sábado, 24 de abril de 2021

 

PONFERRADA

Ponferrada es una ciudad casi sagrada, tocada por los espíritus de los dioses y los embajadores encargados de descifrar sus misterios. Fue un obispo quien unió sus dos partes rotas de forma cruenta por un río (el Sil) al mandar construir un puente de hierro que le concedería además de unidad y cohesión, un nombre. A ese obispo (Osmundo) se le ha erigido una escultura en la glorieta de Correos acompañando a su rey Alfonso VI, el gran benefactor del Camino de Santiago y como consecuencia impulsor decisivo en el surgimiento de esta población allá por el siglo XII.


Desde entonces no le han faltado a Ponferrada personajes, leyendas ni organizaciones interesadas en participar de su historia. Perteneció en sus orígenes al Temple, la orden militar que se encargaba de proteger a los peregrinos que viajaban a tierra santa y a quien le entregó su dominio el monarca leonés Fernando II con el mandato de que la repoblaran y protegieran también a los peregrinos que se dirigían a la tumba del apóstol Santiago en Compostela. Aunque además de con guerreros contaban con miembros no militarizados que se encargaban de menesteres relacionados con las mercaderías y el dinero, no menos rentables. Aquellos caballeros ataviados con hábito blanco y cruz roja sobre el pecho restauraron el castillo (símbolo de la ciudad) que se levanta sobre un altozano que algunos identifican con un castro celta, para convertirlo en su morada. Y su impronta nos llega a los días de hoy en numerosas manifestaciones, celebraciones y recuerdos. A los Reyes Católicos (con tanto carácter místico como terrenal) correspondió incorporarla a la corona. Y hablando de vírgenes, que tanto gustan a los pueblos, se dice que la “suya” la encontraron los templarios en un tronco de encina, aunque hay quien le busca un origen más remoto varios siglos antes en Jerusalén, y los técnicos tratan de desbaratar ambas versiones atribuyéndole un origen más reciente. Hija de la leyenda y los misterios, no quedaba otro remedio que convertirla en patrona del Bierzo. En su honor se celebran fiestas el 8 de septiembre y su imagen se custodia en la basílica ponferradina de su mismo nombre.


Antes -mucho antes- Ponferrada no era más que un inmenso bosque de encinas, esos árboles de copas tan frondosas que apenas permiten ver el tronco y transforman el espacio en que se asientan en una selva mágica y misteriosa que nadie se atrevería a profanar. No en vano la encina era el árbol sagrado de Zeus y los sacerdotes emitían los oráculos interpretando el ruido del viento en su follaje. Y para los celtas -que anduvieron cerca de aquí también era un árbol divino, hasta el extremo de que los druidas residían siempre en bosques de encinas y si en el tronco había muérdago creían que eso revelaba la presencia del dios supremo.


La magia y el misterio siempre han ayudado a los hombres aunque a veces sea contra otros hombres. Pero Ponferrada dejó pasar el tiempo sin inmutarse demasiado para que éste jugara a su favor y cuando consideró que la situación le era favorable dio un paso decidido hacia el futuro.


Ahora Ponferrada es una ciudad nueva y vertiginosa que ha sabido subir por la pendiente de este último siglo con la celeridad de un rayo. En el siglo XVIII -ayer como quien dice- no era más que una pequeña villa sin la menor importancia. Fue a finales del siglo XIX y en los primeros años del XX cuando con la inauguración del ferrocarril de Galicia y más tarde con la explotación de las cuencas carboníferas y la puesta en marcha de la línea férrea a Villablino para el transporte del carbón se convierte de pronto en un importante centro ferroviario y minero. 


Algunos años después, en la década de los cincuenta, la ciudad va a conocer un esplendor aún más intenso que llenará de vida calles, plazas, casas nobles y tugurios. En poco más de diez años (de 1940 a 1950) el municipio prácticamente duplica el número de habitantes. Comienzan a explotarse entonces los yacimientos de wolframio a los que Raúl Guerra Garrido -con hondas raíces bercianas- dedica una interesante recreación en su novela “El año del wolfran”. Se descubre una de las reservas más importantes de hierro del país explotadas bajo la dirección de Coto Wagner. También se inicia la construcción del pantano de Bárcena, lo que supuso que un número importante de obreros y técnicos llegaran a la ciudad (como fue el caso de Juan Benet, que aunque no llegó precisamente para escribir sobre la belleza de esta tierra, seguro que se ha llevado con él al otro mundo un recuerdo imborrable) quedándose muchos de ellos definitivamente en Ponferrada. Pero sobre todo el hecho más trascendente para el despegue definitivo de la ciudad lo supuso la instalación de la Central Térmica que colocaría a la provincia leonesa en el sexto puesto en la producción de energía.


