martes, 23 de septiembre de 2025


                                                URRACA EMPERATRIZ

                                                                 1

Si no he de pedirle perdón a Dios por haber nacido mujer no voy a pedírselo a los hombres.

Desde el día primero que se supo mi nombramiento como reina comenzaron a hostigarme los taimados con intrigas, habladurías y difamaciones intentando desestabilizar mi trono. Aunque no faltaron ilustres representantes entre los nobles, incluso de mi propio séquito, la avanzadilla entre tantos lenguaraces la ocupaban los clérigos. Con honrosas excepciones, entre las que deseo mencionar con gratitud al arzobispo Bernardo, abades y obispos no podían aceptar que una hija de Eva rigiese sus destinos y conspiraron con todas sus fuerzas, que no son pocas, para sembrar la discordia en los corazones de mis súbditos y conseguir que se sublevaran contra mí.

No lograron sus objetivos, pero el daño y las heridas que han causado tanto en mi cuerpo como en lo más profundo de mi alma, me siguen doliendo a día de hoy. 

Tuve una infancia feliz y podría haber sido una mujer dichosa si las suertes que me deparaba el destino me hubiesen colocado en la posición subordinada que en varias ocasiones ocupé y a tantos agradaba.

“Sois muy hermosa, Urraca, la niña más bella que luce bajo la luz del sol”, solía decirme mi padre, el rey Alfonso, cuando me tomaba entre sus fuertes brazos o me sentaba sobre sus rodillas haciéndome dulces carantoñas para deleitarse con quien consideraba la criatura más linda sobre la faz de la tierra. Me puso de nombre Urraca en honor de la hermana que tanto quería -según las malas lenguas, más allá de lo que corresponde quererse entre hermanos-. 

La tía Urraca no me prodigaba menos cariño y atenciones que mi padre. Siempre que nos visitaba, se desvivía en cumplidos y agasajos conmigo. Y además de subrayar las loas a la belleza que me prodigaba el rey, no se cansaba de ensalzar las virtudes que me adornan. Ella fue quien me enseñó a leer.

–Si no te enseño yo –me dijo– no lo harán tus instructores. Y ni vos ni quien os habla merecemos menos beneficios y mercedes que obispos, nobles o magnates. 

Le sonreí. 

Le gustaba mi sonrisa y como muestra de contento cuando sonreía ante sus amables comentarios acostumbraba a acariciarme con dulzura la cabeza.

Sin embargo, procuraba impartirme sus enseñanzas a escondidas de mi padre porque presentía que, si llegaba a descubrirnos, a pesar del mucho cariño que le dispensaba, pudiera enojarse.

–Será nuestro secreto –me dijo el día que me enseñó las primeras letras.

Y yo le respondí de nuevo con una de las sonrisas que tanto le gustaban.

Solía visitarnos en la corte con frecuencia, lo que contribuía a propagar los infundios de que compartía lecho con el rey. Incluso las propias damas al servicio de la reina no se recataban en comentarlos de viva voz sin importarles que yo estuviera presente, convencidas de que una niña no se percata de esas cosas.

A mi madre Constanza no parecían complacerle sus visitas. 

Andando el tiempo, en una noche de confidencias, cuando ya la corona de León y de Castilla presionaba mis doradas sienes, inquirí al bueno de Pedro Ansúrez, el hombre que había gozado de la mayor confianza del rey y que conocía como nadie los entresijos de la corte, su parecer acerca de las causas o motivos que pudieron llevar a las malas relaciones entre las dos mujeres por las que yo más cariño sentía.

–Imagino que, a estas alturas, majestad –me dijo el conde–, contáis con información suficiente acerca del gusto por el trato amoroso con mujeres del rey Alfonso y las numerosas amantes que pasaban por su lecho. Por contra, nadie conocemos el ánimo con que lo viviría vuestra madre, la reina Constanza, pero según comentarios del propio rey, sus modales no expresaron nunca más allá de indiferencia o el amable respeto que por costumbre le dispensaba. 

–La reina siempre supo manejar sus emociones con sabiduría –le respondí– y no me extraña que su comportamiento obedeciera a las exigencias que le imponían su alta dignidad y sus valores cristianos.

–No pongo en duda cuanto decís. En cambio, asunto en apariencia tan simple como elegir para vos el nombre de la infanta Urraca despertó en lo más profundo de su corazón un desasosiego difícil de enmascarar. Recuerdo que vuestro padre me confesó, y espero que no me falle la memoria: “no sé cuánto de cálculo o disimulo había en sus comportamientos anteriores, pero es a partir del bautismo de nuestra hija cuando aprecio en ella un cambio de actitud. Habla menos conmigo, se esconde, acude a la capilla con más frecuencia y puedo observar cómo pretende rodearse de servidores de confianza, borgoñones en su mayoría, ampliando su cortejo de fieles con la intención no solo de que la asesoren y protejan sino de que le ayuden a inmiscuirse en las decisiones que me competen, tanto como lo viene haciendo Urraca, a la que anhela suplantar. Yo en momento alguno he querido ver en su conducta un desafío. Si lo hubiera visto así mi reacción sería, sin duda, diferente. Pero no me agrada”.

>>Esas fueron las palabras que oí de boca de mi añorado rey Alfonso. Si queréis conocer mi humilde opinión, puedo deciros que con el privilegio que me asiste de poder enjuiciar aquellos hechos desde la distancia que nos concede el tiempo pasado, opino que las ayudas y consejos que la infanta Urraca le allegaba como consejera y hermana perseguían tan solo facilitarle las arduas tareas a las que debía enfrentarse, prestarle el auxilio de su madurez y las muchas luces con que la había dotado Dios. Pero vuestra madre no lo vivía así y cuando el fuego de los celos incendia el corazón de las personas no existe manera humana de apagarlo. Debería haber hecho oídos sordos a las infamias, como os sugiero hagáis vos cuando lenguas viperinas se empeñen en difundirlas, si me permitís el consejo.

Me parecían muy acertadas las palabras del conde Ansúrez, aunque observaba en ellas cierta predisposición a exculpar al rey. 

Le di las gracias por su sinceridad y no quise realizarle más preguntas. Sin embargo, me dolía como me duele aún hoy que la reina Constanza odiara tanto a la tía Urraca cuando yo, en cambio, me ponía muy contenta tan solo con verla a lomos de su montura adentrándose en la explanada que conduce a los portalones de acceso a nuestro palacio. 

