URRACA EMPERATRIZ
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Si no he de pedirle perdón a Dios por haber nacido mujer no voy a pedírselo a los hombres.
Desde el día primero que se supo mi nombramiento como reina comenzaron a hostigarme los taimados con intrigas, habladurías y difamaciones intentando desestabilizar mi trono. Aunque no faltaron ilustres representantes entre los nobles, incluso de mi propio séquito, la avanzadilla entre tantos lenguaraces la ocupaban los clérigos. Con honrosas excepciones, entre las que deseo mencionar con gratitud al arzobispo Bernardo, abades y obispos no podían aceptar que una hija de Eva rigiese sus destinos y conspiraron con todas sus fuerzas, que no son pocas, para sembrar la discordia en los corazones de mis súbditos y conseguir que se sublevaran contra mí.
No lograron sus objetivos, pero el daño y las heridas que han causado tanto en mi cuerpo como en lo más profundo de mi alma, me siguen doliendo a día de hoy.
Tuve una infancia feliz y podría haber sido una mujer dichosa si las suertes que me deparaba el destino me hubiesen colocado en la posición subordinada que en varias ocasiones ocupé y a tantos agradaba.
“Sois muy hermosa, Urraca, la niña más bella que luce bajo la luz del sol”, solía decirme mi padre, el rey Alfonso, cuando me tomaba entre sus fuertes brazos o me sentaba sobre sus rodillas haciéndome dulces carantoñas para deleitarse con quien consideraba la criatura más linda sobre la faz de la tierra. Me puso de nombre Urraca en honor de la hermana que tanto quería -según las malas lenguas, más allá de lo que corresponde quererse entre hermanos-.
La tía Urraca no me prodigaba menos cariño y atenciones que mi padre. Siempre que nos visitaba, se desvivía en cumplidos y agasajos conmigo. Y además de subrayar las loas a la belleza que me prodigaba el rey, no se cansaba de ensalzar las virtudes que me adornan. Ella fue quien me enseñó a leer.
–Si no te enseño yo –me dijo– no lo harán tus instructores. Y ni vos ni quien os habla merecemos menos beneficios y mercedes que obispos, nobles o magnates.
Le sonreí.
Le gustaba mi sonrisa y como muestra de contento cuando sonreía ante sus amables comentarios acostumbraba a acariciarme con dulzura la cabeza.
Sin embargo, procuraba impartirme sus enseñanzas a escondidas de mi padre porque presentía que, si llegaba a descubrirnos, a pesar del mucho cariño que le dispensaba, pudiera enojarse.
–Será nuestro secreto –me dijo el día que me enseñó las primeras letras.
Y yo le respondí de nuevo con una de las sonrisas que tanto le gustaban.
Solía visitarnos en la corte con frecuencia, lo que contribuía a propagar los infundios de que compartía lecho con el rey. Incluso las propias damas al servicio de la reina no se recataban en comentarlos de viva voz sin importarles que yo estuviera presente, convencidas de que una niña no se percata de esas cosas.
A mi madre Constanza no parecían complacerle sus visitas.
Andando el tiempo, en una noche de confidencias, cuando ya la corona de León y de Castilla presionaba mis doradas sienes, inquirí al bueno de Pedro Ansúrez, el hombre que había gozado de la mayor confianza del rey y que conocía como nadie los entresijos de la corte, su parecer acerca de las causas o motivos que pudieron llevar a las malas relaciones entre las dos mujeres por las que yo más cariño sentía.
–Imagino que, a estas alturas, majestad –me dijo el conde–, contáis con información suficiente acerca del gusto por el trato amoroso con mujeres del rey Alfonso y las numerosas amantes que pasaban por su lecho. Por contra, nadie conocemos el ánimo con que lo viviría vuestra madre, la reina Constanza, pero según comentarios del propio rey, sus modales no expresaron nunca más allá de indiferencia o el amable respeto que por costumbre le dispensaba.
–La reina siempre supo manejar sus emociones con sabiduría –le respondí– y no me extraña que su comportamiento obedeciera a las exigencias que le imponían su alta dignidad y sus valores cristianos.
