martes, 3 de junio de 2014

LAS VIDRIERAS

Si algo puede convertir en sublime a una catedral -ya de por sí grandiosa como la de León-, ese algo es las vidrieras. En ellas la luz, ambición del hombre y de los dioses por ser eternos y brillar siempre como el sol y como él ser fuente inagotable de vida se transforma en realidad y magia.

Todos los símbolos, todos los sueños encuentran amparo en esa fuerza capaz de confundir nuestros sentidos. “Aunque entré dentro de la iglesia, yo cierto que pensé que aún no había entrado, sino que todavía estaba en la plaza, y es que como la iglesia está vidriada...”, dice la Pícara Justina después de visitar el templo. Cielo y mundo se aúnan, crean el color y, transparentes, penetran en las capillas o las naves adaptados a la hora del día, época del año y ánimo de las gentes. Por eso la variedad cromática es tan amplia como puedan serlo los ojos y la sensibilidad que las contemplan. Las vidrieras buscan transmitirnos la belleza y una fe que durante siglos ha perdurado y aún perdura en el corazón de seres de toda edad y condición, pero también crear un ambiente místico propicio para el reencuentro de esa fe en un lugar sagrado. Son, por tanto, medio y fin, símbolo y soplo que prepara el ánimo de los fieles para recibir la verdad de su Dios.

En la catedral de León mil ochocientos metros cuadrados de cristal reemplazan los muros y desafían la fuerza de la gravedad e incluso de la razón (eso pretenden). En ninguna otra catedral del mundo las vidrieras encuentran un protagonismo tan amplio, tan sublime... Acaso en Chartres...

La vidriera gótica nace en España de la inspiración francesa, decisiva durante el siglo XIII en toda Europa, donde se introduce de la mano del nuevo estilo que pretendiendo ensalzar hasta el éxtasis el espacio interior necesitaba la magia de la luz y los colores para alcanzar sus objetivos. Tal vez por ello encuentre en esta obra -tan fiel al espíritu que venía de Francia- el ejemplo más claro de aquel sueño.

Aquí se establecieron talleres, se instalaron maestros y se fue aprendiendo un arte que no solo pretendía jugar con la luz o convertir lo material en incorpóreo, sino también competir con la escultura y la pintura. La vidriera medieval adopta formas simples y colores fuertes y logra así una plasticidad muy bella. Artistas posteriores de estilos diferentes buscarán el duende de su genio en esos colores y esas formas que alcanzan la máxima expresión en algunos de los mejores cuadros de Paul Gauguin.
Las primeras vidrieras de la catedral de León se remontan a sus inicios en la segunda mitad del siglo XIII bajo el impulso del obispo Martín Fernández y su rey protector Alfonso X, inmortalizados ambos también en los cristales. Se encendía así la llama de un fuego que no ha cesado aún. Hasta el siglo XVII siguieron condensando épocas y estilos, flexibles a las modas pero fieles al espíritu que trasciende su materia. A finales del XIX, cuando se encuentran en su estado más crítico, Juan Bautista Lázaro, auxiliado por pintores como Marcelino Santamaría que le ayudan a recobrar el espíritu antiguo, las salva con un ambicioso programa de restauración en el que, sin embargo, no se privó de dejar su impronta, cuestionada por algunos. Y también ahora, desde los últimos años del siglo XX, se ha emprendido una nueva labor que quería, y tal vez quiere, dotarlas de la larga vida que estamos obligados a otorgarles. Bajo la dirección del vidriero leonés García Zurdo y coordinada por Angeles Robles, con el asesoramiento de una comisión europea de expertos, la ayuda económica de instituciones y el buen hacer del taller de vidrieros de la catedral empezó a caminar lentamente pero con constancia. Una tarea precisa que, sin embargo, y a pesar de esa buena voluntad primera se encuentra a veces con serias dificultades que amenazan la valiosísima herencia.

La historia de la vidriera de los siete últimos siglos ha escrito (escribe) aquí, en los vitrales leoneses, un capítulo imprescindible, necesario, al que solo le sobran esas páginas que intentaron entonces y hoy intentan proyectar sombras donde únicamente debe reinar la LUZ.

Tres rosetones, multitud de rosas y ventanales conforman esta sinfonía de luz y color que estalla en las paredes. Al sur, al norte y al oeste se abren los tres grandes rosetones. Cuando el último, de casi ocho metros de diámetro, recibe el sol en las horas de la tarde e incendia los vestidos de los ángeles que tocan sus trompetas en torno a una Virgen con el Niño y se proyecta sobre la puerta de cristal del trascoro para coronar con su reflejo la capilla mayor, nuestros sentidos se confunden aún más, si ello es posible, y entonces la magia es absoluta. Resultan increíbles los prodigios que estos cristales coloreados pueden provocar y así también las sensaciones en nosotros.