Era muy cariñosa conmigo y, en cada visita que nos cursaba en la corte, le gustaba agasajarme con bonitos regalos. Recuerdo la ocasión en que un artesano carpintero le realizó un caballito de madera como un obsequio especial para su sobrina favorita. Cuando me lo dio lo coloqué entre mis piernas para cabalgarlo a la manera en que montan los hombres.

Al rey Alfonso no pareció agradarle.

–Hermana, este juguete es más propio de niños –le dijo.

Y ella le respondió:

–También las mujeres montamos a caballo. O si no, ¿cómo pensáis que he podido venir desde Zamora?

Me gastaba bromas divertidas. Era muy seria y algunos dicen que autoritaria con los mayores, pero conmigo no se cansaba de jugar. Y cuando yo pataleaba ante los inocentes juegos con que le gustaba burlarse de mí, entonces me tomaba por la cintura para izarme en el aire y con las puntas de sus dedos me buscaba las cosquillas debajo de los brazos.

Si mi madre Constanza se hallaba presente solía decirle:

–Por Dios, Urraca, no hagáis rabiar a la niña.

Si era mi padre quien nos acompañaba, a la tía le gustaba mirarme fijamente a los ojos y proclamar con una amplia sonrisa en sus labios: –Esta niña, Alfonso, tiene vuestro mismo temperamento.

–Mas bien opino que ese genio del que hace gala proviene de vos –contestaba el rey.

–Estoy segura de que a ninguno de los dos nos defraudará. Será una buena reina si no engendrarais un hijo varón.

–Como no se os oculta, hermana, no hay mujer alguna que haya ocupado el trono en nuestros reinos.

–Nada impide que ella sea la primera.

–Veis como se parece más a vos que a mí.

Apenas había cumplido los cinco años en la gloriosa época en que mi padre, el sexto de los Alfonso, entró con sus huestes en Toledo, consiguiendo el más importante de los triunfos que hayan conseguido tropas cristianas contra los sarracenos que ocupan al-Andalus. 

Se había convertido en el rey más poderoso en los territorios que conforman la península. Los demás reyes le dispensaban un humilde respeto y los emires moros le entregaban elevadas sumas de oro y plata para conservar la independencia que él les quisiera conceder. Llegó a intitularse emperador, pero seguía manteniendo largas conversaciones con la tía Urraca, ya que consideraba en alta estima su apoyo fraternal y sus consejos.

En lo que se refiere a mí, me cupo la suerte de ser la primera hija de mis padres, los reyes Alfonso y Constanza, si dicha posición puede considerarse un privilegio. Y la única que consiguió sobrevivir a los peligros del parto y de la infancia. Sin embargo, desde que mis diminutos pies dieron sus primeros pasos uno de mis mayores deseos era jugar con otras niñas, aunque no conocí a ninguna niña hasta que se me entregó a mis tutores Pedro Ansúrez y su esposa Eylo. 

Sin embargo, puedo decir que siempre me sentí una hija muy amada. No albergaba dudas entonces como tampoco las albergo hoy de que era el ojito derecho de mi padre, aunque tampoco se me oculta que, si los moros no le hubieran arrebatado la vida a mi hermano Sancho en la desdichada batalla de Uclés, nunca me hubiera sentado en el trono del reino de León.

Por lo que respecta a mi madre Constanza, no voy a dudar en estas horas últimas que la Divina Providencia ha decidido concederme, de que me dispensara también un profundo cariño, aunque su carácter adusto y sus manifiestas dificultades a la hora de mostrar afecto, coadyuvaran a que la sintiera siempre muy lejana. Se recluía largas temporadas en su palacio de Sahagún. Prestaba más atención a Dios que a su hija. Y tampoco creo que ayudó a las buenas relaciones entre nosotras, que intercediera para que se me entregara como esposa cuando aún no había cumplido los diez años, a su primo Raimundo, llegado de Borgoña con ambiciones muy superiores a las que pensaba satisfacerle mi padre.

Yo era en aquellos tiempos una niña a la que se podía manejar a poca habilidad con que se contara y he de reconocer que quien iba a convertirse en mi primer esposo, superada la veintena de años, contaba con una experiencia y una ambición de las que yo carecía. 

Se acabó arrogando atribuciones y poderes que me hubieran correspondido a mí, procuró utilizar nuestro matrimonio en provecho de su codicia, intrigó sin pausa con su primo Enrique, casado con mi hermanastra Teresa, en contra incluso de los intereses de mi padre, el rey... ¡Oh, santo cielo!, cuántos misterios esconde la ambición humana.

Ni aun hoy, en los albores del año de gracia de 1126, cuando mi destino ya solo está en manos de Dios y todo indica que ha decidido convocarme, puedo alcanzar a comprender las miserias que anidan en los corazones de los seres humanos y con tanta frecuencia los destruye. Pero ya no quiero atormentarme con lamentos ni quimeras que no han de concederme dispensa alguna para acceder al misterioso lugar que el destino me tiene reservado.

Pedro González de Lara me pide que descanse. Yo le sonrío para que sepa cuánto agradezco su compañía en momentos tan difíciles y que se preocupe por mí, pero no pienso atender sus cariñosas palabras. En cuanto ha salido de mi alcoba, me he colocado un ligero manto de piel de ardilla sobre los hombros y me he incorporado del lecho dispuesta a obviar lo que sucede en estos instantes a mi alrededor. 

Una luz tenue de primeras horas del día se cuela por los amplios ventanales que miran al punto por el que asoma cada mañana el sol. Rebusco en el cajón de una de mis arcas los pergaminos, el cálamo y la tinta con los que, desde que me afligen los males que me tienen recluida en este castillo, voy dejando constancia de las venturas e infortunios que me ha deparado la vida, y los sitúo con mimo sobre el atril. Quiero viajar sola el tiempo que me conceda Dios a los rincones de la infancia y a aquellos otros que se corresponden con una juventud en la que no faltaron sinsabores y tropiezos, pero en los que pude sentirme dichosa y plena de un entusiasmo y unas ganas de vivir que echo en falta los últimos días. 

