso a la estación de León, donde ya se le observan anomalías en los frenos. Se intentan corregir. Para mayor seguridad se le engancha incluso una segunda máquina tractor con el evocativo nombre de Mastodonte, y el convoy reemprende sin más su largo camino hacia tierras de Galicia.

En Astorga se siguen intentando corregir los fallos detectados en León y se acumula más retraso.

Cuando el tren llega a la estación de Brañuelas, ese retraso ya supera las tres horas. Pero, a pesar del tiempo perdido, las características del trayecto, llano en su mayoría, no ha presentado problemas irresolubles ni ha puesto en riesgo la seguridad. El maquinista, sin embargo, debió darse cuenta de que algo no iba bien pues, según cuentan testigos presenciales, se niega a salir de Brañuelas en esas condiciones, invoca los peligros que corren y aclara que ha de tenerse en cuenta que la parte más dificultosa del camino aún está por llegar.

Es 3 de enero, día de feria en Bembibre. En las últimas estaciones el número ya amplio de personas que viaja en el tren desborda la capacidad de los vagones. Puede que muchos hayan subido sin billete. Pero todos muestran inquietud por lo mucho que se está retrasando el viaje. Se profieren gritos exigiendo una rápida solución. Los más alborotadores incluso bajan al andén y exigen a los operarios que ordenen la inmediata salida del convoy. La situación se vuelve tensa. Los viajeros, en fechas tan señaladas, lo único que desean es llegar lo antes posible a su destino. Bajo esa presión y las órdenes tajantes de los superiores, el maquinista se siente obligado a reemprender la marcha.

En principio parece que la decisión ha sido la correcta. El viaje se desarrolla con normalidad y el tren no ofrece nuevas muestras que preocupen. Pero en La Granja de san Vicente vuelven a complicarse las cosas cuando se descubre una avería en la locomotora de refuerzo que se había acoplado en León. En esa tesitura, la alternativa que queda, si se quiere llegar antes de que caiga la noche, no ya a Galicia, sino a Bembibre, pasa por retirar la Mastodonte e iniciar lo más duro del descenso tan solo con la máquina que había presentado los primeros problemas con los frenos. Y así se hace.

Apenas se han recorrido unos quilómetros cuando la precaria situación del tren desencadena una nueva alarma. La máquina de tracción comienza a acelerar sin nada que lo justifique. El ayudante del maquinista intenta maniobras de frenado con las que no logra excesivas mejoras.

Empujada por los 12 vagones que le siguen, repletos de gente, la locomotora continúa incrementando su velocidad y se comprueba, con asombro, que el sistema de frenos no responde. Pasan el túnel de El Lazo como una exhalación. Las cosas se están poniendo realmente difíciles. Se adoptan todas las medidas de emergencia, se hacen sonar los silbatos, se intentan activar los frenos de los vagones, pero el correo continúa imparable, incrementando el ritmo de su marcha de manera vertiginosa a medida que desciende las duras rampas del Manzanal.

Mientras tanto, en Bembibre, un tren de mercancías destinado al transporte del carbón espera para salir desde dos horas antes. Pretendiendo ganar algo de tiempo se decide darle la salida con la idea de que en Torre del Bierzo se cruce con el tren de viajeros. Los ferroviarios de estas dos últimas estaciones ignoran cuanto sucede en esos montes que pueden contemplar con solo abrir los ojos. Solo algunos minutos después se les informa desde Albares que el expreso 421 circula a toda máquina y sin control. La noticia dispara el miedo y todo el mundo se moviliza. Pero la tragedia parece inevitable.

Presos de un gran nerviosismo, los asustados ferroviarios, conocedores de la adversa situación, saben que, llegados a ese extremo, lo único que pueden hacer es intentar reducir la magnitud del impacto.

Las informaciones oficiales hablan de un tren de maniobras en Torre que no habría dado tiempo a retirar de la vía. Los testigos, en cambio, sostienen que se colocó adrede la máquina de ese tren a la salida del túnel 20 a fin de que el choque -del que ya nadie duda- provocara el descarrilamiento del correo y de ese modo mitigar el desastre que se intuye de consecuencias fatales.

Sea como fuese, lo cierto es que el expreso 421, silbando, veloz como una flecha y sin control, colisiona contra "el maniobras" con una fuerza enorme y lo expulsa propulsado como un misil por la boca del túnel. El golpe entre esas dos máquinas de hierro es terrible. El accidente ya se ha consumado. Aunque los más optimistas argumentan que se ha conseguido detener el expreso que bajaba a toda máquina atestado de viajeros y conseguir que permanezca prácticamente inmóvil dentro del túnel. Pero lo peor aún está por venir.