En las naves bajas son diez las vidrieras con cuatro huecos cada una y sobre ellas tres rosas lobuladas. El azul, el rojo, el amarillo y el verde se rozan y se mezclan con intensidad en una recreación más vegetal que humana aunque en las rosas podemos ver cuerpos o rostros de mujeres que representan virtudes, vicios (la ira, la pereza, la lujuria, la gula..., todos femeninos), artes y trabajos de aquel tiempo, en definitiva, escenas llenas de vida y colorido. Es la naturaleza, sin embargo, quien nos asombra con la sencillez de largas ramas y hojas típicas de los árboles de nuestros montes que les nacen y se elevan, se abren, se besan os e comban en actitud tan simple como una puesta de sol o la cascada de un río. Nos maravillan. Son naturales y divinas a la vez. No se marchitan nunca. Lejos del bosque tienen su fuerza. Diminutas cabezas de bestias, de bichas, asoman entre la espesura.

El triforio, espacio decisivo en la consecución de luminosidad, lo recorren setenta y cuatro ventanales cegados hasta el siglo XIX, por lo que sus vidrieras son de entonces. Las correspondientes al presbiterio las ocupan santos y el resto rinden culto a nobles, benefactores, clérigos y casas importantes con un despliegue de escudos que portaron reyes, aristócratas y obispos. De tamaño reducido y evidente modestia no se ocultan tras la fina elegancia de los arcos que recorren la galería sino que, generosos, le conceden a estos el privilegio de ennoblecer su luz para que así resulte el conjunto excelente.

Doce metros de altura miden los treinta y un ventanales que iluminan la parte más elevada de la iglesia. A ella corresponde el mayor protagonismo pero han de compartir la glria. Profetas, reyes, apóstoles, evangelistas y santos se encumbran a los vidrios y allí permanecen regalando a través de sus vestidos, sus coronas, sus rostros serenos, sus instrumentos o caballos, el festival de color que acerca la alegría del paraíso a los hombres de la tierra. Los personajes principales se sitúan en la parte superior y en la inferior los secundarios. Cuatro huecos que se reducen a tres y dos en el presbiterio configuran estas inmensas ventanas, aún ampliadas cuando cuatro, a dos finas bandas laterales que ascienden hasta confluir en las rosas con el auxilio de pequeños triángulos irregulares para otorgar a las vidrieras la armonía del arco apuntado al que se integran.

Como es tradicional en el arte gótico, el lado norte, aquel que no recibe la luz del sol, también se reserva en las vidrieras para personajes del Antiguo Testamento. Pertenecen la mayoría de esta zona al siglo XIV y su discreción es tan valiosa como el lucimiento de otras más brillantes. La colocación de las figuras y los símbolos no es caprichosa sino que obedece a un programa iconográfico trazado según los deseos medievales y el espíritu de aquella Iglesia. Pero no se trata de idnetificar a santos, apóstoles, reyes y clérigos conocidos en todas las imágenes, cuando alguna de ellas tal vez tan solo sea el rostro anónimo de algún prohombre de la época inmortalizado como modelo o tributo a su generosidad. Además no importa tanto su imagen auténtica como la gracia de acercarnos una luz divina.

Todas las vidrieras altas cumplen su función y tienen su belleza, pero por motivos diversos alguna acaparan un protagonismo especial. Por ejemplo, la del árbol de Jesé o la de La Cacería. La primera, que recoge el mítico tema de las escrituras sagradas sobre el origen de Cristo, no es casualidad que se encuentre en el lugar más oriental, el primero que recibe la luz del sol cuando amanece. De finales del siglo XIII, es de las más antiguas y aunque no siempre estuvo en el centro del ábside, ese emplazamiento le conviene. Sus figuras son pequeñas como es querido por las zonas bajas, pero su significación grandiosa. En lugar de un tronco es una rama la que se eleva sobre fondo azul para confirmar la naturaleza humana de Jesús. No es una ascensión huidiza sino armónica. En lo más alto, la rosa corona la escena acogiendo en su interior un Pantocrator salvador del mundo y poderoso Dios. Todo es tan sublime como demanda la fe.

Sobre al vidriera de La Cacería han corrido ríos de tinta alabando su hermosura y tratando de explicar su origen y su significado. Algunos autores le atribuyen un origen profano, tanto por el tema como por la procedencia. Sostienen estos que habría sido hecha para el palacio real de doña Berenguela, destruido en el siglo XIV, y que solo a partir de entonces pasó a la catedral. Para ellos el rey que preside la escena principal se trata, sin duda, de Alfonso X y los hombres a caballo, los perros que los siguen, el halcón o el águila que acompañan a los caballeros, la liebre, el halconero... e incluso el mono montado en un camello son personajes de una cacería.

Para otros, sin embargo, ni la obra es profana ni procede de ningún palacio. Estos dicen que vidrieras con temas parecidos figuran en otras catedrales del siglo XIII como la de Chartres. Apoyan su teoría en que el emperador central no es Alfonso X, sino Carlomagno a caballo y con la corona de espinas de Jesucristo que en sueños le entregó Constantino, y los ángeles músicos y las representaciones de las artes y las ciencias harían alusión a su interés por tales temas, así como su afición por la caza justificaría las escenas que la evocan. Idealizado por entonces, héroe de los primeros cantares de gesta franceses y santo, su presencia era muy grata a la cristiandad del siglo XIII.