Recodar es uno de los escasos privilegios que nos concede la memoria y no merece la pena despreciarlo. 











domingo, 4 de septiembre de 2022

 

ALFONSO IX "el rey demócrata"  


Hoy, día 23 de diciembre del año de gracia de 1230, víspera de la Natividad del Señor, mientras trazo las últimas letras con las que quiero transmitir las amarguras y los duros trances pero también las dichas, los triunfos y la gloria de uno de los reyes más magníficos que han podido conocer los reinos cristianos, se cumplen tres meses desde que el gran Alfonso nos abandonó. Rey de León y de Galicia, en cuyo término se incluyen la Transierra, la Extremadura leonesa y las Asturias, solo unos días antes de su muerte había logrado avanzar las fronteras de su reino desde la orilla del Tajo a la del Guadiana. Y si el buen Dios no hubiera decidido convocarlo a su presencia cuando aún la sangre corría por sus venas con el ímpetu de un joven, hubiera conseguido llevarlas hasta el Guadalquivir y puede que hasta las aguas del Estrecho donde se juntan los dos mares, a poco que le hubiera sonreído la fortuna. 

Esta mañana, mientras despuntaba con fatiga la aurora y finos copos de nieve se desprendían de un cielo más blanco que azul, salí de casa en compañía de mi esposa Aline para acudir a la solemne misa de réquiem que por el alma del rey iba a oficiar el obispo Rodrigo. 

A esas horas el silencio era tan intenso que únicamente lo violentaban bruscas ráfagas de aire. De las cuatro antorchas que lucen en las esquinas de la plaza de Santa María de Regla, dos habían sufrido las consecuencias del viento y las otras dos estaban a punto de apagarse. Las calles apenas eran transitadas por algún perro vagabundo y los pocos albañiles y canteros que intentaban cubrir con grandes lonas los contrafuertes y arbotantes que ya velan por la estructura de los arcos y las incipientes bóvedas de la ambiciosa catedral que soñó en su día el obispo Manrique de Lara. Pretenden que las juntas de las piedras no sufran las agresiones de los hielos y el frío con que nos amenaza el invierno que acaba de iniciarse. 

Desde que falleciera el rey Alfonso parece como si la ciudad se hubiera sumido en un profundo letargo.

El obispo decidió que la sagrada ceremonia se celebrara en la basílica de San Isidoro debido, precisamente, al estado de obras en que se encuentra la catedral.

–¿La veremos terminada algún día? –me preguntó mi esposa cuando pasamos ante ella.

–Quiera Dios que así sea –le respondí–. Será señal de que decide concedernos larga vida.

Nos sonreímos uno al otro porque sabemos que por mucha gracia divina que nos ampare, ninguno de los dos conseguirá ver coronadas las altivas torres que se rumorea pretenden alcanzar el cielo, ni los pináculos previstos para un ábside que a día de hoy solo nos muestra los sillares que emergen de sus cimientos y apenas si levantan dos codos de altura. Y eso considerando que Aline es varios años más joven que yo.

Cuando llegamos a la iglesia pudimos comprobar cómo los lugares de privilegio los ocupaban quienes ahora rigen nuestros destinos, el tercero de los reyes que lleva por nombre Fernando y a su lado la madre que ha guiado su mano con maestría desde que falleciera el rey Alfonso, una orgullosa Berenguela que cumplidos los cincuenta años de edad aún conserva en su mirada el aire entre firme y obsequioso del que hizo gala en los lejanos tiempos en que ejerciera como reina de León y en su rostro la misma belleza serena de entonces. 

Mientras los contemplaba siguiendo egregios en su condición de nuevos soberanos los ritos de la ceremonia oficiada por el obispo, reclinándose o volviéndose a incorporar o dibujando sobre la frente la señal de la cruz, no pude evitar que se me trenzara un nudo en el pecho y me abatiera la melancolía. 

De regreso en casa, mientras colocaba estos nobles pergaminos sobre el atril, mis ojos se humedecieron de lágrimas recordando al hombre cuya pérdida ha dejado en los corazones de todos los leoneses una triste sensación de orfandad y una herida que tardará lustros en curarse. Dios lo tenga en la gloria. Espero que hasta allí no lleguen los ecos de la traición a sus deseos urdida por su propio hijo, quien fuera su amada esposa y auxiliados en tan codiciosa tarea por ilustres prelados entre los que ocupa lugar de privilegio el de nuestra propia diócesis, quien les ha abierto de par en par las puertas de la capital del reino y su iglesia cuando ni los ciudadanos a pie ni la mayoría de los caballeros los apoyábamos. 

Hace apenas dos días que las infantas Sancha y Dulce, acompañadas por su madre Teresa se acercaron a León camino del monasterio de Santa María de Villabuena en el Bierzo, a donde han decidido retirarse tras ceder sus derechos sucesorios a su hermanastro Fernando, aunque esto suponga una merma de diez mil maravedíes en las rentas que se decidió asignarles en los acuerdos suscritos en Benavente. Deseaban agradecernos de todo corazón el apoyo que muchos leoneses habíamos prestado a su causa desde la muerte del rey hasta la firma de la concordia. 

Nos manifestaron también que les hubiera gustado cumplir la última voluntad de su padre pero que las presiones ejercidas sobre ellas tanto por las gentes de Castilla como desde sectores leoneses abanderados por algunos clérigos, entre los que no cabe ninguna duda de que se halla el obispo Rodrigo, no solo las habían colocado en una posición difícil sino que les hicieron temer que estallaran las hostilidades entre ambos reinos. 

–Y ni nosotras ni nuestra madre deseábamos que corriera sangre inocente contando como contábamos con recursos para evitarlo –nos dijo la infanta Sancha.

–Eso os honra, alteza –le respondió Diego Froilaz–, pero queremos que sepáis que muchos de nosotros estábamos dispuestos a entregar hasta la última gota por defender vuestros derechos, que no son otros que los del glorioso reino de León y el testamento del rey Alfonso.

Fue especialmente sentido ese encuentro entre las infantas y Diego en presencia de su esposa Aldonza. Me cupo la fortuna de presenciarlo y puedo decir que en él corrieron sentidas lágrimas por las mejillas de los cuatro. 

Al dirigirse a mí la mayor de las hermanas agradeciendo mis servicios y la lealtad mostrada tanto a su padre como a ellas, tampoco yo pude evitar que me embargaran vivas emociones. 

Pretendiendo orientar nuestra breve conversación hacia asuntos menos dolorosos, la joven Sancha se interesó por los escritos en que pretendo recoger “hazañas y episodios del largo reinado y vida del rey Alfonso” (fueron sus palabras) y de los que había recibido cumplida información por boca del propio rey.

–Creo que en muy pocos días habré conseguido ponerles término, si Dios no dispone lo contrario.

Percibí que mi respuesta les agradaba sobremanera tanto a una como a la otra.