El mercancías, que poco antes había salido de Bembibre, encuentra vía libre en Torre. Cuando alguien intenta reaccionar es demasiado tarde.

Desconociendo lo que acaba de ocurrir a escasos quilómetros, el tren con toneladas de carbón que acaba de salir de la capital del Bierzo Alto marcha a la velocidad de siempre, se acerca al fatídico túnel de Peñacallada e intenta entrar en él. Lógicamente no lo consigue. En la misma boca se encuentra con la máquina del correo, herida previamente por la maniobra efectuada desde Torre, impactan una en la otra con violencia extrema y una gran explosión provoca el incendio que se extiende desde la locomotora a las lámparas a gas que iluminan el interior del túnel, que actuará a modo de fuelle para atizar las llamas, alcanzando dimensiones pavorosas. Para colmo, los vagones que transportan a los viajeros son de madera. Atrapados entre las paredes de piedra ardiendo al rojo vivo se convertirán también en auténtica yesca.

El fuego ilumina de manera pavorosa la oscuridad del túnel, salta de vagón a vagón y en pocos minutos reduce a cenizas seis de los doce vagones. Ese incendio convierte el túnel en un auténtico infierno.

Se obliga a los ferroviarios a entrar, no con el fin de salvar alguna vida, sino con la siniestra misión de rescatar los cadáveres. Pero lo que ven, obliga a la mayoría a volver salir vomitando a causa del terrible espectáculo. Cuerpos decapitados, otros sin piernas, lo que pudieron ser niños abrazados a sus padres... El escenario que refieren quienes tuvieron la desgracia de contemplarlo de cerca resulta dantesco.

A los heridos aún se les traslada a León en los vagones que no resultaron afectados por las llamas.

Datos publicados en otros países hablan de cerca de quinientos muertos y de uno de los accidentes ferroviarios más graves ocurrido nunca, aunque aquí, el incipiente régimen franquista quiere silenciar o al menos reducir la magnitud de la tragedia y cifra en menos de cien el número de fallecidos. Y para que no queden ahí las muestras de manipulación y cobardía, la autoridades se eximen de cualquier tipo de responsabilidad, buscan un chivo expiatorio y cargan toda la culpa sobre las espaldas del maquinista y su ayudante, que precisamente se había negado a salir de Brañuelas ante el negro panorama que presentían. Los pobres hombres habían tenido la fortuna de salir ilesos del accidente de puro milagro, pero eso no les iba a privar de todo tipo de humillaciones, además de la angustia de una tragedia en la que eran las primeras víctimas.

Cuentan quienes lo pudieron ver que, sin juicio previo ni garantía alguna, se les obligó a pasear esposados tras el cortejo fúnebre que habría de recorrer en los días posteriores las calles de León, para que sufrieran el escarnio público.

Como en todo suceso de características similares, los supervivientes o los testigos hablan todavía de coincidencias trágicas que ayudan a poner rostro a la tragedia y la hacen más visible y dramática aún. Es el caso de un hombre conocido en la zona que viajaba con su esposa y sus dos hijos y, cuando ya el tren había alcanzado una velocidad de vértigo y se temía lo peor, corre con otros hombres al último vagón del convoy con el objetivo de forzar los frenos de mano. No conseguirán parar el tren, pero de ese modo sí lograrán salvar sus vidas mientras los niños y la mujer, situados en los vagones centrales que se encontraban dentro del túnel, perecían en el siniestro.

O el de los jugadores ferrolanos del equipo de fútbol de Betanzos, que regresaba de disputar su último partido de liga en Palencia. Debido a su afinidad, los de Ferrol decidieron sentarse juntos en un coche diferente del resto del equipo. El suyo fue también de los que quedaría abrasado en el incendio mientras los demás pasarían a formar parte del grupo de afortunados que salieron vivos de aquella enorme catástrofe.

Algunos años después, el túnel número 20 se destruyó, abriendo en su lugar una trinchera. Pero su recuerdo ligado a ese fatídico día 3 de enero del año 1944 permanece aún en la memoria de quienes lo vivieron y de quienes lo hemos oído contar. Como también, por motivos diferentes, permanece el del túnel de El Lazo. Y seguirán permaneciendo a través de los tiempos, aun cuando las nuevas infraestructuras del siglo XXI quieran relegarlos al olvido.