Tantas iniciativas de progreso y tanto desarrollo económico se iban a notar en la ciudad, y ejercieron su influencia de una forma también vertiginosa y espontánea. La gente trabajaba por el día y trataba de divertirse por la noche. Se abrieron locales para el negocio y la diversión. Las monedas corrían por los mostradores, repicaban sobre el mármol de las mesas y chasqueaban entre los dedos de los chulos, los alegres y todos lo que después de media noche se habían dejado embriagar por una cocina fuerte con olor a caldos y a botillo y un alcohol tan puro que les permitía llegar despiertos hasta la mañana siguiente y acudir al trabajo si era preciso sin tener que descansar. La calle respiraba los alientos de una vida muy bulliciosa. Como escribe el escritor ponferradino César Gavela en la premiada novela “El puente de hierro”, “mercaderes, ferroviarios, clérigos, ancianos de fantasía. Almacenistas, torturadores, hombres de ambición. Mujeres vertiginosas, libres y arrojadas. Amores inocentes o mercenarios, cárceles y conventos...”, convierten a Ponferrada en una de las ciudades más activas y dinámicas en el ecuador del siglo XX, en “la ciudad del dólar”. En el Edesa, en el Caballero, en La Obrera, se hablaba, se bebía y se jugaban el sueldo los empleados de tantas industrias y negocios. En el Casa Blanca se confundía la noche con el deseo. Y en burdeles como El Bosque o El Chigrín se buscaban aquellas mujeres listas y maternales que guardaban en las yemas de sus dedos y en el estremecimiento pícaro de su piel el secreto intransferible de una antigua pasión. 


Nadie veía entonces que tanta fiesta, tanto trabajo y tanto “chollo” pudieran acabarse algún día. No solo los optimistas o los voluntariosos sino hasta los organismos oficiales esperaban un progreso constante y apostaban por un desarrollo económico sin límites que se vería notablemente impulsado por la implantación de “altos hornos” que ya se proyectaban, con la repercusión que ello tendría en las demás industrias, en el comercio y en la vida de la ciudad.


La realidad no confirmó precisamente las expectativas creadas. Pero tal vez tampoco importa. Nadie va a lamentarse ahora por eso. Una ciudad que ha gozado de un instante de gloria puede seducir a cualquiera. Ponferrada lo vivió. Y no en tiempos inmemoriales, sino ayer mismo, cuando ya se habían consolidado definitivamente sus dos barrios (el de la Encina y el de la Puebla) como dos núcleos distintos o como las dos caras de una misma moneda. El barrio de una ciudad vieja en la que se ubican el castillo, el consistorio, la basílica de su patrona, las callejuelas estrechas típicas y antiguas que recuerdan otros tiempos, el museo del Bierzo en la calle del Reloj, o el museo de la radio, iniciativa de Luis del Olmo, el popular locutor a quien la ciudad ha distinguido con una plaza por los encendidos elogios y las atenciones que siempre le ha dedicado. Y el barrio nuevo con sus avenidas amplias y rectas donde se asientan el comercio, hoteles como el Temple, el Bérgidum, el Ponferrada Plaza o el Madrid (que ya vivió la época dorada), las cafeterías y los locales nocturnos de más ambiente, como el Bellas Artes un bar con buena música y un nombre atractivo en el que los más “progres” del lugar entretienen con alcohol a los demonios que interfieren con el sueño. También este barrio dispone de su museo, El Museo del Ferrocarril, ubicado en la antigua estación de la M.S.P. (Minero siderúrgica de Ponferrada).


Mientras tanto, el pueblo, como casi todos los pueblos en este final de siglo, vive un momento de confusión, de inmensa duda, rodeado de lugares hermosos como Peñalba de Santiago, Compludo (con su herrería), Toral de Merayo, Molinaseca... y bajo la atenta mirada de los montes Aquilanos. Los jóvenes buscan proyectos nuevos para el futuro y los más viejos recuerdan con orgullo un pasado que les ennoblece la nostalgia. Se peatonalizan calles, se abren nuevas plazas y avenidas, se siembran sueños y a veces se recogen tempestades. Pero la verdad total (la que incluye realidades e ilusiones) no encontrará un sitio en Ponferrada porque ya no quedan bosques de encinas ni sacerdotes sabios que puedan interpretarla por el ruido que hacía el viento en su follaje.










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