Se avecinan malos tiempos. Ya no soy un joven. Me he adentrado en la última etapa de mi vida y las amenazas que penden sobre el que fuera glorioso reino de León desde que falleciera el rey Alfonso y sobre quienes defendimos su legado y su última voluntad me están sumiendo en una profunda tristeza. Quizá el único consuelo que me auxilia en estas horas difíciles que me está tocando vivir sea la compañía de mi dulce y fiel esposa Aline. Con una frecuencia desacostumbrada se acerca a la cámara donde escribo las amargas frases a las que hoy no me puedo sustraer y recurre a las más diversas excusas para interrumpirme. Intuyo que teme por mi salud. A media mañana lo ha hecho para dejarme un caldo caliente, poco después para preguntarme si me apetecía que me preparase una infusión de aromáticas hierbas y con las últimas luces de la tarde para sugerirme que me tomara un breve descanso.

Yo me limito a mirarla con un gesto en el que pretendo transmitirle lo mucho que agradezco sus desvelos pero desde entonces no he parado de escribir. Deseo que todas estas vivencias, observaciones y recuerdos encuentren un pronto final. Es el sentido homenaje que debo al rey Alfonso y ya no dispongo del tiempo que me gustaría. 

La nieve no ha dejado de caer desde la última noche. Y cuando la fatigada luz del sol amenaza con ocultarse de nuevo en el ocaso y me obliga a interrumpir mi tarea hasta la mañana siguiente, observo cómo los copos van ganando intensidad y se deslizan ante mi ventana con premiosa lentitud, aunque ya han conseguido que calles, tejados y las lonas que cubren las piedras de la catedral se hayan cubierto de un espeso manto blanco.

Recojo las vitelas con el mimo y los cuidados que se prestan a un recién nacido. No me 

gustaría que alguna de ellas se perdiera por descuido. 

Uno de los siervos que atiende nuestras necesidades en la casa, siguiendo las órdenes de Aline, ha calentado agua en una gran caldera para que pueda darme un baño con el que no solo aliviar mi cuerpo sino también mi mente. Baruj ben Adael, el médico judío con quien trabé una buena amistad y tantas veces, aunque algunas muy dolorosas, alivió mis males y los de mi familia, me relató en uno de nuestros amables encuentros cómo el agua caliente no solo purifica nuestra piel sino también, debido a extrañas influencias en nuestro organismo que está seguro de que algún día se descubrirán, nos proporciona un benéfico estado de calma. Y a fe que en estos momentos me es tan necesaria como el propio aire que respiro.

Esta misma mañana, mi propio hijo Alfonso, que acaba de cumplir los once años de edad, me preguntó:

–¿Qué os sucede?, padre.

–Nada, hijo –le respondí.

–Parecéis triste.

–Solo estoy un poco cansado pero me encuentro bien.

No me costó esfuerzo mentirle porque pienso convertirlo en depositario de estas sentidas narraciones para que cuando yo falte y él haya alcanzado la madurez que proporciona el tiempo, le vayan mostrando la trascendencia del reinado del gran Alfonso para León, para Castilla y aún para los demás reinos cristianos y los mundos de la justicia, las leyes y las nuevas poblaciones que fundó y ha sabido dotar de fueros y privilegios a fin de que se desarrollen y prosperen. 

No quiero, sin embargo, hurtarle la cara fea de las cosas ni las miserias que en tantas ocasiones acompañan la conducta de los hombres y por eso pretendo darle a conocer las curiosas circunstancias, los caprichos de Dios o del destino que él gobierna y las deslealtades y perfidias que, después de trescientos largos años de gloria y 19 reyes, están conduciendo al reino de León a un penoso final aun cuando Berenguela y su hijo Fernando pretendan convencernos de lo contrario.

Confieso que en todo momento he procurado mostrarme fiel a cuanto vieron mis ojos y oyeron mis oídos, sin dejarme persuadir por fobias o simpatías, aunque tampoco ignoro que soy humano y a veces me pregunto cuánto han podido pesar en mi ánimo el respeto y la admiración que siempre dispensé al rey Alfonso a la hora de enjuiciar sus decisiones, cuánto mi benevolencia a la hora de ensalzar sus virtudes o justificar sus vicios, cuántas de mis informaciones se deben a los rumores de los chismosos o a los infundios de sus propios vasallos. E incluso me han asaltado las dudas acerca de cuántas lagunas de la memoria he debido paliar con la ayuda de otros fértiles recursos. 

Desde que era un simple jovenzuelo hasta ayer como quien dice, mi vida ha transcurrido al lado del gran Alfonso de León e inmerso en el entusiasmo, la concordia y las intrigas de la corte. En ella trabé amistades y alianzas y tuve acceso a conversaciones y escenas por las que el propio rey hubiera pagado un buen puñado de maravedíes. 

También soy consciente de los peligros que entraña recurrir a fuentes tan diversas por muy fiables que se precien, ni los engaños a que a veces nos conducen nuestras propias observaciones. Sin embargo, no me duelen prendas al declarar que me obliga mi conciencia a confesarles, tanto a mi hijo como a todos aquellos que decidan detenerse sobre estas humildes palabras, unos puede que guiados por la curiosidad, otros por el deleite que les procura la lectura, que si me he permitido alguna licencia, que en ningún caso traicionará el espíritu de cuanto aquí se escribe, se debe a que yo, al igual que algunos de mis valiosos confidentes, concedo un mérito a la imaginación que no concedo a la memoria.















martes, 7 de junio de 2022

BRAÑUELAS EN LA NOVELA ALFONSO IX "el rey demócrata"

SE ENCUENTRAN ACAMPADOS EN ASTORGA CAMINO DE COMPOSTELA

...Ya bien entrada la noche, el rey nos indicó al conde de León y a mí que lo acompañáramos. A la luz tenue de una vela examinaba un mapa que sostenía sobre las rodillas.

–Tenemos dos opciones –comentó–, o desviarnos poco más de dos leguas al norte de Astorga para adentrarnos en tierras bercianas a través de los territorios pertenecientes a los herederos del conde Gatón o continuar la ruta que acostumbran a seguir los peregrinos. 

–La primera parece más extensa –comentó Ponce Vela de Cabrera, quien por entonces oficiaba como alférez real, mientras observaba el dibujo.

–En efecto, pero la otra nos obliga a ascender a la cima de escarpados montes.


–Vos conocéis mejor que nadie estos territorios –quise comentar.