Estas versiones y las controversias que provocan otorgan más fama a la vidriera de La Cacería, aunque ella no la necesite. Le basta su belleza, la fuerza intensa de su color, la resistencia tenaz al paso de los años (es de las vidrieras más antiguas) y la multitud de figuras y evocaciones que la vitalizan aún en ausencia de la luz del sol. Situada en el ventanal quinto del lado norte en la parte alta, también se discute su ubicación por el tamaño de las imágenes al lado de hieráticas figuras más grandes y más claras. Pero ella sigue ajena a todo, proporcionando más contraste que inconveniencia a su serie, tanto enigma como claridad, prestigio y gozo a quien la contempla. Íntima, densa y feliz, la dominan tonos azul y rojo, los colores del cielo y de la sangre. Si es dueña de su destino también es dueña de su misterio. Tan solo se supone que Pedro Guillelmo pudo participar en su diseño y configuración. Pues tampoco la fecha de su origen está clara. Mientras unos apuntan al siglo XII, otros aseguran que pertenece a la centuria siguiente.

La catedral se inició por las capillas de la girola y sus vidrieras fueron las primeras en colocarse, allá por los últimos años del siglo XIII, tan citado, tan ambicioso para la iglesia y tan espléndido. Algunos de los vidrios más antiguos, situados ahora en otras partes, pueden proceder de aquí.

En esas vidrieras se recogen figuras pequeñas como corresponde a la serie baja y su objetivo es representar escenas de la vida de Jesús, de la Virgen y de los santos a cuya memoria estaba dedicadas las capillas.

Por ser más viejas que ninguna otra han sufrido más los estragos del tiempo, los elementos y los hombres. Se conservan de las originales solo escenas parciales, restos de vidrios que se han aprovechado en la nueva configuración que le han dado las sucesivas restauraciones, en la propia girola y en otros lugares, como ya se ha dicho.

Su espíritu particular, su aroma, su carácter imprimen a las capillas una personalidad determinada que sin ella sería de otra forma. Dentro del estilo gótico que las domina, en la de la Virgen Blanca el naturalismo y la libertad renacentistas se adueñan del color para hacerse más humanas y más libres. Pero todas son íntimas y serenas como la luz tenue.
Fuera del recinto interno de la catedral merecen nuestra atención las cuatro vidrieras de la capilla del Santísimo o Santiago o Virgen del Camino, antigua Librería. Realizadas por Diego de Santillana en los primeros años del siglo XVI también gozan de influencias flamencas y del Renacimiento. Severos prelados, evangelistas, santas y santos exhiben sus mejores atuendos y una solemnidad grandiosa que no palidece nunca.
Y sobre la puerta que da acceso al claustro, la vidriera de la Virgen del Dado adaptándose dúctil al espacio que le conceden representa a María con su hijo sobre el brazo izquierdo, amparados ambos por un doselete gótico, a un obispo que pudiera ser Cabeza de Vaca y a cuatro hombres que juegan a los dados: uno los tira, otro observa y los otros dos se pelean. Los vidrios han perdido nitidez y su colorido es débil pero fuerte la tradición que representa. Fue realizada en 1454 por el maestro Anequín siguiendo el modelo de los cartones de Nicolás Francés.

Nicolás Francés, tan identificado con esta iglesia como se ve, no solo dejó muestras de su genialidad en el retablo mayor, en frescos y pinturas sino también en las vidrieras para las que realizó varios cartones, dibujados con su maestría, completos los colores y las formas. Algo que parece obvio pero no siempre era así, pues en la restauración del XIX Juan Bautista Lázaro pudo descubrir cómo algunos vidrieros medievales para ahorrar tiempo y pintura utilizaban unos simples signos que situados en cada parte del cartón indicaban el color que correspondía a tal o cual espacio. Así el signo V representaba al amarillo, X al rojo, L al azul...

   Además de Nicolás Francés y Anequín, citados en las últimas líneas, o Diego de Santillana también citado, se tiene constancia de otros artistas y vidrieros que dejaron la impronta de su sueño en la luz y el color de estos cristales. Entre los primeros en llegar durante la dirección del arquitecto Juan Pérez, se cita a Fernán Arnol, Adam y Pedro Guillelmo. Ya en el siglo XV a Juan de Arquer, Valdovín, otro Juan y Gonzalo de Escalante. Un siglo después a Rodrigo de Herreras, autor de la Natividad en la capilla de la Virgen Blanca. Ellos, los actuales, los restauradores Lázaro y Torbado, todos importan por su pericia y por su ingenio pero sobre todo por la función de transmisores entre una ambición de locos y el delirio que hoy nos maravilla, apóstoles de una fe que quiso bajar el paraíso a las naves de una catedral y lo ha logrado.





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