–No pongo en duda cuanto decís. En cambio, asunto en apariencia tan simple como elegir para vos el nombre de la infanta Urraca despertó en lo más profundo de su corazón un desasosiego difícil de enmascarar. Recuerdo que vuestro padre me confesó, y espero que no me falle la memoria: “no sé cuánto de cálculo o disimulo había en sus comportamientos anteriores, pero es a partir del bautismo de nuestra hija cuando aprecio en ella un cambio de actitud. Habla menos conmigo, se esconde, acude a la capilla con más frecuencia y puedo observar cómo pretende rodearse de servidores de confianza, borgoñones en su mayoría, ampliando su cortejo de fieles con la intención no solo de que la asesoren y protejan sino de que le ayuden a inmiscuirse en las decisiones que me competen, tanto como lo viene haciendo Urraca, a la que anhela suplantar. Yo en momento alguno he querido ver en su conducta un desafío. Si lo hubiera visto así mi reacción sería, sin duda, diferente. Pero no me agrada”.
>>Esas fueron las palabras que oí de boca de mi añorado rey Alfonso. Si queréis conocer mi humilde opinión, puedo deciros que con el privilegio que me asiste de poder enjuiciar aquellos hechos desde la distancia que nos concede el tiempo pasado, opino que las ayudas y consejos que la infanta Urraca le allegaba como consejera y hermana perseguían tan solo facilitarle las arduas tareas a las que debía enfrentarse, prestarle el auxilio de su madurez y las muchas luces con que la había dotado Dios. Pero vuestra madre no lo vivía así y cuando el fuego de los celos incendia el corazón de las personas no existe manera humana de apagarlo. Debería haber hecho oídos sordos a las infamias, como os sugiero hagáis vos cuando lenguas viperinas se empeñen en difundirlas, si me permitís el consejo.
Me parecían muy acertadas las palabras del conde Ansúrez, aunque observaba en ellas cierta predisposición a exculpar al rey.
Le di las gracias por su sinceridad y no quise realizarle más preguntas. Sin embargo, me dolía como me duele aún hoy que la reina Constanza odiara tanto a la tía Urraca cuando yo, en cambio, me ponía muy contenta tan solo con verla a lomos de su montura adentrándose en la explanada que conduce a los portalones de acceso a nuestro palacio.
Era muy cariñosa conmigo y, en cada visita que nos cursaba en la corte, le gustaba agasajarme con bonitos regalos. Recuerdo la ocasión en que un artesano carpintero le realizó un caballito de madera como un obsequio especial para su sobrina favorita. Cuando me lo dio lo coloqué entre mis piernas para cabalgarlo a la manera en que montan los hombres.
Al rey Alfonso no pareció agradarle.
–Hermana, este juguete es más propio de niños –le dijo.
Y ella le respondió:
–También las mujeres montamos a caballo. O si no, ¿cómo pensáis que he podido venir desde Zamora?
Me gastaba bromas divertidas. Era muy seria y algunos dicen que autoritaria con los mayores, pero conmigo no se cansaba de jugar. Y cuando yo pataleaba ante los inocentes juegos con que le gustaba burlarse de mí, entonces me tomaba por la cintura para izarme en el aire y con las puntas de sus dedos me buscaba las cosquillas debajo de los brazos.
Si mi madre Constanza se hallaba presente solía decirle:
–Por Dios, Urraca, no hagáis rabiar a la niña.
Si era mi padre quien nos acompañaba, a la tía le gustaba mirarme fijamente a los ojos y proclamar con una amplia sonrisa en sus labios: –Esta niña, Alfonso, tiene vuestro mismo temperamento.
–Mas bien opino que ese genio del que hace gala proviene de vos –contestaba el rey.
–Estoy segura de que a ninguno de los dos nos defraudará. Será una buena reina si no engendrarais un hijo varón.
–Como no se os oculta, hermana, no hay mujer alguna que haya ocupado el trono en nuestros reinos.
–Nada impide que ella sea la primera.
–Veis como se parece más a vos que a mí.
Apenas había cumplido los cinco años en la gloriosa época en que mi padre, el sexto de los Alfonso, entró con sus huestes en Toledo, consiguiendo el más importante de los triunfos que hayan conseguido tropas cristianas contra los sarracenos que ocupan al-Andalus.