–Se me ha informado que al término de la llanura que discurre a la orilla de un pequeño riachuelo, en la zona conocida como Brañuelas debido a las brañas que salpican las laderas de aquellos montes, los descendientes del conde Gatón disponen de amplias praderías para el pasto de sus ganados, con pequeñas chozas que sirven de refugio a los pastores cuando llueve, y que este camino es mucho más favorable. Y además, próximo al pueblo de Valbuena de la Encomienda, perteneciente a la orden de los hospitalarios de san Juan y a solo una legua de las brañas, los monjes han levantado un monasterio donde a la vez que se dedican a la oración atienden a los peregrinos que se aventuran por esa ruta. No tendríamos ni que montar el campamento. Pero... 

–Pero...

–Podríamos extraviarnos. Nunca he transitado esos parajes y los trazados de la ruta en el mapa no son claros. Resultaría fatal que nos perdiéramos, o una simple demora teniendo en cuenta que viajamos con el tiempo medido... (PAG.74)

lunes, 30 de mayo de 2022

 ALFONSO IX "el rey demócrata".

Conversación entre Berenguela de Castilla y los defensores del testamento de Alfonso IX:

...Berenguela entrelazó las manos a la altura del vientre y comenzó dirigiéndose a nosotros en un tono muy suave de voz, como si pretendiera seducirnos.

–Caballeros –dijo–, considero que las últimas decisiones que habéis adoptado, sin duda, de buena fe, nos conducen a un camino de enfrentamientos donde los sacrificios y las penas no serán compensados ni siquiera por una victoria.

–Nosotros nos limitamos a ser leales al rey Alfonso–respondió Diego Fróilaz.

–Pero el rey Alfonso ya no está.

–Su legado sí.

–El reino de León precisa de una mano fuerte que lo guíe.

–Estamos de acuerdo con vos, señora –respondió Pedro de Portugal–, pero como sabéis, el reino de León supera en años, tradición y prestigio al de Castilla.

–Mi hijo Fernando es leonés.

–Pero no vos ni los nobles que os acompañan.

–Conservaréis vuestras cortes, leyes y costumbres.

–Para León depender de Castilla solo puede acarrearle perjuicios.

–Exageráis –dijo moviendo la cabeza en un gesto que parecía más de coquetería que de contrariedad... (pag. 383 de la novela)

domingo, 23 de enero de 2022

 

MANSILLA DE LAS MULAS

Una muralla de chopos altísimos en la ribera del Esla esconde la muralla antigua de piedra edificada en tiempos medievales y defiende al pueblo con una nueva fortificación de color verde que llegando por el Norte solo permite ver con claridad las torres majestuosas de las iglesias de santa María y san Martín, donde establecen sus nidos las cigüeñas sin robarle solemnidad a las cruces que coronan las picotas. Es Mansilla una estampa original del tiempo en la que juegan sin estridencia la tradición, la hospitalidad, el comercio, la ruta, la añoranza y un horizonte libre que se abre inmenso, prudente y amarillo camino de Castilla.

Los romanos de la Legio VII Gémina establecieron aquí -“a un día de viaje” de León y a poco más de una hora a pie de Lancia, la más importante de las ciudades “astur-romanas”-, una mansión militar para descanso y reposo de los guerreros en una de las vía principales de Roma a España, y la llamaron Villalil. Ellos levantaron las primeras fortificaciones y los Cubos que situados en lugares estratégicos y precisos lograron entenderse con el río para defender en solidaria armonía a un pueblo que comenzaba a escribir una larga historia sin ser consciente de ello. Aun así los godos de Witiza y más tarde los moros de Almanzor acabarían llegando a devastar todo aquello que había erigido Roma.

Sin embargo, cada siglo, cada imperio ha dejado sus huellas, sus heridas. La mansión se convertiría en Mansilla, y Fernando II puede que levantara o reconstruyera primitivas murallas, lo cierto es que la repobló con gentes traídas de diversos lugares y le concedió fueros. Tarea repobladora que por cierto continuó su hijo, el gran Alfonso IX. Otros reyes y señores se acercaron a ella con distintos talantes e intenciones. Pero a todos ha sobrevivido y de cada uno guarda memoria.

Yo no accedí a Mansilla de las Mulas por el Norte a través del puente que cabalga el Esla como un amante tranquilo que parece exhausto, lo que resulta comprensible después de más de ocho siglos abriendo sus ocho ojos a las aguas del más impetuoso de los ríos leoneses. Al visitarla en año jacobeo, opté por rodearla entrando al estilo de un peregrino cualquiera por la Puerta de Santiago o del Castillo, de la que ha desaparecido no solo el castillo sino también el arco y solo permanecen dos brazos poderosos de piedra dañados por el tiempo y el vacío. En cambio en la plaza a que da acceso pude encontrarme con el típico crucero de la Ruta Compostelana sombreando una base escalonada en la que descansan del duro camino tres peregrinos jóvenes esculpidos a tamaño natural. Mansilla rinde tributo al Camino que conduce a la tumba del apóstol en Santiago porque gracias a él ha recogido también algunos de sus mejores frutos.

Varias sorpresas pueden aguardarte a la vuelta de cada esquina. Pero lo que a mí más me sorprendió de esta villa tranquila que huele a viento seco y placidez en las tardes de verano, fue el hecho de que la adornen diez plazas que son como diez matices distintos de un mismo rostro pleno de expresividad y de esa belleza apacible y espontánea que conceden los años. La plaza de la Cebada, pequeña, recogida y austera, un caño y tres bancos de color verde en los que reposa el silencio. La plaza del Pozo, en el centro del pueblo y presidida por el edificio del Ayuntamiento, los antiguos soportales, el comercio y el bullicio de gente de todas las edades que por esa zona se mueve, se ve, se cruza, se habla o, simplemente, se contempla.

Aquellos a quienes pregunto añoran el esplendor de los años pasados cuando acudían en masa los veraneantes a disfrutar de su clima, de su río, de sus comidas, de una hospitalidad ganada a base de empeño y tradición como punto de descanso y refugio obligado en el Camino. El Año Santo no ha hecho el milagro. Los peregrinos son aves de paso que ennoblecen el paisaje y muchos de los asturianos que tanto fervor demostraron siempre por la villa, han preferido buscar nuevos destinos. Sin embargo, y aunque aún nos encontramos a media tarde, la Calle del Puente, sombreada, tranquila y serena, muestra una vida y un ambiente inesperados. Al final de la calle se divisa a tres niños jugando en los columpios de la Plaza del Grano. La tarde allí crece y se apodera de otras calles próximas y se esconde en los soportales y se desborda por la hermosura abierta en el hueco íntimo del Postigo, que como un sentimiento hondo busca las inmediaciones del río. 

Un hombre subido en un andamio endeble trata de fijar en la fachada de su casa un farol y compone una estampa de antiguos tiempos. Se siente en esa plaza una mezcla confusa de placidez y de desgana. En la fuente que la preside, apoyada sobre cuatro leones recostados con gesto humilde, las gotas de agua que rebosan la pileta superior de la fuente saltan a las piletas inferiores como niñas diminutas que se lanzaran de cabeza a una piscina.

Aprieta el calor y decido sentarme en uno de los bancos de esa plaza del Grano, a la sombra de uno de los árboles. El mismo en que se sientan Silvia, Lorena y Conchi, unas chiquillas encantadoras que estudian en el colegio “Pedro Aragoneses” y que con su gracia y la espontaneidad que solo se tiene a los catorce años, me hablan del pueblo como si hablaran de algo mágico. Sus palabras, silenciadas a veces a causa de la risa, adquieren tonos delicados y muy bellos e irradian esa magia literaria propia de la fantasía adolescente. Mansilla, entonces, a través de sus ojos me parece un sitio nuevo casi desconocido, mucho más hermoso. Me indican que visite las plazas que no he visto todavía, que suba a lo alto de los Cubos (si me atrevo) para contemplar desde allí, como un rey antiguo -lo del rey lo pienso yo-, una privilegiada panorámica del pueblo. Pero no se limitan a las recomendaciones. Me acompañan hasta el río, a la fuente “Los Praos”, donde turistas en bañador descansan en el verde y toman el sol a orillas del Esla. 

Siguiendo sus consejos me acercaré hasta El Merendero en la calle del Peregrino, que extendiéndose sobre una explanada de praderas verdes al lado de la muralla conserva en sus bancos de madera, en su entorno y en la rana de hierro con la boca abierta al cielo, todo el sabor de las tardes de pueblo en los meses de verano. 

En ese punto las chicas se despiden amablemente de mí, pero antes me hablan de las fiestas, de los bailes en las plazas, de la feria del tomate en que se exhibe y se honra el más típico de sus productos, del “Descenso del Esla” en el que embarcaciones de todo tipo, construidas por los propios participantes con imaginación e ingenio se hacen al agua en una competición que se remata una vez en tierra firme con otro original concurso de tortillas en el que se premiará la mejor hecha. Recuerdo que me hablaron de otras curiosidades y anécdotas a las que puede que no prestara la debida atención. Lo más importante, sin embargo, es que enriquecieron de una manera extraordinaria la imagen que yo me había formado de Mansilla, porque este pueblo antiguo cercado por murallas de chopos y de piedra, pletórico de historia y parada obligada en el Camino, aunque hermoso, gana un sabor distinto, una esperanza nueva cuando se puede ver como lo ven los ojos sabios de unas adolescentes. Ellas atesoran el milagro que necesitan los pueblos viejos para poder mantenerse vivos.








lunes, 10 de mayo de 2021

 LA BAÑEZA


La Bañeza igual que Astorga ha sido y es -a pesar de la muerte del tren de la Ruta de la Plata, acaecida en 1983 después de casi cien años de vida- un importante nudo de comunicaciones en el que se entrelazan los caminos que conducen a Galicia y a Madrid, al resto de León y por Sanabria a Portugal. Y también, como la capital maragata con la que siempre ha mantenido una noble rivalidad incluso en el arte, contratando maestros arquitectos que habían trabajado en importantes obras de Astorga para que dejaran sobre su piel las huellas de sus dedos, guarda en sus piedras, en su origen y en su memoria el recuerdo de antecedentes astures y romanos.


Los beduinos o bedunenses, tribu de los astures, fueron los primeros pobladores de este lugar al que decidieron dar el nombre de Bedunia en un punto próximo al que hoy ocupa San Martín de Torres. Integrado en el que se denomina Conventus asturiciensis con capital en la vecina Asturica Augusta, tras años de abandono y despoblamiento, parece ser que fue el conde Gatón quien avanzando con sus tropas desde tierras bercianas en su tarea repobladora, decidió volver a situarla en el mapa, allá por el siglo IX. Un siglo después adquiría el nombre de Vanieza que por diferentes modificaciones lingüísticas daría en la actual La Bañeza, aunque hay quien busca el origen de su nombre en Bani Eiza, un asentamiento primitivo ocupado por mozárabes cordobeses durante la Alta Edad Media. 

Sea como fuere, lo cierto es que La Bañeza hoy es un nombre que identifica a un pueblo comercial, laborioso, divertido y abierto, convertido en ciudad por Real Orden del año 1895 bajo el reinado de Alfonso XIII, y centro de una comarca que gracias en gran mediada los regadíos y las aguas que les llegan del Órbigo, el Tuerto, el Duerna y el Eria ha conocido épocas de merecido esplendor. Mucho antes, otro rey, Alfonso VIII, le había concedido ya el título de muy leal después de la Batalla de las Navas de Tolosa en la que algún o algunos bañezanos ilustres y guerreros colaboraron con encomiable entrega a la derrota de los almohades. Y en 1556 uno de los herederos de la Casa de Zúñiga recibió el marquesado de La Bañeza. 

Como se ve, acumula este pueblo leonés años, tradiciones e historia. Ambicionado por astures, godos y romanos, recibiendo los ataques de moros y franceses, nunca se ha permitido desfallecer. A sus puertas se cuenta que recibió Napoleón el último día del año 1808 la noticia de que el emperador de Austria había roto las hostilidades. Iba camino de Astorga persiguiendo a los bárbaros ingleses del general Moore y decidió regresar de inmediato a Francia, lo que pudo cambiar de manera notable el curso de la guerra de la Independencia.