Se había convertido en el rey más poderoso en los territorios que conforman la península. Los demás reyes le dispensaban un humilde respeto y los emires moros le entregaban elevadas sumas de oro y plata para conservar la independencia que él les quisiera conceder. Llegó a intitularse emperador, pero seguía manteniendo largas conversaciones con la tía Urraca, ya que consideraba en alta estima su apoyo fraternal y sus consejos.
En lo que se refiere a mí, me cupo la suerte de ser la primera hija de mis padres, los reyes Alfonso y Constanza, si dicha posición puede considerarse un privilegio. Y la única que consiguió sobrevivir a los peligros del parto y de la infancia. Sin embargo, desde que mis diminutos pies dieron sus primeros pasos uno de mis mayores deseos era jugar con otras niñas, aunque no conocí a ninguna niña hasta que se me entregó a mis tutores Pedro Ansúrez y su esposa Eylo.
Sin embargo, puedo decir que siempre me sentí una hija muy amada. No albergaba dudas entonces como tampoco las albergo hoy de que era el ojito derecho de mi padre, aunque tampoco se me oculta que, si los moros no le hubieran arrebatado la vida a mi hermano Sancho en la desdichada batalla de Uclés, nunca me hubiera sentado en el trono del reino de León.
Por lo que respecta a mi madre Constanza, no voy a dudar en estas horas últimas que la Divina Providencia ha decidido concederme, de que me dispensara también un profundo cariño, aunque su carácter adusto y sus manifiestas dificultades a la hora de mostrar afecto, coadyuvaran a que la sintiera siempre muy lejana. Se recluía largas temporadas en su palacio de Sahagún. Prestaba más atención a Dios que a su hija. Y tampoco creo que ayudó a las buenas relaciones entre nosotras, que intercediera para que se me entregara como esposa cuando aún no había cumplido los diez años, a su primo Raimundo, llegado de Borgoña con ambiciones muy superiores a las que pensaba satisfacerle mi padre.
Yo era en aquellos tiempos una niña a la que se podía manejar a poca habilidad con que se contara y he de reconocer que quien iba a convertirse en mi primer esposo, superada la veintena de años, contaba con una experiencia y una ambición de las que yo carecía.
Se acabó arrogando atribuciones y poderes que me hubieran correspondido a mí, procuró utilizar nuestro matrimonio en provecho de su codicia, intrigó sin pausa con su primo Enrique, casado con mi hermanastra Teresa, en contra incluso de los intereses de mi padre, el rey... ¡Oh, santo cielo!, cuántos misterios esconde la ambición humana.
Ni aun hoy, en los albores del año de gracia de 1126, cuando mi destino ya solo está en manos de Dios y todo indica que ha decidido convocarme, puedo alcanzar a comprender las miserias que anidan en los corazones de los seres humanos y con tanta frecuencia los destruye. Pero ya no quiero atormentarme con lamentos ni quimeras que no han de concederme dispensa alguna para acceder al misterioso lugar que el destino me tiene reservado.
Pedro González de Lara me pide que descanse. Yo le sonrío para que sepa cuánto agradezco su compañía en momentos tan difíciles y que se preocupe por mí, pero no pienso atender sus cariñosas palabras. En cuanto ha salido de mi alcoba, me he colocado un ligero manto de piel de ardilla sobre los hombros y me he incorporado del lecho dispuesta a obviar lo que sucede en estos instantes a mi alrededor.
Una luz tenue de primeras horas del día se cuela por los amplios ventanales que miran al punto por el que asoma cada mañana el sol. Rebusco en el cajón de una de mis arcas los pergaminos, el cálamo y la tinta con los que, desde que me afligen los males que me tienen recluida en este castillo, voy dejando constancia de las venturas e infortunios que me ha deparado la vida, y los sitúo con mimo sobre el atril. Quiero viajar sola el tiempo que me conceda Dios a los rincones de la infancia y a aquellos otros que se corresponden con una juventud en la que no faltaron sinsabores y tropiezos, pero en los que pude sentirme dichosa y plena de un entusiasmo y unas ganas de vivir que echo en falta los últimos días.
Recodar es uno de los escasos privilegios que nos concede la memoria y no merece la pena despreciarlo.