Esos y otros sucesos similares han hecho de La Bañeza un pueblo singular y diverso, a veces emprendedor, a veces inmóvil, pero siempre diferente, pues si todos los pueblos tienen dos caras como la luna, La Bañeza además tiene dos almas. El alma recatada y sobria que pasea las mañanas soleadas de domingo bajo los soportales de la Plaza Mayor, juega en las primeras horas de la tarde al tute en el café Pasaje, en el Círculo, en el Casino o en el Isla, cultiva legumbres y remolacha en ese campo generoso bañado por el Órbigo y sus afluentes que ya citamos, y puede rezar o deleitarse contemplando la iglesia de Santa María (que nos sitúa en el centro del casco urbano y se encarga desde el siglo XVI de la imagen más identificativa del pueblo), la de San Salvador (la más antigua, erigida en la zona alta, a las afueras, nos ofrece detalles románicos, platerescos o barrocos como rasgos distintivos de su prolongada existencia, y se ampara en una torre majestuosa e imponente que pretende defenderla de los avatares de los tiempos), la capilla de Jesús o la iglesia de la Piedad. Perdón, ésta ya no. Desde hace algunos años, este templo que perteneció a la Cofradía de Clérigos de la Piedad desde el siglo XVI -llena por tanto de tradición e historia viva- ya no es más que un montón de escombros gracias a la desidia de unas administraciones que muy pocas veces saben situarse a la altura de los pueblos que los consienten.


Tal vez también para olvidar afrentas semejantes, dispone La Bañeza de esa alma alegre, festiva y transgresora con que celebra sus fiestas y, de manera muy especial, unos Carnavales llenos de vida, de color, de ingenio y de belleza. Hay que remontarse a épocas medievales para encontrarles un origen lejano en los teatros y comedias que organizaban las cofradías religiosas, de donde surgió el Carnaval “como un rebrote o mimo más popular y callejero del teatro” según escribe Albano García Abad en “La Bañeza y su historia”.


En los años duros y difíciles, mientras los Carnavales estaban prohibidos en el resto de España, los bañezanos los seguían celebrando con jolgorio, alegría, colorido y una auténtica explosión que contagia las ganas de vivir. Carnavales que en la provincia de León son todo un símbolo y una verdadera fiesta llena de disfraces imaginativos y originales que recrean grupos travestidos de príncipes y princesas, de flores, de payasos, de chulos, de todo aquello que el talento de las gentes ha conseguido idear con sumo secreto a lo largo de todo el año. Cuando lo indica el calendario, las calles se llenan de charangas y comparsas alegres y ruidosas, acompañadas por todos los vecinos y los forasteros más divertidos. En resumen, de vida. Celebran un “entierro de la sardina” como un rito tan sagrado como lúdico. Se divierten y divierten. Esa es la alma festiva que siempre se ha preocupado de crear lugares agradables para el ocio, el deleite y el baile, como la Sociedad Nuevo Casino que funciona desde finales del siglo XIX, o el Círculo Mercantil o la Sociedad Recreativa Bañezana, y en el último cuarto del siglo XX las modernas discotecas en las que la mayoría de los jóvenes leoneses de entonces hemos bailado alguna vez.

La Bañeza es, además, una ciudad abierta y cosmopolita que no admite complejos en sus fiestas y por eso no rechaza en ellas al extraño. Abre sus cuatro costados por carreteras y por ríos a través de los cuales no sólo entran la gente o el agua sino también la vida y un aire especial que se respira cuando se trata de beber, de comer o de cantar, o sea, de gratificar el cuerpo, a esa parte más festiva del alma. La Bañeza siempre ha contado con un número importante de restaurantes, bares, hoteles, pensiones y confiterías. Allí se pueden degustar las exquisitas ancas de rana que en pocos lugares más del país se encuentran. Y los mejores dulces. 


Aunque hay quien piensa que la instalación en su término de la “Azucarera” en la segundo década del siglo XX propició la aparición de los sabrosos productos que precisan del azúcar como los campos de la lluvia, lo cierto es que ya desde el siglo XIX venía funcionando con éxito la confitería Conrado, donde hoy se pueden adquirir los roscones de Reyes “más generosos” y famosos de España. O “La Dulce Alianza”, en la que los imperiales comenzaron a ganar merecida fama más o menos por la misma época y en un curioso cartel publicitario de entonces presume de sus “mantecados, bizcochos, chocolates elaborados a brazo” y de haber sido premiados en París en el año 1900. En ellas y otros establecimientos más modernos pueden hoy satisfacerse con agrado los paladares más exigentes.





sábado, 24 de abril de 2021

 

PONFERRADA

Ponferrada es una ciudad casi sagrada, tocada por los espíritus de los dioses y los embajadores encargados de descifrar sus misterios. Fue un obispo quien unió sus dos partes rotas de forma cruenta por un río (el Sil) al mandar construir un puente de hierro que le concedería además de unidad y cohesión, un nombre. A ese obispo (Osmundo) se le ha erigido una escultura en la glorieta de Correos acompañando a su rey Alfonso VI, el gran benefactor del Camino de Santiago y como consecuencia impulsor decisivo en el surgimiento de esta población allá por el siglo XII.


Desde entonces no le han faltado a Ponferrada personajes, leyendas ni organizaciones interesadas en participar de su historia. Perteneció en sus orígenes al Temple, la orden militar que se encargaba de proteger a los peregrinos que viajaban a tierra santa y a quien le entregó su dominio el monarca leonés Fernando II con el mandato de que la repoblaran y protegieran también a los peregrinos que se dirigían a la tumba del apóstol Santiago en Compostela. Aunque además de con guerreros contaban con miembros no militarizados que se encargaban de menesteres relacionados con las mercaderías y el dinero, no menos rentables. Aquellos caballeros ataviados con hábito blanco y cruz roja sobre el pecho restauraron el castillo (símbolo de la ciudad) que se levanta sobre un altozano que algunos identifican con un castro celta, para convertirlo en su morada. Y su impronta nos llega a los días de hoy en numerosas manifestaciones, celebraciones y recuerdos. A los Reyes Católicos (con tanto carácter místico como terrenal) correspondió incorporarla a la corona. Y hablando de vírgenes, que tanto gustan a los pueblos, se dice que la “suya” la encontraron los templarios en un tronco de encina, aunque hay quien le busca un origen más remoto varios siglos antes en Jerusalén, y los técnicos tratan de desbaratar ambas versiones atribuyéndole un origen más reciente. Hija de la leyenda y los misterios, no quedaba otro remedio que convertirla en patrona del Bierzo. En su honor se celebran fiestas el 8 de septiembre y su imagen se custodia en la basílica ponferradina de su mismo nombre.


Antes -mucho antes- Ponferrada no era más que un inmenso bosque de encinas, esos árboles de copas tan frondosas que apenas permiten ver el tronco y transforman el espacio en que se asientan en una selva mágica y misteriosa que nadie se atrevería a profanar. No en vano la encina era el árbol sagrado de Zeus y los sacerdotes emitían los oráculos interpretando el ruido del viento en su follaje. Y para los celtas -que anduvieron cerca de aquí también era un árbol divino, hasta el extremo de que los druidas residían siempre en bosques de encinas y si en el tronco había muérdago creían que eso revelaba la presencia del dios supremo.


La magia y el misterio siempre han ayudado a los hombres aunque a veces sea contra otros hombres. Pero Ponferrada dejó pasar el tiempo sin inmutarse demasiado para que éste jugara a su favor y cuando consideró que la situación le era favorable dio un paso decidido hacia el futuro.


Ahora Ponferrada es una ciudad nueva y vertiginosa que ha sabido subir por la pendiente de este último siglo con la celeridad de un rayo. En el siglo XVIII -ayer como quien dice- no era más que una pequeña villa sin la menor importancia. Fue a finales del siglo XIX y en los primeros años del XX cuando con la inauguración del ferrocarril de Galicia y más tarde con la explotación de las cuencas carboníferas y la puesta en marcha de la línea férrea a Villablino para el transporte del carbón se convierte de pronto en un importante centro ferroviario y minero. 


Algunos años después, en la década de los cincuenta, la ciudad va a conocer un esplendor aún más intenso que llenará de vida calles, plazas, casas nobles y tugurios. En poco más de diez años (de 1940 a 1950) el municipio prácticamente duplica el número de habitantes. Comienzan a explotarse entonces los yacimientos de wolframio a los que Raúl Guerra Garrido -con hondas raíces bercianas- dedica una interesante recreación en su novela “El año del wolfran”. Se descubre una de las reservas más importantes de hierro del país explotadas bajo la dirección de Coto Wagner. También se inicia la construcción del pantano de Bárcena, lo que supuso que un número importante de obreros y técnicos llegaran a la ciudad (como fue el caso de Juan Benet, que aunque no llegó precisamente para escribir sobre la belleza de esta tierra, seguro que se ha llevado con él al otro mundo un recuerdo imborrable) quedándose muchos de ellos definitivamente en Ponferrada. Pero sobre todo el hecho más trascendente para el despegue definitivo de la ciudad lo supuso la instalación de la Central Térmica que colocaría a la provincia leonesa en el sexto puesto en la producción de energía.


Tantas iniciativas de progreso y tanto desarrollo económico se iban a notar en la ciudad, y ejercieron su influencia de una forma también vertiginosa y espontánea. La gente trabajaba por el día y trataba de divertirse por la noche. Se abrieron locales para el negocio y la diversión. Las monedas corrían por los mostradores, repicaban sobre el mármol de las mesas y chasqueaban entre los dedos de los chulos, los alegres y todos lo que después de media noche se habían dejado embriagar por una cocina fuerte con olor a caldos y a botillo y un alcohol tan puro que les permitía llegar despiertos hasta la mañana siguiente y acudir al trabajo si era preciso sin tener que descansar. La calle respiraba los alientos de una vida muy bulliciosa. Como escribe el escritor ponferradino César Gavela en la premiada novela “El puente de hierro”, “mercaderes, ferroviarios, clérigos, ancianos de fantasía. Almacenistas, torturadores, hombres de ambición. Mujeres vertiginosas, libres y arrojadas. Amores inocentes o mercenarios, cárceles y conventos...”, convierten a Ponferrada en una de las ciudades más activas y dinámicas en el ecuador del siglo XX, en “la ciudad del dólar”. En el Edesa, en el Caballero, en La Obrera, se hablaba, se bebía y se jugaban el sueldo los empleados de tantas industrias y negocios. En el Casa Blanca se confundía la noche con el deseo. Y en burdeles como El Bosque o El Chigrín se buscaban aquellas mujeres listas y maternales que guardaban en las yemas de sus dedos y en el estremecimiento pícaro de su piel el secreto intransferible de una antigua pasión. 


Nadie veía entonces que tanta fiesta, tanto trabajo y tanto “chollo” pudieran acabarse algún día. No solo los optimistas o los voluntariosos sino hasta los organismos oficiales esperaban un progreso constante y apostaban por un desarrollo económico sin límites que se vería notablemente impulsado por la implantación de “altos hornos” que ya se proyectaban, con la repercusión que ello tendría en las demás industrias, en el comercio y en la vida de la ciudad.


La realidad no confirmó precisamente las expectativas creadas. Pero tal vez tampoco importa. Nadie va a lamentarse ahora por eso. Una ciudad que ha gozado de un instante de gloria puede seducir a cualquiera. Ponferrada lo vivió. Y no en tiempos inmemoriales, sino ayer mismo, cuando ya se habían consolidado definitivamente sus dos barrios (el de la Encina y el de la Puebla) como dos núcleos distintos o como las dos caras de una misma moneda. El barrio de una ciudad vieja en la que se ubican el castillo, el consistorio, la basílica de su patrona, las callejuelas estrechas típicas y antiguas que recuerdan otros tiempos, el museo del Bierzo en la calle del Reloj, o el museo de la radio, iniciativa de Luis del Olmo, el popular locutor a quien la ciudad ha distinguido con una plaza por los encendidos elogios y las atenciones que siempre le ha dedicado. Y el barrio nuevo con sus avenidas amplias y rectas donde se asientan el comercio, hoteles como el Temple, el Bérgidum, el Ponferrada Plaza o el Madrid (que ya vivió la época dorada), las cafeterías y los locales nocturnos de más ambiente, como el Bellas Artes un bar con buena música y un nombre atractivo en el que los más “progres” del lugar entretienen con alcohol a los demonios que interfieren con el sueño. También este barrio dispone de su museo, El Museo del Ferrocarril, ubicado en la antigua estación de la M.S.P. (Minero siderúrgica de Ponferrada).


Mientras tanto, el pueblo, como casi todos los pueblos en este final de siglo, vive un momento de confusión, de inmensa duda, rodeado de lugares hermosos como Peñalba de Santiago, Compludo (con su herrería), Toral de Merayo, Molinaseca... y bajo la atenta mirada de los montes Aquilanos. Los jóvenes buscan proyectos nuevos para el futuro y los más viejos recuerdan con orgullo un pasado que les ennoblece la nostalgia. Se peatonalizan calles, se abren nuevas plazas y avenidas, se siembran sueños y a veces se recogen tempestades. Pero la verdad total (la que incluye realidades e ilusiones) no encontrará un sitio en Ponferrada porque ya no quedan bosques de encinas ni sacerdotes sabios que puedan interpretarla por el ruido que hacía el viento en su follaje.